Mostrando entradas con la etiqueta Enfermedad. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Enfermedad. Mostrar todas las entradas

sábado, 5 de marzo de 2016

Suspicacias




El doctor asegura que recuperaré la memoria; dice que mi amnesia es consecuencia de la conmoción cerebral que sufrí, y que debo permanecer ingresado hasta que localicen a algún familiar. Pero yo no creo haber sufrido un percance, porque ni manifiesto otras secuelas ni me duele nada. Además, resulta francamente sospechosa la actitud de la enfermera, que ayer, mientras inyectaba algo en el gotero y me enseñaba las bragas, prometió que aquí voy a hartarme de aprender cosas nuevas.

miércoles, 19 de agosto de 2015

Memorias



Ilustración de Lucian Stanculescu  http://hypnothalamus.deviantart.com/



Querido diario,

Mañana pondré la fecha, porque ahora mismo no sé si estamos a 12 de abril o a 15 de septiembre.

Esta mañana he escuchado en la radio que en Timisoara, o en Filadelfia o en Shangai, ha habido una explosión (o a lo mejor ha sido un terremoto o un huracán) y han muerto más de 20 o de 100 personas. Una gran desgracia, vamos.

En la oficina ha sido una mañana aburrida, como es habitual. Lo único notable es que me he cabreado porque el jefe, Rodríguez, Gómez o Martínez, como se llame, qué más da, el jefe, me ha pegado una pequeña bronca al haber olvidado informar el expediente de CORCHOLIS Y CIA u otra empresa que empieza por CO y acaba en CIA. Dice que siempre igual, que coma rabos de masa o de pasa, una chorrada de esas ha dicho. Con la cantidad de faena que me endosa continuamente y el tocapelotas quiere que lo tenga todo al día, a la hora y al minuto. Es un capullo, ese jefe cuyo apellido acaba en -ez, como la hez. Ja, ja, ja, me ha salido un chiste. Qué bueno.

Luego, cuando he llegado a casa, mi mujer había preparado mi plato favorito, que ahora no me acuerdo cuál es, pero prometo que estaba para chuparse los dedos. Mientras comíamos me ha contado que el hijo de la vecina del quinto o del sexto, que se llama Florencia o Felisa, había encontrado trabajo en una gasolinera de Teruel. Aunque ahora ya no sé si me ha dicho eso o que se había quedado sin combustible en Teruel, o que había abandonado a su perro en una estación de servicio en Teruel. Bueno, para el caso lo mismo da, porque me importan un rábano el hijo de la vecina y su puñetera madre. Ya se apañará. Aunque el perro que tenía era precioso. No sé si era caniche o husky siberiano, pero bonito sí que era.

Por la tarde he visto un partido de tenis en la tele. Jugaba Nadal contra un haitiano,  sueco o argentino. Creo que al final ha ganado Nadal, pero no estoy seguro.

Después he ido a pasear con mi esposa; vaya manía que tiene de pararse a hablar con gente rara y desconocida, les cuenta y le cuentan unos rollos... Y yo allí parado, como un pasmarote, con esa sonrisa de circunstancias que mi mujer califica de prefabricada, esperando que acaben de cotillear. Luego jura y perjura que son personas que sí que conozco y además desde hace bastantes años, dice que no sabe si es que me estoy volviendo idiota o me lo hago. Como si disfrutase yo haciéndome el idiota, no te digo...

Hemos entrado en el bar de la esquina y nos hemos tomado un refresco. Me tiene mosqueado el camarero, no es la primera vez que me llama por mi nombre y de tú, como si hubiéramos comido antes juntos. Tengo que vigilar a ese tío. No me fío de él ni un pelo.

De regreso a casa he querido comprar el periódico y mi mujer no me ha dejado, sostenía que ya lo había comprado esta mañana. Y era cierto, tenía razón, allí estaba, encima de la mesa camilla. Lo he cogido y al leerlo he sentido una sensación de déjà vu, como si ya conociese las noticias antes de echarles un vistazo.

Hemos cenado pescado, pero no me preguntes qué clase, yo de pescado no entiendo mucho. Sé que iba aderezado con una salsa o unas especias. Estaba sabroso, la verdad.

