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martes, 5 de mayo de 2015

El Cabanyal y los sentidos



Recorrer el Cabanyal, compuesto por una red de calles de un trazado más que moderno si consideramos su remoto origen, supone aceptar el reto de someterse a una experiencia sensorial extraordinaria.

Porque en este poblado huele, sobre todo, a ausencias. A ausencias cruciales, por cierto. Si agudizas tu olfato, más que el salitre proveniente del mar que le dio la vida acabarás respirando olvido, abandono, deserción…

También en este distrito puedes escuchar el penoso rumor de la derrota. De existir barrios triunfantes y barrios perdedores, el Cabanyal sería uno de estos últimos. Ya son veinticinco años de agotadora resistencia, de lucha desigual contra un poder aliado del capital y la burocracia que, como una metástasis, ha intentado destruir poco a poco sus órganos vitales, pasando las facturas más amargas.

Aquí puedes contemplar fantasmas sin demasiada dificultad. Porque es un camposanto de solares y casas muertas; otras agonizan, próximas al último estertor. Muchas calles, que se postulan para desiertos, solo registran un ánimo relativo a la salida de los colegios y los días de fiesta o mercado. Afinando la vista cualquier tarde de invierno, los espíritus de la gente que se rindió y acabó desahuciándose a sí misma son tan perceptibles como el aire de levante.

En el Cabanyal tampoco necesitas ser un consumado gourmet para paladear los efectos de la artera revancha urdida por los hijos putativos de Goliat. Al lado de éstos, aguardando en el banquillo su oportunidad, se frotan las manos las demoliciones programadas, los ladrillos y el cemento, el negocio fácil, las comisiones por cobrar. En suma, una codicia cruel e insaciable que no envejece, que tiene el tiempo de su parte.

Pero en este entrañable barrio no todo es triste, no todo es ruindad o ruina. Un sentimiento de humanidad rotura los corazones. Produce hondas caricias que estigmatizan tus recuerdos. Porque en el fondo de su tambaleante alma, en el Cabanyal aún resta la energía de viejos vecinos, comerciantes, cofrades, hosteleros y okupas unidos por un espacio, por un afecto. Ellos son los cimientos sobre los que se levantará un futuro incierto; amable o devastador, quién sabe. Los visitantes, tanto los que se acercan en verano a la arena para tostarse, como los domingueros adictos a la gastronomía autóctona y jóvenes perseguidores de diversiones nocturnas, constituyen una mera anécdota. Efímeros transeúntes, cuya fidelidad nunca estará garantizada.

        Si fuera posible, me gustaría viajar en una máquina del tiempo. Al menos una vez. Solo para tener la ocasión de preguntar a Blasco Ibáñez y a Sorolla qué es lo que sentían ellos cuando paseaban por el Cabanyal. Para conocer qué sensaciones les transmitían el poblado y sus habitantes. Y también para contarles, de paso, la historia de una infamia.