Vive un viejo en mi pueblo que se
llama Manuel y fotografía nubes. Hace años sus hijos le regalaron una cámara y
cada mañana, cada tarde, lo ves pasear por caminos y sendas recogiendo el
testimonio de esas lindas masas de sutil algodón. Hay quienes sostienen que en
ocasiones también le han oído gritar al firmamento.
Para Manuel un cielo raso o
completamente encapotado representa una maldición. Asimismo le disgusta el
viento, que aleja tan deprisa a sus vaporosos modelos. En casa tiene paredes
repletas de sus imágenes preferidas, que son decenas. Cuando le preguntan el por
qué de su afición, responde que cada nube lleva dentro el alma de alguien.
Entonces, señalando algunas de las fotos enmarcadas, comenta: “Mira, en este sencillo cúmulo reconozco a mi madre, en la parte izquierda de aquel estrato se ve el perfil de mi tío Agustín,
en ese nimbo viaja mi mujer, que me
está diciendo adiós, estos preciosos cirros
transportan a mis abuelos…”
La gente del pueblo murmura que sufre
demencia senil, aunque yo estoy convencido de que es precisamente el
envejecimiento lo que le ha dotado de una sensibilidad especial, de un enigmático
pero valioso don. Manuel me ha prestado un libro y me ha prometido que cuando sepa
distinguir las diversas clases de nubes me explicará cómo reconocer en ellas a
mis familiares y amigos. Estoy deseándolo, para encontrar a Marta y gritarle lo
que jamás me atreví a confesarle en vida, gritarle con todas mis fuerzas que la
amo.
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