Para acabar, hemos visto una película de intriga. Solo hace unos minutos que ha terminado. Del título ni idea, es en inglés. El argumento, un lío tremendo porque el protagonista, que parece bueno al principio, luego parece malo y vuelve a ser bueno al final. Hay unos disparos y no sé si lo hieren o lo matan, a él o al malo auténtico. De lo único que me acuerdo es que hay una chica que se desnuda y que hace el amor con alguien en el establo de una granja, o puede ser que fuera en los baños de un circo, ya te digo que es un lío de tres pares. Al final me la ha querido explicar mi mujer, pero ha sido peor el remedio que la enfermedad, ahora la entiendo aún menos. Podrían hacer unas películas más comprensibles, jolines.

Y antes de acostarme he venido a contártelo todo, querido diario, porque según mi mujer el médico recomienda que escriba cada noche todo lo que me sucede durante el día, que con eso y las pastillas -que la verdad sea dicha me están yendo muy bien- recuperaré memoria y no me tendrán que operar de la próstata.

Mañana (si me acuerdo) intentaré registrar el bolso de mi mujer, para averiguar su nombre. Cada vez que le llamo “cariño”, una palabra que siempre he odiado, siento como si me pegasen un rodillazo en los testículos.

RSC

domingo, 26 de octubre de 2014

Lluvia inesperada



Fotografía: Cerise Doucède


A la hora convenientemente anunciada por los medios, la población salió a las calles. Un importante destacamento de la flota aérea más potente del mundo iba a agasajarles con regalos. Pero sobrevino la sorpresa general cuando, en lugar de las necesarias cajas con alimentos y medicinas suspendidas de pequeños paracaídas, comenzaron a llover globos azules. El firmamento se ocultó detrás de enormes nubes de globos, que caían con lentitud sobre la totalidad del territorio. Y dentro de cada uno de ellos, lo que parecía un billete de dólar. Los receptores, a medida que atrapaban esas ligeras esferas, se apresuraban a reventarlas para guardar su contenido e intentar conseguir más. Ignoraban que a miles de kilómetros, los amos del universo se frotaban las manos sabiendo que podían dejar de preocuparse por el llamado “virus de la isla”; con una inversión ridícula acababan de inocular uno todavía más efectivo, que en cuestión de horas terminaría con la vida de todos aquellos apestados.


martes, 21 de octubre de 2014

Sobrevivir



Microphone - Paul Hudson  -  https://www.flickr.com/photos/pahudson/


En la residencia murmuran que estoy loco. Pero se equivocan, debieron ser las nuevas pastillas. Aquella tarde en el karaoke me sentía eufórico, más enérgico que nunca a pesar de mis ochenta y tres años. Por eso cuando Nati -una del coro- se desplomó muerta a mi lado, seguí cantando como un poseso “I will survive”.


jueves, 29 de mayo de 2014

Esto es el colmo



Mi amadísimo Venancio:

Ignoro por qué no has contestado mis catorce cartas anteriores. Sospecho que no te las han dado, que pretenden mantenerte incomunicado, de otra forma no entiendo tu silencio, cariño mío.

En esta ocasión me he asegurado de que leas mi misiva. Evaristo, el funcionario que trabaja en tu galería, es paisano del pueblo y debe varios favores a mi familia, así es que le he encomendado que te entregue la nota personalmente. Además, contrariaría nuestros planes que el contenido de este escrito trascendiera a las autoridades carcelarias. Porque te aseguro que estoy decidida a sacarte de ahí como sea, cielo; te echo de menos cada segundo que pasa. No puedo vivir sin ti, solo con pensarte me estremezco, ¡tienes bonito hasta  el nombre, Venancio! ¿Qué decir de tus cabellos de azabache, de una barba tan varonil, de la poderosa voz, aterciopelada por el brandy y el tabaco? ¿Cómo describir ese atlético y tupido torso que me enloquece solo con evocarlo? ¡Y cómo golpeas de bien, Venancio! Cada vez que rememoro el impacto de tu dulce mano sobre mi boca, deseo que me saltes dos dientes más, sueño con ello hasta despierta.

