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domingo, 23 de junio de 2013

Zapatones




Un descomunal armario humano de treinta y cinco años encierra el cerebro de un niño de ocho. Se llama Antonio, Toni para la familia, Zapatones para el resto de su reducido universo, esto es, para los demás vecinos del pueblo.

Muchos de quienes le conocen dicen que Zapatones es víctima de las lesiones cerebrales que sufrió durante su nacimiento. Algunos aseguran que ese día Don Ricardo llevaba una copa de más y no anduvo fino con los fórceps. Sin embargo, Tomás y Maruja, los padres, ni acusan ni guardan rencor a nadie. Aman demasiado a Toni como para reprochar nada y sostienen que es una bendición tener un niño grande, todos anhelan hijos que no crezcan y ellos, aunque a medias y sin buscarlo, lo han conseguido.

A Zapatones lo que más le gusta es que su madre le peine y repeine entre caricias cada mañana después de desayunar. Luego marcha al campo con su padre, al que echa una mano bien arando, sembrando, desbrozando...

En el pueblo no tiene amigos. Prácticamente todos aquellos compañeros de juegos de la infancia se casaron, y los que no emigraron andan demasiado ocupados como para prestarle cinco minutos de atención cuando se lo cruzan.

Toni se entretiene dibujando y pintando, enseñando silbidos a su periquito Pancho y escuchando música en la radio que les regaló un hermano de su madre que vive lejos, en la capital. Los fines de semana juega al parchís con su tío Andrés, el viejo carpintero célibe que siempre se deja perder y que no canjea por nada el alegre semblante de su sobrino tras cada victoria.

Una mañana de julio, cuando Zapatones ya se emociona pensando en las fiestas que empiezan la semana siguiente, llega un camión al pueblo con unos tipos armados que dicen que son militares, que ha estallado la guerra y que necesitan soldados para defender a la patria de los traidores. Entran en las casas y sacan a culatazos a todos los varones entre veinte y cuarenta años, obligándolos a subir al camión. Maruja llora, suplica. “No es un hombre, es un niño”, grita. “No se preocupe, señora, que nosotros enseñaremos al grandullón de su hijo a ser un hombre, a matar ratas y a servir a España”.

Lo cierto es que Zapatones ya nunca volverá. A lo único que le enseñará esa podrida guerra es a morir en una trinchera, sin saber nunca por qué.


sábado, 22 de junio de 2013

La oración del soñador




Sueño con una mañana en que todas esas injusticias que traspasan mi piel y me desangran de odio emprendan un vuelo hacia el sol y se derritan en el camino. Sueño con unos gobernantes sensibles, dotados de unos miligramos de honradez, cordura y humanidad, que aprueben presupuestos con un exagerado superávit de sonrisas y un irrecuperable déficit de llantos. Sueño con un ejército de paz que bombardee el hambre y la miseria, que dispare cañonazos de bienestar, que invada los territorios de la tristeza y conquiste para todos la felicidad. Sueño con una economía pintada por Van Gogh. Sueño con un mundo libre, sin fronteras ni patrias, sin príncipes azules, sin ídolos espirituales ni estadistas indispensables, sin rencores ni redentores. Sueño con un pueblo lúcido, generoso y tolerante, adicto al pensamiento, que valore la cultura en los museos, en las bibliotecas, en los teatros o en los grafitis callejeros. Sueño con una sociedad en colores: sin mayorías ni minorías, sin vencedores ni vencidos. Sueño con un día que contenga ochenta y seis mil cuatrocientos segundos de puro amor. Sueño con personas que también sueñan. Sueño.


domingo, 16 de junio de 2013

Cita con el futuro




Mi muy incierto futuro:

Sentado bajo la sombra del ayer, te escribo desde el umbral del mañana. El mañana, esa jornada desconocida que las personas intuimos cómo se desarrollará, pero que suele asombrarnos con algún incidente imprevisible, feliz a veces aunque adverso con frecuencia.

Querido porvenir, soy consciente de que no puedo pedirte nada porque nada eres excepto un sueño que se va tornando tangible a medida que pasan los segundos, los minutos, los días, para desaparecer otra vez convertido en pasado detrás de cada uno de esos espacios de tiempo. Eres el corredor inalcanzable, el remoto e intocable horizonte. Y perdona si tal vez equivocadamente sostengo que -excluyendo la muerte- no existen destinos garantizados, posterioridades inalterables, aunque demasiado a menudo la cotidiana realidad intente convencerme de lo contrario. Pero como, repito, hoy no existes, me permitirás que conjeturando con la completa inseguridad de que me leas y la indudable certeza de que nos esperas, eleve una plegaria de paz y justicia no por mí, sino por los míos.

Ojalá te pudiéramos revivir, futuro, como hacemos torpemente con el ayer, pero suena imposible volver a experimentar lo ignorado, percibir de nuevo lo nunca sentido. Ojalá te pudiésemos reparar, futuro, como desmañadamente intentamos con el pasado, mas nadie puede recomponer lo que aún no se ha descompuesto. Inquilinos del presente, jamás seremos dueños de tus sorpresas, sino víctimas de las mismas, lo cual nos obliga a confiar en ti a ciegas al tiempo que tu próxima llegada nos sobrecoge hasta los tuétanos.

Me despido después de estas necias reflexiones, mi amado y preocupante futuro, advirtiéndote que ya he comenzado tu persecución. Es innecesario que te asegure que al final coincidiremos; y el día del encuentro, que absurdamente será también el de la despedida, ambos nos fundiremos en un abrazo eterno, porque el maldito reloj se habrá detenido para siempre.


martes, 11 de junio de 2013

El merodeador




Primero visitó varios colegios de aquel barrio extraño, tan distante del suyo. Luego escogió a la niña. Procedió después a seguirla sigilosamente durante varios días a la salida de clase, tomando buena nota de sus movimientos, costumbres, itinerarios. Por fin, calculó con minucia el momento más oportuno para abordarla y satisfacer sus ocultas intenciones. Y la tarde de un miércoles, mientras la menor merendaba a solas en un banco del parque, el desconocido se sentó de repente a su lado, le leyó el cuento de hadas que había escrito para ella y desapareció para siempre.


