El
dolor retuerce mis entrañas en este lecho de arena mientras vomito oscuros
borbotones de sangre y la muerte, cercana, me acecha. Son unos perturbados. Arrancado
de mi familia, me condujeron al macabro escenario donde ahora me mortifican con
sus brillantes armas. Ni los agrios quejidos ni la mirada suplicante han infundido
un ápice de compasión en tan hábiles y despiadados verdugos. Incapaz de
resistir un nuevo martirio, he caído finalmente de rodillas expresando una
rendición inequívoca. Aún así, entre los
bárbaros hay quien con aspecto todavía más desequilibrado y detrás de un humeante
habano, clama desde el tendido: “¡Descabello!”
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miércoles, 3 de julio de 2013
sábado, 23 de marzo de 2013
El poder de su mirada
Torero y
astado estaban bordando un lance de los que hacen época, una exhibición
antológica cuya crónica merecía enmarcarse en oro para leer y releer hasta la
extenuación. Joselete, que caló la raza y bravura de su oponente
desde el primer instante, ya había prevenido al picador que abreviara el
castigo de su puyazo para ofrecer a la res la posibilidad de conservar sobrada
energía en los tercios siguientes.
En las
gradas, que eran una fiesta, el entregado público asistía boquiabierto a un
espectáculo sin parangón. Nadie sabía si admirar más la primorosa faena del
matador, que al son de los pasodobles y sirviéndose de las florituras justas hacía
con su muleta gala de una técnica superlativa, no por ello exenta de riesgo, o
el trapío, el arrojo y los redaños del audaz cornúpeta, que no rehusaba ni una
sola de las continuas citas y llamadas del diestro.
En esas
estábamos cuando, inesperadamente, Joselete
resbaló sobre un rastro de sangre fresca y vino a caer delante del bicho, que
frenó en seco su embestida y se plantó, bufando de dolor y apenas a unos
centímetros, cara a cara con él. Cara a cara verdugo y víctima. Cara a cara
vida y muerte. Sus miradas se cruzaron durante los segundos infinitos que
empleó la cuadrilla en llegar y hacer el quite de rigor, alejando a Aceituno de su maestro.
Ignoramos el
mensaje que los ojos del animal transmitieron al hombre en ese fugaz momento,
pero el hecho es que, una vez repuesto del trance y de vuelta del burladero, Joselete caminó muy lentamente hasta el
centro del ruedo envuelto en un silencio sepulcral. Una vez allí, se arrodilló
sobre la arena y juntando las palmas de sus manos, las elevó al cielo. Tras
erguirse de nuevo se cortó la coleta y desatendiendo la costumbre, que dicta
que esa petición deben hacerla los aficionados, solicitó al Presidente el
indulto del noble morlaco.
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