Mis padres, los marqueses, dicen que estoy chalada, que eres un criminal muy peligroso, que no sientes nada por mí. Pero yo sé que eso no es cierto, que en cada una de tus patadas me estabas entregando amor. Porque no eres como los demás, Venancio, tú no eres un ñoño ni un pusilánime, sabes ocultar profundamente todos tus sentimientos, tan nobles y admirables como los de cualquiera. Y estoy deseando que nos reunamos de nuevo para huir de esta sociedad mentirosa, para que me ates de nuevo a un radiador y me amordaces con el ímpetu de tu secreta ternura.

El psiquiatra que me visita, al que abrí mi corazón, diagnosticó un mal escandinavo y me recetó unas píldoras que nadie sabe que estoy lanzando al retrete. Porque ni puedo ni deseo olvidarte, porque te necesito.

No desesperes, querido, se aproxima el día en el que apareceré en esa prisión vestida de enfermera y acompañada de dos ametralladoras, una para ti y otra para mí. Si salimos con vida exigiré que me secuestres de nuevo, pero esta vez que sea para siempre, Venancio, que nada ni nadie nos vuelva a separar jamás. Y si morimos, lo haremos juntos, abrazados, como los amantes de la mejor de las novelas.

Te adoro con pasión, mi ángel, mi príncipe, mi amor.

Marga (Margarita Jacinta de las Finas Hierbas)


miércoles, 12 de marzo de 2014

El ocaso del crooner



Son cerca de las dos de la mañana en Las Vegas y Bobby Martino está llorando. Llora sentado frente al iluminado espejo, en un pequeño camerino del Four Aces Casino. Al lado de una botella vacía de JB y un cenicero repleto de colillas. Vestido de riguroso smoking, su número será presentado dentro de pocos minutos. Pero Bobby sabe que está acabado, presiente que su vida ha sido un completo fracaso. Exceptuando, por supuesto, aquellas temporadas en las que recorrió el país con las big bands de Vinnie Gilmore y Paul Roswell. Entonces, las emisoras de radio y televisión se lo rifaban; grabó el álbum titulado “Clown’s Tears” –vaya ironía-, que fue éxito de ventas en la primavera del 64 y del cual sigue recibiendo de forma esporádica algún insignificante royalty. Su voz era prodigiosa, los entendidos llegaron a compararle con Frank Sinatra y Tony Bennett. Aunque hace tanto tiempo de eso…

Ahora, con cuarenta y dos años, transporta el hígado y los pulmones de un anciano. Tras dilapidar una pequeña fortuna ha de conformarse con cantar, acompañado por un miserable teclado electrónico, ante cuatro borrachos de su misma guisa a unas horas sencillamente indecentes. Y aún así, ha de estar agradecido a su viejo amigo Regis Farina, el dueño del casino. Nadie en sus cabales le habría contratado, la decadencia del crooner es más que palpable. Ha necesitado renunciar a temas algo exigentes, un repaso a su actual repertorio provocaría arcadas a cualquier principiante.

Tuvo tres esposas y cinco hijos, de los que no sabe nada. Renunció al amor tras el último divorcio. Ahora escoge, como compañía eventual, pedazos de carne con el talento de zorras veteranas y analfabetas. No necesita nada más. Jóvenes guapas y cariñosas, obsesionadas por salir sonriendo y luciendo escote junto a un muerto viviente en las fotos que suelen publicar todos esos semanarios para gente ociosa y descerebrada.

Bobby se enjuga las lágrimas con la manga y, como ha venido haciendo durante las dos últimas semanas, saca de su bolsillo un viejo dólar de plata. Si al lanzarlo aparece cara, saldrá al escenario para continuar exhibiendo su patética decrepitud. Si es cruz se acercará al abrigo, extraerá el revólver y hará feliz a Brenda, su pareja actual, que podrá ofrecer entrevistas exclusivas sobre los horrores de la convivencia de una sencilla muchacha de Ohio con un cantante lascivo, alcohólico y suicida. La única diferencia es que esta vez ha decidido no hacer trampas.


viernes, 21 de febrero de 2014

La fórmula



Las extrañas y repentinas muertes de Louis Morand y Pierre Duvivier me abrieron los ojos. Pronto saqué dos conclusiones. Una, en el INIM teníamos un topo y dos, si no movía ficha rápidamente el mío sería el próximo cadáver.

-¿Fórmula? ¿Y para qué habríamos de querer nosotros una maldita fórmula?