lunes, 10 de junio de 2013

Prematuro inventario




La temperatura en el exterior es de diecinueve grados y, si los ligamentos de mi rodilla no me engañan, hay una probabilidad de lluvia en las próximas veinticuatro horas del ochenta y cinco por ciento. Permanezco atrapado en un embotellamiento de tres pares de narices, mientras mi mujer está siendo sometida a maniobras de dilatación en el paritorio de un hospital. No llegar a tiempo de ver nacer a mi primer hijo va a ser un lunar más a añadir en la larga lista de infortunios que jalonan mi existencia. Cierto es que la criatura se ha adelantado dos semanas en destrozar la bolsa del líquido amniótico aunque me imagino que, emulando a su progenitor, pretenderá inaugurar así su propio registro de descalabros.


martes, 4 de junio de 2013

El Barman




Nadie como yo como para comprender los motivos que inducen a los solitarios a venir, acodarse en la barra o en la mesa del rincón como si estuvieran rezando en un reclinatorio y comenzar a beber sin recato ni medida. Los bares son lo más parecido a santuarios, no en vano a los clientes se les denomina parroquianos. Y el Alcohol es su dios, su religión. En esta particular iglesia hay devotos del vino, del coñac, del whisky, del tequila, otros adoran el orujo y la cazalla y muchos invocan el ron, la ginebra o el vodka, que suelen atenuar con el añadido de algún refresco dulzón. Si prestas atención a lo que cuentan, más bien a lo que confiesan, tienes ganada su confianza. En su bendita ingenuidad ejerces el papel de sacerdote sencillamente porque eres de los pocos que acceden a conocer sus problemas, el único que se atreve a prestarles consejo. Consejo que luego, cuando vuelven con expresión más afligida, y como consecuencia más sedientos, te arrepientes de haberles dado. Entonces juras no escucharles nunca más, no entrometerte en sus desgracias, ignorar su naufragio. Pero eres consciente de que en realidad estás perjurando, porque tu auténtica vocación no es preparar cócteles o poner copas, sino alimentar esperanzas, reflotar vidas y salvar personas.


lunes, 27 de mayo de 2013

El tiburón y la bicicleta





Hèctor Sendra tiene cincuenta y un años y es un triunfador. Ninguno de los profesores de su Instituto hubiese dado un céntimo por su futuro, pues como estudiante fue entre malo y pésimo. Pero, aunque le disgustaban los libros, era un joven bastante despierto. A su padre, Damià, Secretario de un pequeño Ayuntamiento cercano a la ciudad de Valencia, le hubiera gustado que, siguiendo su ejemplo, su único hijo cursara Derecho y se dedicara a las Leyes. El hombre, que por su cuenta y riesgo ya fracasó en sucesivas oposiciones, siempre había soñado con poder presumir de un Sendra fiscal o juez de la Audiencia. Sin embargo, el expediente académico de Hèctor en Bachillerato le quitó la venda de los ojos, le estrelló contra la cruda realidad.

A través de los contactos de su progenitor, a principio de los años ochenta se colocó como oficinista en una empresa constructora. El señor Rocamora, su dueño, lo trató desde el primer día como al descendiente que nunca tuvo. Rocamora había enviudado a los treinta y tantos, volviéndose a casar luego con la hermana soltera de su mujer. Si con la primera esposa no tuvo hijos, tampoco lo consiguió con la segunda. “Es obvio que arrastran una tara hereditaria”, le comentó un día un médico, amigo íntimo, que no se atrevía a confesarle que el único estéril era él.

Tanto cariño y confianza se granjeó con su jefe, que a mediados de los noventa Hèctor era su mano derecha, su principal asesor. Nombrado Director General de la compañía, fue su mandamás hasta el fallecimiento de Rocamora, recién estrenado el siglo. La viuda del constructor no compartía los sentimientos del finado por su protegido y, aconsejada por sus sobrinos y para júbilo de éstos, decidió liquidar el negocio.

Con la gran experiencia atesorada, algunos ahorros y un capital que Rocamora le dejó en herencia, Hèctor Sendra parió una nueva empresa a la que bautizó con el rimbombante nombre de SENDRA INTERHOLDING. Dedicada en principio a la actividad puramente constructora, su creador pronto vislumbró en la creciente especulación de terrenos una oportunidad demasiado rentable como para ignorarla o despreciarla. En muy poco tiempo, muchos de sus contactos habían multiplicado por diez inversiones millonarias. Volcó pues su ocupación en comprar y vender solares, sin abandonar la edificación y urbanización de nuevos barrios, aprovechando los disparatados precios que las viviendas habían alcanzado. En un tiempo récord, Sendra hizo muchísimo dinero negro en transacciones especulativas, dinero que puso a su propio nombre y a buen recaudo en el banco de un paraíso fiscal cercano en el mapa, mas inalcanzable para las zarpas de la arruinada Hacienda española.

Cuando sobrevino la crisis, SENDRA INTERHOLDING se vio también muy afectada y despidió a casi todos sus trabajadores. Al final se declaró en quiebra, pero como el hábil accionista mayoritario no garantizaba ninguna de las operaciones societarias, pudo salirse de rositas con toda la facilidad del mundo. Hèctor siguió y sigue fumando Montecristos, conduciendo Mercedes, cuidando su cuerpo en un gimnasio de cinco estrellas, pagando mariscadas en efectivo, viviendo a tutiplén en su mansión situada en plena Sierra Calderona y haciendo esporádicos viajes a Montecarlo, en donde también dispone de un apartamento de lujo y un yate.

Este viernes, en una reunión con muchas langostas y unos cuantos alemanes, Hèctor ha apalabrado la venta de la vieja masía familiar, al norte de la ciudad. La finca, compuesta de una enorme casa rodeada de algunas hanegadas de naranjales actualmente abandonados por su mísero rendimiento económico, la recibió en herencia de su padre, que a su vez la heredó del suyo y éste de anteriores generaciones. Los teutones, que quieren instalar allí un centro geriátrico de alto standing, le han prometido un buen pellizco de millones, más de la mitad de los cuales irán a parar a la cuenta opaca del banco monegasco con el que opera.

