Hace unas noches soñé que era
invierno y paseaba por la solitaria playa de La Malvarrosa. Tropecé entonces con
una botella de cristal verde oscuro que las olas habían arrojado a la orilla.
Me fijé que estaba bien lacrada, por lo que procedí a romperla contra una
piedra, extrayendo una cápsula hermética de plástico que contenía. En el interior
de esa vaina transparente, que destapé sin mayor dificultad, se alojaba un
billete de un millón de euros. Sé que en realidad no existe ningún billete de semejante
calibre, pero el protagonista de mi sueño (es decir, yo), aunque nunca antes se
topó con esa clase de documento, no albergaba ninguna sospecha sobre su validez
legal y monetaria. Recuerdo que lo que más reclamó mi atención fue que el papel
estuviese tintado de color negro. En ese momento me asaltaron algunas reflexiones.
Lo primero que consideré es que en
cuestión de cuartos casi todo el mundo es envidiablemente tolerante, y no lo
digo solo por el color de la moneda, también por su procedencia. Hay personas
racistas y xenófobas que preferirán sin duda el dinero negro y fácil, no
importa de dónde se salga o, mejor dicho, a costa de quién se obtenga. También pensé
que casi todas las personas (creyentes, escépticas, incluso ateas) se ponen
tácitamente de acuerdo en adorar el dinero como a un dios todopoderoso. Si bien
al principio relacioné el origen de los apocalípticos mensajes que proclaman
muchas doctrinas con un ente infernal, que no podría ser otro que el maldito
parné, luego deduje que era imposible, pues la mayoría de las jerarquías
religiosas se muestran más interesadas en acumular riquezas que en repartirlas,
contrariamente a las prédicas de todos los libros sagrados, habidos y por haber.
Y solo una especie de teoría del caos podría explicar, intuyo que de forma torticera,
que el bien y el mal son la misma cosa.
Por último, me di cuenta de que debe
haber un incontable número de individuos que matarían por uno de esos billetes.
Con independencia del patrimonio, las necesidades o convicciones que tengan,
siempre habrá un colosal ejército de prójimos que inmolarían a otros seres
humanos a cambio de ese montón de pasta. Fue entonces cuando lo escondí en mi bolsillo
y emprendí el regreso a casa.
Una vez allí, extraje de nuevo el
pedazo de papel y analizándolo con más rigor, pude apreciar que al dorso, en su
borde inferior, llevaba escrita también en tinta negra una nota de caracteres
casi microscópicos. Solo mediante la ayuda de una lupa pude descifrar la
inscripción:
“Ana – Calle Arbergina 15-3”
Desconocía esa dirección, de
entrada pensé que el domicilio correspondía a otra ciudad. Pero mi efervescente
curiosidad me conminó a seguir investigando, por lo que eché mano de una guía y
pude comprobar, no sin sorpresa y aceleración de mi ritmo cardíaco, que la
calle existía. Estaba ubicada al norte, en un barrio de mala reputación
enclavado en un gran suburbio de la periferia.
Como vivía un sueño, me transporté al
instante a ese barrio. Tras preguntar a varios vecinos, la mayoría jóvenes
desempleados con semblante poco amigable, jubilados canijos e inmigrantes con y
sin papeles asimismo desocupados, localicé pronto la calle. Mientras me dirigía
al edificio número 15 pasé por delante de una peluquería, un kiosco y un bar.
Sus cristaleras lucían un póster con el retrato de una niña de unos ocho o
nueve años. “Ayuda a Ana”, rezaba, “Colabora para salvar su vida. Necesitamos
un millón de euros”. Antes de proseguir mi marcha entré en el bar, un
chiringuito sucio y cochambroso curiosamente rotulado como “El Palacio del
Colesterol”. Pedí un café y pregunté al amable barman colombiano por Ana. Me
comentó que era una vecinita que sufría una rara pero terrible enfermedad; su
familia necesitaba con urgencia el dinero para llevarla a Alemania, donde en un
célebre hospital podrían someterla a un costoso tratamiento, el único en el
mundo que se había revelado efectivo. El hombre me informó que el barrio se
había volcado con ella, que incluso los más desfavorecidos, personas que vivían
en la calle de limosnas, habían cooperado. Pero era muchísimo dinero, muy
difícil de reunir y todas las autoridades se habían desentendido del asunto. Pagué,
me despedí y reanudé mi marcha.
Cuando llegué al número 15 percibí
que en la fachada, a cada lado del portal, que permanecía abierto, estaban
pegados los mismos pósters. Me introduje en el patio y vi a la izquierda una mesa
rescatada de la basura, sobre la que reposaba una sencilla caja de cartón, con
una ranura en su parte superior, donde se leía: “Introduzca aquí su aportación. Gracias”. En eso, un hombre entró y
me dijo: “¿Quiere ver a Ana? Suba, suba, soy Mauricio, su padre”. Me
quedé perplejo por la invitación, esa gente no me conocía de nada y sin embargo
me invitaba a su casa. Se me antojaba descortés rehusar el ofrecimiento y,
además, sentía inquietud por ver a la pequeña, así que seguí los pasos de
Mauricio. La puerta número 3, en el primer piso, estaba también abierta de par
en par. Parecía que allí todo el mundo era bienvenido. Atravesando el salón, en
el que varias mujeres platicaban con la madre, el papá de Ana me condujo a su
habitación. La niña, con rostro macilento y el brazo encadenado a un gotero,
reposaba en su cama respirando el oxígeno que le proporcionaba una bombona del
mismo color que la botella escupida por el mar. A su lado, una amiguita le leía
un cuento. “Cariño ¡Mira quién ha venido
a verte!”, le anunció Mauricio. Ana me miró y, con la voz rota y mucho
esfuerzo, me dijo sonriendo: “¡Rafa, eres
tú, te he estado esperando!”. La conmoción que me causó su recibimiento fue
tremenda. Solo pude reprimir el llanto mordiéndome la lengua y los labios,
conteniendo la respiración, pellizcándome los brazos. Cuando recobré un ápice
de serenidad, me acerqué a su cabecera y tras besar su frente, le susurré: “Ana, pronto estarás bien, te lo prometo.”
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