Aquellos tipos, además de peligrosos eran duros de mollera. Un viejo colega del colegio, Jean-Luc Leclerc, me puso en contacto con ellos. Asistir a una escuela pública tiene sus ventajas y sus inconvenientes. En este caso, la ventaja de haber conocido a Leclerc, un ser marginal que vivía hacía años practicando funambulismo sobre el delgado filo de la ley.

Cuando el ascensor de Louis Morand, director del Instituto Nacional de Investigaciones Médicas, se precipitó al vacío desde la decimoséptima planta del edificio donde vivía, todos lamentamos ese desgraciado accidente. Pero cuando a las pocas semanas el subdirector Duvivier empotró el vehículo que conducía con un camión-tráiler que de forma inexplicable invadió su carril, los compañeros del Instituto comenzaron a sospechar de la caprichosa naturaleza del azar. Yo fui el único que no dudé, que lo tuvo claro.

Como adjunto a la dirección y única persona viva con acceso a todos los archivos y expedientes del centro, era lógico que temiese por mi supervivencia y la de mis familiares. Contacté entonces con Jean-Luc a través de un amigo y ex-compañero común, un músico llamado René. Lo bueno de los individuos como Leclerc es que les invitas a dos buenos tragos, les financias un revolcón de calidad y olvidan preguntarte para qué narices necesitas unos sicarios. Así es que no puso reparos en facilitarme el teléfono de un tal Gaetano Perinetti, un napolitano instalado en Marsella que, según sus informaciones, contaba con un equipo de élite que resolvía trabajos complicados con una rapidez y pulcritud exquisitas.

-Quiero ver muertos al ministro de Sanidad y a los Presidentes de las dos compañías farmacéuticas más importantes de Europa y mi deseo es que todo ello ocurra antes de una semana, el mismo día y si es posible a la misma hora –dije a Gaetano en la reunión que mantuvimos en Génova y a la que acudieron también dos miembros de su staff.

-Eso le va a salir muy caro, ¿lo entiende, verdad?

-Lo entiendo, por supuesto que lo entiendo. Y también espero que ustedes entiendan que aunque no tengo un euro, dispongo de una fórmula valiosa, muy valiosa.

-¿Fórmula? ¿Y para qué habríamos de querer nosotros una maldita fórmula?  –replicó Perinetti con su peculiar acento del suroeste italiano.

-Se lo explicaré. Dos de los tres hombres con acceso a esa fórmula ya han sido asesinados por cuestiones pecuniarias. Yo soy el tercero. Digamos que a las grandes farmacéuticas no les interesa que se desarrolle ningún medicamento que ponga en riesgo sus sucios negocios. Y el ministro no deja de ser sino un títere de esas corporaciones, un cómplice indecente pero necesario. Solo eliminando a los tres enviaremos un mensaje claro al resto de posibles implicados y tendremos la oportunidad de lanzar un producto que salvará millones de vidas.

-Pero… ¿Cómo se come eso, si nos entrega la fórmula a nosotros?

-Morand, Duvivier y yo mismo sabíamos que nuestro descubrimiento contrariaría los intereses económicos de cierta gentuza. Por eso buscamos discretamente a alguien atraído por la idea de pasar a la historia como un héroe. Es un multimillonario árabe propietario, entre otras muchas, de una empresa química ubicada en una apartada región. Íbamos a donarle la fórmula, pero llegados a este punto prefiero que ustedes hagan su trabajo y se cobren vendiéndosela por una pasta gansa. Él no desea participar en estas negociaciones, quiere quedar al margen de las mismas.

-¿Así de sencillo?

-Afirmativo. He hablado con él y hemos convenido que la compensación será muy sustanciosa. El mismo día que cumplan su parte del trato recibirán por mensajería urgente un abultado dossier en la dirección que ustedes me indiquen. Al cabo de un par de días el propio comprador o uno de sus representantes le telefonearán para ultimar los detalles del intercambio.

-¿Y quién le dice que no fuimos nosotros los que despachamos a Morand y Duvivier? ¿Quién puede asegurarle que no son usted y el árabe nuestros próximos objetivos?

Esas preguntas casi consiguieron helar mi sangre. La posibilidad existía, pero una inevitable deformación profesional me indujo a pensar que la probabilidad era despreciable.