Al regresar a casa, Celia, su mujer, ha salido a su encuentro con una amplia sonrisa y le ha dicho que tiene una sorpresa para él. En el salón hay una gran caja que entregó una conocida empresa de mensajería. Hèctor inspecciona la etiqueta. Así como todos sus datos son correctos, no se muestra el nombre del remitente. Toma unas tijeras y comienza a desgarrar el cartón. Aparece entonces una flamante bicicleta, una espectacular máquina de devorar kilómetros con un cuerpo de carbono que quita el sentido. Aunque a Hèctor siempre le encantó, han pasado más de quince años desde la última vez que rodara por ahí. Conserva una buena forma gracias al spinning; este regalo de quién sabe qué agradecido amigo le dará la oportunidad mañana mismo de ponerse a prueba en la carretera.

Sábado por la mañana. Ha salido un día estupendo. Hèctor ha madrugado. Apenas ha podido pegar ojo, diseñando la ruta que va a seguir. Completamente equipado se sube a la bicicleta y, tras despedirse de su esposa e hija que miran a través de la ventana, la deja rodar cuesta abajo. Después de saludar al guarda, franquea el puesto de vigilancia de la urbanización y comienza a pedalear. Su intención es continuar por calzadas locales poco transitadas y subir al Norte hasta Nàquera para luego atravesar Serra y llegar a Torres-Torres, bajando por la antigua carretera nacional hasta Puçol y regresar a casa. Una etapa dura al principio, cómoda al final.

No obstante, cuando lleva solo unos cientos de metros circulando, Hèctor advierte que la bicicleta está tomando sus propias decisiones. Cuando quiere doblar a la derecha, la máquina no se lo permite, sigue moviéndose en línea recta, los pedales giran sin que él imprima ningún esfuerzo, las marchas cambian solas. Es una sensación extraña. Intenta detenerse para poder revisar el manillar y las  demás piezas, pero los frenos no responden. La bici continúa rodando a su albedrío y se dirige a toda pastilla hacia el Sur, camino de Valencia. Si bien el ciclista está atemorizado, no deja por ello de sentir extraordinaria curiosidad por el final de la intrigante aventura que está viviendo.

Otros fenómenos insólitos se suman al del velocípedo automotor; el paisaje, que conoce perfectamente, se modifica a medida que lo recorre: desaparecen construcciones que antes estaban allí, surgen campos y huertas sustituidas hace años por cemento y asfalto, los pueblos empequeñecen. Además, la gente que se cruza viste de forma cada vez más anticuada y la ropa empieza a quedarle grande, siente cómo su pelo ha crecido, que ha recuperado visión, en suma, experimenta un rejuvenecimiento progresivo al paso de los kilómetros. La bicicleta llega a las puertas del pueblo de Alboraya y tras recorrer un largo trecho por caminos rurales, se adentra en la masía familiar. Los árboles están en flor, la esencia del azahar es revitalizante, los campos están mejor cuidados que nunca, como antes de que muriese su iaio [1] Batiste. La casa se ve preciosa, da gusto contemplarla recién pintada de cal.

La bicicleta va aminorando la velocidad y se para justo al lado del porche, donde, en una mecedora, descansa Batiste mientras pela unas habas. A sus pies está Trueno, el viejo perro de la familia, que cuando le ve empieza a mover la cola. Hèctor desciende de la bici y con la voz atiplada de un niño de trece años pregunta “¿Iaio?”. Batiste gira la cabeza, sonríe y le dice “Xé, xiquet, ¿cóm vas vestit? Acosta’t açí un moment, rei [2]. El tiburón de los negocios, convertido en un chiquillo, se aproxima al anciano, le acaricia la cara y besa su mejilla. El abuelo, tal vez recordando que al ser su nuera aragonesa el chaval habla castellano en casa, cambia de lengua y le propone: “Ven conmigo, Hèctor”. Se levanta de la mecedora y le toma de la mano. Caminan juntos hacia el huerto de naranjos frente a la casa y cuando llegan, el patriarca se agacha y coge un montón de tierra en la mano. “¿La ves, Hèctor? Tócala, tócala, ésta es nuestra tierra. Cuando tu papá tenía tu edad le hice jurar que nunca dejaría de amarla, que siempre seguirá siendo nuestra. Ahora es tu turno, bésala y haz el mismo juramento que yo hice a mi iaio y tu padre me hizo a mí”. Hèctor Sendra, un cerebro cincuentón en un cuerpo púber, rememora ahora claramente aquel olvidado momento, la mañana en que besó la tierra y prometió al iaio querer, mantener y preservar los bienes de la familia. La lava de la emoción derrite su corazón de piedra y abrazándose a Batiste comienza a llorar a moco tendido, como un inocente niño de trece años.



[1] En castellano, abuelito.
[2] En castellano, “Ché, pequeño, ¿cómo vas vestido? Acércate aquí un momento, rey”

miércoles, 22 de mayo de 2013

La peste




Mi gran amigo Iván me lo confesó una noche de formidable borrachera:

-David, no te lo vas a creer, esto no se lo he comentado nunca a nadie, pero desde pequeño huelo los sentimientos de las personas. No tengo olfato para las cosas materiales, no noto el supuesto aroma de los perfumes, de los alimentos, de las flores, no advierto la fetidez que atribuyen a la basura y a las cosas desagradables, de nada que pueda verse o tocarse. Pero sé distinguir perfectamente el olor de la cobardía, del cariño, de la inseguridad, de cualquier emoción que el ser humano que tenga delante pueda experimentar. Y te aseguro que es una terrible maldición, a medida que maduro se acentúa más y más. Ahora mismo percibo el hedor de tus dudas, quieres creer lo que te estoy diciendo pero tu cerebro se resiste.

Me quedé de piedra. Acababa de leer mi mente, como había hecho antes en incontables ocasiones sin que yo hubiera sabido cómo. Tras procesar la información, entendí al instante por qué había estudiado Psicología y también por qué abandonó su consultorio después de solo unos pocos meses de ejercicio profesional. Comprendí que, aunque descifrase los sentimientos de sus pacientes y pudiera guiarles tal vez mejor que nadie en su alivio y curación, debía ser espantoso enfrentarse continuamente a la pestilencia de odios, celos, tristezas, envidias, frustraciones, miedos, de cualquier tipo de trauma, fobia o manía que todas y cada una de las personas almacenamos en nuestro interior.

David me aseguró que sus fragancias preferidas eran las del amor, la amistad y la confianza, pero que cada vez era más insoportable el tufo que tenía que respirar. La tensión estaba a flor de piel en cada ciudadano, la podredumbre reinaba sobre cualquier otra cosa, no podía aguantar más. Había decidido irse a vivir a un alejado pueblecito del interior con apenas una treintena de ancianos habitantes. Allí, pensaba, el aire sería más limpio.

Esta mañana me ha llamado el padre de Iván para comunicarme  que ayer, cerca de la aldea, encontraron su cuerpo sin vida suspendido de un árbol. Con voz sollozante me ha dicho que llevaba en su bolsillo una nota en la que había escrito: “Decidle a David que ahí donde haya una persona, ahí está la peste”.


sábado, 11 de mayo de 2013

Un negro para Ana






Hace unas noches soñé que era invierno y paseaba por la solitaria playa de La Malvarrosa. Tropecé entonces con una botella de cristal verde oscuro que las olas habían arrojado a la orilla. Me fijé que estaba bien lacrada, por lo que procedí a romperla contra una piedra, extrayendo una cápsula hermética de plástico que contenía. En el interior de esa vaina transparente, que destapé sin mayor dificultad, se alojaba un billete de un millón de euros. Sé que en realidad no existe ningún billete de semejante calibre, pero el protagonista de mi sueño (es decir, yo), aunque nunca antes se topó con esa clase de documento, no albergaba ninguna sospecha sobre su validez legal y monetaria. Recuerdo que lo que más reclamó mi atención fue que el papel estuviese tintado de color negro. En ese momento me asaltaron algunas reflexiones.

Lo primero que consideré es que en cuestión de cuartos casi todo el mundo es envidiablemente tolerante, y no lo digo solo por el color de la moneda, también por su procedencia. Hay personas racistas y xenófobas que preferirán sin duda el dinero negro y fácil, no importa de dónde se salga o, mejor dicho, a costa de quién se obtenga. También pensé que casi todas las personas (creyentes, escépticas, incluso ateas) se ponen tácitamente de acuerdo en adorar el dinero como a un dios todopoderoso. Si bien al principio relacioné el origen de los apocalípticos mensajes que proclaman muchas doctrinas con un ente infernal, que no podría ser otro que el maldito parné, luego deduje que era imposible, pues la mayoría de las jerarquías religiosas se muestran más interesadas en acumular riquezas que en repartirlas, contrariamente a las prédicas de todos los libros sagrados, habidos y por haber. Y solo una especie de teoría del caos podría explicar, intuyo que de forma torticera, que el bien y el mal son la misma cosa.

Por último, me di cuenta de que debe haber un incontable número de individuos que matarían por uno de esos billetes. Con independencia del patrimonio, las necesidades o convicciones que tengan, siempre habrá un colosal ejército de prójimos que inmolarían a otros seres humanos a cambio de ese montón de pasta. Fue entonces cuando lo escondí en mi bolsillo y emprendí el regreso a casa.

Una vez allí, extraje de nuevo el pedazo de papel y analizándolo con más rigor, pude apreciar que al dorso, en su borde inferior, llevaba escrita también en tinta negra una nota de caracteres casi microscópicos. Solo mediante la ayuda de una lupa pude descifrar la inscripción:
Ana – Calle Arbergina 15-3”

Desconocía esa dirección, de entrada pensé que el domicilio correspondía a otra ciudad. Pero mi efervescente curiosidad me conminó a seguir investigando, por lo que eché mano de una guía y pude comprobar, no sin sorpresa y aceleración de mi ritmo cardíaco, que la calle existía. Estaba ubicada al norte, en un barrio de mala reputación enclavado en un gran suburbio de la periferia.

Como vivía un sueño, me transporté al instante a ese barrio. Tras preguntar a varios vecinos, la mayoría jóvenes desempleados con semblante poco amigable, jubilados canijos e inmigrantes con y sin papeles asimismo desocupados, localicé pronto la calle. Mientras me dirigía al edificio número 15 pasé por delante de una peluquería, un kiosco y un bar. Sus cristaleras lucían un póster con el retrato de una niña de unos ocho o nueve años. “Ayuda a Ana”, rezaba, “Colabora para salvar su vida. Necesitamos un millón de euros”. Antes de proseguir mi marcha entré en el bar, un chiringuito sucio y cochambroso curiosamente rotulado como “El Palacio del Colesterol”. Pedí un café y pregunté al amable barman colombiano por Ana. Me comentó que era una vecinita que sufría una rara pero terrible enfermedad; su familia necesitaba con urgencia el dinero para llevarla a Alemania, donde en un célebre hospital podrían someterla a un costoso tratamiento, el único en el mundo que se había revelado efectivo. El hombre me informó que el barrio se había volcado con ella, que incluso los más desfavorecidos, personas que vivían en la calle de limosnas, habían cooperado. Pero era muchísimo dinero, muy difícil de reunir y todas las autoridades se habían desentendido del asunto. Pagué, me despedí y reanudé mi marcha.

Cuando llegué al número 15 percibí que en la fachada, a cada lado del portal, que permanecía abierto, estaban pegados los mismos pósters. Me introduje en el patio y vi a la izquierda una mesa rescatada de la basura, sobre la que reposaba una sencilla caja de cartón, con una ranura en su parte superior, donde se leía: “Introduzca aquí su aportación. Gracias”. En eso, un hombre entró y me dijo: “¿Quiere ver a Ana?  Suba, suba, soy Mauricio, su padre”. Me quedé perplejo por la invitación, esa gente no me conocía de nada y sin embargo me invitaba a su casa. Se me antojaba descortés rehusar el ofrecimiento y, además, sentía inquietud por ver a la pequeña, así que seguí los pasos de Mauricio. La puerta número 3, en el primer piso, estaba también abierta de par en par. Parecía que allí todo el mundo era bienvenido. Atravesando el salón, en el que varias mujeres platicaban con la madre, el papá de Ana me condujo a su habitación. La niña, con rostro macilento y el brazo encadenado a un gotero, reposaba en su cama respirando el oxígeno que le proporcionaba una bombona del mismo color que la botella escupida por el mar. A su lado, una amiguita le leía un cuento. “Cariño ¡Mira quién ha venido a verte!”, le anunció Mauricio. Ana me miró y, con la voz rota y mucho esfuerzo, me dijo sonriendo: “¡Rafa, eres tú, te he estado esperando!”. La conmoción que me causó su recibimiento fue tremenda. Solo pude reprimir el llanto mordiéndome la lengua y los labios, conteniendo la respiración, pellizcándome los brazos. Cuando recobré un ápice de serenidad, me acerqué a su cabecera y tras besar su frente, le susurré: “Ana, pronto estarás bien, te lo prometo.


viernes, 3 de mayo de 2013

El fin de la humanidad





Cuando la Gran Guerra Terminal concluyó con la destrucción del planeta, solo quedaron dos hombres vivos que habían sido enemigos desde niños. Uno de ellos pensó que tal vez convendría olvidar el pasado, enterrar viejos agravios e iniciar una relación nueva, colaborando primero en conservar la vida y después en localizar a otros supervivientes. Mientras se consagraba a dicha reflexión, el otro individuo le partió la cabeza con una piedra.


jueves, 2 de mayo de 2013

Ese trasto inmundo






Ese puñetero despertador no tiene ni alma ni sentimientos ni conciencia. Estoy convencido de que el endemoniado artefacto, inventado en Estados Unidos en 1787 por un relojero malnacido, fue patrocinado por los amos de esclavos, los detestables negreros explotadores de cuerpos y de vidas. Ese trasto inmundo, especializado en pulverizar nuestros mejores sueños, debería recordarnos cada mañana de mierda que no nos pertenecemos, que si no reaccionamos estamos condenados a ser eternos prisioneros de un sistema injusto. A permanecer cautivos en una perversa organización que, desde que irrumpes con tu primer llanto, te programa para que te creas (incluso para que te sientas) libre. Porque, si rascas un poco, descubres enseguida que solo eres un número más en una estructura inhumana, que solo representas una desdeñable insignificancia y además vegetas en el peldaño inferior, debajo del cual ya únicamente se oculta el otro infierno, el infierno hipotético. Lo que no comprendo es que a ese maldito artilugio, que parece que disfrute jodiéndonos los mejores sueños cada mañana de mierda, le denominen despertador. En torno a mi solo alcanzo a contemplar prójimos durmientes.



martes, 30 de abril de 2013

Krenz informa




Krenz es mi mejor amigo y vive en un pequeño y lejano país al que llamaremos W, un lugar cuya actualidad, sembrada de insignificancias y miserias, ignoran por sistema todos los noticieros. Krenz no es, ni mucho menos, su verdadero nombre o apellido; tampoco revelaré cómo nos conocimos ni cuál es su profesión, para evitar someterle a cualquier tipo de riesgo o peligro. No obstante les aseguro que lo que narraré a continuación me sucedió hace dos semanas y hasta donde yo sé es rigurosamente cierto.

Tal y como acostumbramos a hacer cada seis meses, nos reunimos en un punto intermedio del mapa para disfrutar en familia un divertido weekend. Nuestras esposas e hijos siempre se han entendido a las mil maravillas y pasan excelentes ratos juntos. Mientras ellos se refrescaban en la piscina del hotel, aprovechamos para compartir unas cervezas en la terraza. Fue entonces cuando Krenz, con semblante preocupado, comenzó a contarme algo que le había ocurrido desde nuestro anterior encuentro, algo muy serio que todavía no conocía nadie pero precisaba relatarme y además, en persona.

Me veo ahora en la necesidad de puntualizar que conozco a Krenz desde hace veinte años. Aunque es un hombre equilibrado y sensato en el que confío plenamente, me he tomado la molestia de confirmar que los hechos que me desveló (al menos los pocos que en estos momentos permiten su comprobación) son verídicos.

Me contó que un día, hace cuatro meses, estando en el despacho telefoneó a casa para hablar con su mujer y se sorprendió al contestar él mismo, con voz deprimida. Tras varios minutos de conversación surrealista entre sus dos yos, concluyeron que el Krenz de la oficina llamaba desde el año 2012 y el Krenz del hogar contestaba en el año 2018. A partir de ese momento, la charla tomó otros derroteros y se fue alargando. El Krenz actual preguntó por el ulterior estado de sus parientes y amigos pero el Krenz futuro no quiso entrar en grandes detalles, si bien le informó que uno de sus hijos, sin precisar cuál, había muerto recientemente a consecuencia de las políticas puestas en práctica por el nuevo gobierno del partido A (W es un país en el que el 80% de los votos se los reparten los partidos A y B). Tras las últimas elecciones, el partido A, liderado por un voceras llamado X, especialista en cambiar falsas promesas por votos, desbancó al B del Gobierno y emprendió una interminable serie de medidas impopulares, antisociales, autoritarias, inhumanas, plutócratas. Una de tantas fue privar a toda la población del derecho a la sanidad pública y gratuita. Su hijo tuvo la desdicha de contraer una terrible enfermedad, cuyo costosísimo tratamiento Krenz, sin recursos después de haber sido despedido por su empresa, no pudo afrontar. Finalmente el chico falleció. El Krenz del futuro instó entonces al Krenz del presente que asesinase a X. Eso tal vez no impediría que el partido A triunfase de todas formas y aprobase después las mismas leyes, sin embargo, habría en el mundo un embustero menos, un tipo cruel y sin escrúpulos que de seguir existiendo sería uno de los responsables, más bien El Responsable, de la muerte de su hijo y a saber de cuántos ciudadanos más. El Krenz del presente se convenció fácilmente de que debía intentarlo, ya se sabe que cuando la vida de un hijo está en juego no te paras a pensar en nada. Comprendió que es más fácil cargarse a un simple politiquillo, como era X en ese momento, que a un candidato o a un Presidente con toda su parafernalia de seguridad y guardaespaldas. Maquinó durante días y hasta el último detalle el atentado, que perpetró eficazmente, sin dejar un solo rastro. X desapareció del mapa, se multiplicó por cero. Es simple pasto para peces en el fondo de un embalse.

Pero más tarde, hace alrededor de un mes, Krenz recibió una llamada de su casa. Era el Krenz del futuro para informarle que, gracias a su audaz acción, ahora seguía gobernando el partido B. Lamentablemente el nuevo gabinete había adoptado medidas similares por no decir peores que las promovidas por el partido A de haber ganado las elecciones. Ahora no solo su hijo estaba muerto, su mujer agonizaba a la espera de una vacuna que Krenz tampoco podía pagar. Tendría que acabar también con Y, el  Presidente entrante.


lunes, 29 de abril de 2013

O sí




Si la infiel mujer, entregada sin pudor aparente al sexo con amantes casuales como consecuencia de una permanente insatisfacción conyugal, hubiera siquiera intuido que era en realidad su marido quien clandestinamente y por distintos medios le procuraba esos lascivos encuentros, tal vez no habría sufrido el peso de la culpa sobre su conciencia y, quizá, no habría acabado suicidándose (o sí).



domingo, 28 de abril de 2013

Víctimas



-  ¡Alto ahí!  Dame inmediatamente toda la pasta que lleves encima.


     -   ¿Cómo? ¡De eso nada! Si quiere mi dinero habrá de matarme.

     -   Pero hombre, ¿quién te ha dicho que yo quiera matarte?

    -     Para quitarme el dinero antes tendrá usted que usar esa pistola.

    -     Vale, de acuerdo. A ver, convénceme de que no debo hacerlo.

    -     Tengo mujer y dos hijos.

    -     Yo parienta, tres críos y un periquito.

      -     Estoy desde hace dos años en el paro, antes trabajaba de contable en una empresa que se trasladó a Marruecos.

   -     Joder, ¡qué casualidad! Hace más de tres años que no tengo curro; yo era albañil.

  Si no consigo por lo menos cuatro mil euros en el plazo de una semana, nos desahuciarán. ¡Malditos bancos!

   ¡Hijos de puta! ¡Me cago en ellos! A nosotros ya nos tiraron a la calle hace seis meses; ahora vivimos en una caravana robada.

    -   Mi madre está muy enferma. No puedo comprar los medicamentos que necesita y que ya no proporciona la Seguridad Social.

   ¡Qué me vas tú a contar! Tengo un crío medio ciego, no me dan ninguna ayuda y estamos dos años en lista de espera. ¡Políticos de mierda!

   -  Sí, tiene usted toda la razón, ¡vaya gobernantes inútiles y vendidos! A veces me entran unas insoportables ganas de suicidarme y mandarlo todo al carajo.

   Bueno, oye, por favor, tranquilízate, mejor que no sigas. ¿No tendrás un par de euros?, así nos hacemos unas cañitas y seguimos hablando.

     -    Hombre, si solo son dos euros y deja de apuntarme con esa arma…

    -     Pero bueno, ¿no te has dado cuenta? ¡Si solo es una pistola de juguete que encontré en un contenedor! Lo siento, perdona, es que estoy desesperado ¿sabes? Me llamo Paco.

  De acuerdo, encantado, Paco. Le comprendo, pero entienda que me ha dado un susto. Mi nombre es Eduardo.

   -   Disculpa otra vez, Eduardo, mucho gusto. Y háblame de tú, colega. Mira, yo pago la segunda ronda. Oye, ¿sabes que le tengo echado el ojo a otra caravana? He pensado que luego te daré mis señas, por si al final os desahucian ¿qué te parece?

Y los hombres se encaminaron hablando amigablemente hacia el bar más cercano.


martes, 23 de abril de 2013

Lágrimas colaterales




El pequeño Abdul subió corriendo a la segunda planta, donde antes había estado el apartamento familiar, incumpliendo las desesperadas órdenes de su madre. Entre cascotes y escombros penetró en la maltrecha vivienda con la intención de recuperar aquel muñeco viejo que tanto adoraba. Pero cuando abrió la puerta de su dormitorio descubrió que ni había armario ni quedaba pared: en su lugar aparecía un sorprendente mirador, desde el que en primer término solo se vislumbraba muerte, devastación y miseria; al fondo, cual broma pesada o presagio inimaginable, un espléndido arco iris. El niño se dejó caer de bruces y rompió a llorar amargamente.


Canallada útil




A ese insigne político europeo de labia fácil y afición a los improperios con vocación de gobernante, que pretendía erradicar fulminantemente la inmigración de baja estofa, le gastaron una solemne putada, o por mejor decir, le dieron su justo merecido cuando, una noche y por medios desconocidos, unos sujetos anónimos le narcotizaron y lo trasladaron a una región del África subsahariana con la que no existían relaciones diplomáticas y se encontraba en guerra con sus vecinos.


Cuando el hombre despertó al amanecer, se encontró solo y sin recursos en medio de un barrio mísero de una ciudad y un país desconocidos, en el que la gente no hablaba su idioma y además le miraba como a un bicho raro. Le habían dejado allí sin documentación y era incapaz de hacerse entender con los nativos. Lo intentó con unos policías que le salieron al paso; pero cuando éstos se percataron de que carecía de papeles, le llevaron a la comisaría y después de interrogarlo con violencia, le sustrajeron el reloj y el anillo de oro y lo echaron de allí. Durante semanas deambuló alrededor del lugar donde diariamente se celebraba un mercado de alimentos, peleando con otros desahuciados por conseguir los desperdicios de los vendedores al final de su jornada. Comía pues lo que podía y dormía donde le dejaban, ya que la cantidad de indigentes era impresionante. Enfermó, probablemente a causa del consumo de alimentos crudos y en mal estado, y quedó literalmente tirado en la calle hasta que una familia se apiadó de él y lo acogió en su hogar, si así se puede denominar a aquella chabola sucia y maloliente. La mujer, una negraza oronda, culpable con la complicidad de un chatarrero borrachín de la existencia de cuatro niños y dos niñas, cuidó como mejor supo del hombre blanco hasta su recuperación. Fue entonces cuando el político, al que hasta hacía poco se le erizaba el vello cuando oía hablar de la redistribución de la riqueza, empezó a considerar el verdadero valor de compartir la miseria.


Nadie sabe cómo, pero la noticia de su secuestro y perentoria situación llegó meses después al máximo responsable del Gobierno de su país, rival directo en su carrera al Palacio Presidencial, quien puso inmediatamente en marcha toda la maquinaria jurídica y diplomática a su alcance para, a través de ministros de terceros estados, lograr la urgente repatriación del candidato. Éste, de vuelta en casa, decidió abandonar la política y nunca después se supo más de él.


viernes, 19 de abril de 2013

Un espíritu rebelde




Ha tenido multitud de nombres pero carece de uno concreto. Los milenarios maestros re-encarnadores saben de su incontenible propensión a morir pronto para nacer inmediatamente en el cuerpo de un nuevo prójimo. Aunque esos veteranos artesanos del reciclaje han probado a enviarlo atrás y adelante en el tiempo, el colega no tiene remedio. Es un alma inquieta, un culo de mal asiento, un picaflor, como diría un amigo mío. Desconocen si es que se ha enviciado hasta la adicción con la placentera sensación de la muerte o si lo que desea es establecer un récord inalcanzable, probar constantemente inéditas emociones o no perderse ni un ápice de lo que aconteció, acontece y acontecerá en el mundo material. Siempre crece rápido y muere joven; en sus planes no entra para nada madurar, envejecer y expirar en la cama de un frío hospital. Es un espíritu rebelde que cuando vive lo hace a tope, contrayendo los máximos riesgos, caminando de puntillas y sin red sobre el delgado alambre de la autodestrucción. Un alambre que invariablemente se acaba rompiendo. Y entonces el espíritu, otra vez, renace.


jueves, 18 de abril de 2013

El tío Ceba




Enjuto, alto y calvo, con un amable rostro, su piel está más que tostada por el sol mediterráneo. Sigue vistiendo a la vieja costumbre de la huerta, con blusón, faja y alpargatas de careta. Sus amigos dicen que hace las mejores paellas a leña de los alrededores y alaban sus habilidades en el truc y el dominó, que gusta jugar a diario en el Bar de la Sociedad Musical. Su nombre es Ramón Casanova, pero casi todos le llaman Ramonet o Tío “Ceba”. Tiene setenta y cinco años y es de los últimos labradores de Benimaclet, un popular y entrañable barrio al norte de Valencia, arrabal de origen musulmán y municipio independiente hasta finales del siglo XIX, cuando la capital lo engulló con sus administrativas fauces.

El sobrenombre de “Ceba” (pronunciado seba, cebolla en lengua valenciana) es por el que siempre se ha conocido a la familia Casanova en el pueblo. De pequeño era “Cebateta”, hijo de “Cebeta” y nieto del Tío “Ceba”. A fuerza y medida de los inevitables mutis generacionales, Ramonet fue ascendiendo en la escala onomástica. Hace muchos años a su abuelo, que en algún momento llegó a ser teniente-alcalde pedáneo, el cura de Benimaclet le aseguró que en los libros parroquiales más antiguos, datados en los años 1600, ya había anotaciones de bodas, bautizos y entierros de sus antepasados.

La historia familiar cuenta que, como él, todos sus ascendientes por línea paterna nacieron y vivieron en la misma alquería que hasta ahora sigue habitando y cuidando: una barraca humilde, a cuyo lado continúa creciendo un monumental olivo milenario, rodeada por una amplia huerta que es también de su propiedad.

Ramonet Casanova contrajo nupcias a principio de los sesenta con Amparito Forment “Pollereta” (pollerita), apodada así por ser hija de un criador de aves local. En los primeros años de matrimonio Amparito sufrió una grave afección que la condenó a una esterilidad permanente. Desde que la “Pollereta” muriese, hace ya diez años, el perrillo Miliki es  la única compañía de Ramón Casanova, último eslabón de la dinastía “Ceba” de Benimaclet.

Ramonet, además de con las paellas, el truc y el dominó, siempre ha disfrutado dedicándose en cuerpo y alma a sus fértiles tierras, admiración de los agricultores vecinos. Pero también  ha sufrido la creciente amenaza del urbanismo devorador, que acerca cada vez más los descomunales edificios y las amplias avenidas a su paraíso particular. En plena burbuja inmobiliaria declinó reiteradas y sensacionales ofertas por su propiedad. Presumidos y prepotentes constructores, adictos a los habanos y los descapotables, más que bien relacionados con el consistorio público, le presionaron durante meses hasta acabar todos convencidos de que el viejo “Ceba” está completamente majareta. Aquellos mercaderes del ladrillo, convencidos de que todo en esta vida, incluso los principios, se puede comprar o vender, por más empeño que pongan jamás comprenderán que para ese hombre sin responsabilidades familiares, su patrimonio, lo único que le hace feliz y da sentido a su vida, tiene el máximo valor pero ningún precio.

Pero hace unas semanas Don Ramón Casanova Seguí recibió una notificación oficial a tenor de la cual su parcela y el contenido de la misma quedaban expropiados con la finalidad de construir otro Centro Comercial, uno más. Se le advertía también que la acequia que suministra el agua a sus campos quedará cegada hoy viernes a las ocho de la mañana y que en determinada fecha del mes próximo habrá de franquear la entrada a las primeras máquinas excavadoras.

Son las siete y empieza a clarear. Portando un fardo en una mano y una caja de fruta en la otra, el Tío “Ceba” sale de la barraca y se dirige al olivo, a cuyos pies hay excavado un pequeño foso. En él deposita el bulto, o lo que es lo mismo, los restos de Miliki, al que acaba de degollar sin poder contener las lágrimas. Cubre y alisa la superficie de la pequeña tumba con unos puñados de tierra y del cajón extrae una soga que lanza al aire y hace pasar a través de una gruesa rama. Se sube al cajón y anuda firmemente la cuerda en su cuello. Después, al tiempo que deja caer la base le propina una patada, alejándola unos metros. El cuerpo se balancea durante unos instantes y luego ya solo se oyen los cantos de los pájaros.

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P.S. Lo que ya nunca sabrá el bueno de Ramonet es que el pueblo se movilizó en masa tras su muerte para detener aquellas obras. Los tribunales reconocieron que el olivo milenario no se debía cortar, arrancar ni trasplantar, sino antes bien conservarlo siempre cuidado, en el mismo emplazamiento. Ahora, en la antigua alquería se levanta el Parque del Tío “Ceba”, con una estatua del hombre y su perro a la sombra del viejo árbol.


miércoles, 17 de abril de 2013

La teletienda



(Imaginemos una rubia despampanante con  minifalda y escote de infarto agudo de miocardio, junto a un presentador maduro pero delgado, alto y apuesto, que peina canas y se exhibe más elegante que George Clooney en un anuncio de Nespresso. Ambos lucen sonrisas de oreja a oreja y van turnando sus entusiastas comentarios, al tiempo que se proyectan imágenes fijas y móviles del producto; asimismo se intercalan filmaciones de personas anónimas mientras leen el periódico, ven los telediarios u observan situaciones de alto dramatismo, como por ejemplo que se incendia su propia casa, siempre con expresión sonriente rayana en la estupidez más extrema, también inconcebibles testimonios de individuos con aspecto entre zombie y extraterrestre).

ZYTE, DE FELIZYTEITOR
La pulsera electromagnética que le proporcionará el equilibrio y la felicidad



¿Han deseado ustedes alguna vez conseguir la flema británica, la relajación oriental y el meninfotisme[1] valenciano? Seguro que la respuesta es sí.

Pues aquí tenemos el placer de presentarles el producto definitivo para conseguir el estado ideal de cualquier persona: ZYTE, de FELIZYTEITOR, una pulsera electromagnética de última generación, diseñada por ingenieros de la NASA y fabricada en Nueva Zelanda con la tecnología más avanzada a partir de rodio, tolueno, polvo de cuerno de rinoceronte blanco de Zimbabue y esencia de horchata de chufa con denominación de origen Alboraya, acabada en un lujoso baño dorado de 24 quilates.

Impulsada por la energía que le suministra una nano-batería incrustada en su armazón, auto-recargable a través de un generador catalotermoiónico que no habrá de sustituir jamás, el ZYTE de FELIZYTEITOR le procurará eterna felicidad y completa ausencia de malestares y desasosiegos, sin importar cuáles sean su edad, sexo, raza, estado civil y tampoco sus circunstancias personales y profesionales.

ZYTE, de FELIZYTEITOR, emite unas ondas invisibles e intangibles que envuelven su cuerpo e invaden sus sentidos con un aura especial, eliminando de raíz los sentimientos negativos y reforzando su actitud positiva ante sí mismo, los demás y la sociedad.

¿Discusiones familiares, con vecinos, compañeros del trabajo? ¿Su pareja le engaña, el jefe le fastidia, explota y minusvalora, su vecino le tortura aporreando un piano a deshoras? ¿Se le estropeó el coche y tiene que desplazarse en bicicleta, se suicidó su mascota, siente una permanente insatisfacción sexual, se le inundó el sótano? ¿Dejó de fumar y tiene un humor de perros, los niños se vuelven rebeldes y le dan al botellón, le diagnostican una enfermedad incurable, un camión atropelló a su bisabuela? ¡Tonterías! Todo eso le parecerán auténticas nimiedades una vez acomode en su muñeca la pulsera ZYTE de FELIZYTEITOR. El asombroso poder narcotizante del tolueno disipará todas esas contrariedades y volverá usted a ser la persona feliz a la que todo el mundo adora.

¡Tampoco se inquiete ya nunca más por incómodos temas políticos! Con ZYTE, de FELIZYTEITOR, le garantizamos que olvidará cualquier polémica sobre estafas electorales, corrupción, malversaciones de fondos, sobornos, tráfico de influencias, robo de dinero público, evasión de capitales y fraude fiscal. ¿Y por qué no mencionar los salvajes recortes de los gobiernos en educación, sanidad e investigación? Ninguno de ellos  volverá a ser su problema, porque el polvo de cuerno de rinoceronte blanco de Zimbabue que contiene esta extraordinaria joya se ha comprobado científicamente que neutraliza en un 97,5% de los casos ese tipo de inútiles preocupaciones.

¿Y qué me dice usted de los quebraderos de cabeza que a veces suscitan esos superficiales inconvenientes económicos que a todos nos incordian y molestan tanto? Esa vivienda que no puede comprar, ese préstamo que no puede pagar, ese trabajo que no encuentra tras años en el paro, la subida de las facturas de la luz, el agua, el gas, los incrementos de precios de los transportes, de la gasolina, de las matrículas universitarias, los desproporcionados aumentos de impuestos y tasas en general para pagar el rescate bancario, las obras megalómanas y los aeropuertos sin aviones, la eliminación de los subsidios y las ayudas, la congelación y suspensión de nóminas, etc. ¡Hágase un favor y olvide ya todo eso! Deje de pensar en negativo y concéntrese en la marcha de la Liga y de la Champions, del Mundial de Fórmula I, en el desarrollo de la nueva temporada de Gran Hermano-24 horas, siga los mejores culebrones y reality shows… Porque además de sus maravillosos efectos, testados por laboratorios suizos del mayor prestigio, si usted adquiere ahora una pulsera ZYTE de FELIZYTEITOR  ¡le regalamos la suscripción por un mes a Canal Imaplus Digital!

¿Qué le parece esta oferta? ¿Increíble, no? Pues eso no es todo: si es usted una de los tres primeros millones de personas en reservar este fantástico artículo le regalaremos, en DVD o Blu Ray, los mejores conciertos de Isabel Pantoja y dos discos en alta definición de los partidos que dieron a La Roja los Campeonatos Mundial y Europeo de fútbol, con entrevistas a sus protagonistas. Además, si usted es empleado público o funcionario y nos lo acredita, añadiremos a estos fabulosos regalos la colección completa de los discursos navideños del Rey.

La exclusiva pulsera ZYTE, de FELIZYTEITOR, está valorada en 950 euros, pero el Gobierno, velando por el bienestar y satisfacción del pueblo, desea que ningún español sin excepción se vea forzado a prescindir de las admirables propiedades de este excelente producto. Es por eso que ha subvencionado su compra y el precio final, impuestos y gastos de envío incluidos, es nada menos que de   ¡15 EUROS por pulsera!

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[1] Meninfotisme es la forma valenciana de dar a entender la actitud indiferente y sadomasoquista de una persona ante cualquier cuestión, aunque ésta le afecte gravemente. Es una característica propia de gran parte del  pueblo valenciano.