-En ese caso, les imploro solo una pizca de humanidad para romper sus compromisos y colaborar con nosotros. Les repito que la vida de una buena parte de la población mundial está en juego. Con este nuevo fármaco, muchos de sus familiares y amigos no habrían muerto: es ni más ni menos que el remedio contra el cáncer.

Gaetano Perinetti esbozó una lacónica sonrisa, bajó la vista y asintió en silencio.


sábado, 11 de mayo de 2013

Un negro para Ana






Hace unas noches soñé que era invierno y paseaba por la solitaria playa de La Malvarrosa. Tropecé entonces con una botella de cristal verde oscuro que las olas habían arrojado a la orilla. Me fijé que estaba bien lacrada, por lo que procedí a romperla contra una piedra, extrayendo una cápsula hermética de plástico que contenía. En el interior de esa vaina transparente, que destapé sin mayor dificultad, se alojaba un billete de un millón de euros. Sé que en realidad no existe ningún billete de semejante calibre, pero el protagonista de mi sueño (es decir, yo), aunque nunca antes se topó con esa clase de documento, no albergaba ninguna sospecha sobre su validez legal y monetaria. Recuerdo que lo que más reclamó mi atención fue que el papel estuviese tintado de color negro. En ese momento me asaltaron algunas reflexiones.

Lo primero que consideré es que en cuestión de cuartos casi todo el mundo es envidiablemente tolerante, y no lo digo solo por el color de la moneda, también por su procedencia. Hay personas racistas y xenófobas que preferirán sin duda el dinero negro y fácil, no importa de dónde se salga o, mejor dicho, a costa de quién se obtenga. También pensé que casi todas las personas (creyentes, escépticas, incluso ateas) se ponen tácitamente de acuerdo en adorar el dinero como a un dios todopoderoso. Si bien al principio relacioné el origen de los apocalípticos mensajes que proclaman muchas doctrinas con un ente infernal, que no podría ser otro que el maldito parné, luego deduje que era imposible, pues la mayoría de las jerarquías religiosas se muestran más interesadas en acumular riquezas que en repartirlas, contrariamente a las prédicas de todos los libros sagrados, habidos y por haber. Y solo una especie de teoría del caos podría explicar, intuyo que de forma torticera, que el bien y el mal son la misma cosa.

Por último, me di cuenta de que debe haber un incontable número de individuos que matarían por uno de esos billetes. Con independencia del patrimonio, las necesidades o convicciones que tengan, siempre habrá un colosal ejército de prójimos que inmolarían a otros seres humanos a cambio de ese montón de pasta. Fue entonces cuando lo escondí en mi bolsillo y emprendí el regreso a casa.

Una vez allí, extraje de nuevo el pedazo de papel y analizándolo con más rigor, pude apreciar que al dorso, en su borde inferior, llevaba escrita también en tinta negra una nota de caracteres casi microscópicos. Solo mediante la ayuda de una lupa pude descifrar la inscripción:
Ana – Calle Arbergina 15-3”

Desconocía esa dirección, de entrada pensé que el domicilio correspondía a otra ciudad. Pero mi efervescente curiosidad me conminó a seguir investigando, por lo que eché mano de una guía y pude comprobar, no sin sorpresa y aceleración de mi ritmo cardíaco, que la calle existía. Estaba ubicada al norte, en un barrio de mala reputación enclavado en un gran suburbio de la periferia.

Como vivía un sueño, me transporté al instante a ese barrio. Tras preguntar a varios vecinos, la mayoría jóvenes desempleados con semblante poco amigable, jubilados canijos e inmigrantes con y sin papeles asimismo desocupados, localicé pronto la calle. Mientras me dirigía al edificio número 15 pasé por delante de una peluquería, un kiosco y un bar. Sus cristaleras lucían un póster con el retrato de una niña de unos ocho o nueve años. “Ayuda a Ana”, rezaba, “Colabora para salvar su vida. Necesitamos un millón de euros”. Antes de proseguir mi marcha entré en el bar, un chiringuito sucio y cochambroso curiosamente rotulado como “El Palacio del Colesterol”. Pedí un café y pregunté al amable barman colombiano por Ana. Me comentó que era una vecinita que sufría una rara pero terrible enfermedad; su familia necesitaba con urgencia el dinero para llevarla a Alemania, donde en un célebre hospital podrían someterla a un costoso tratamiento, el único en el mundo que se había revelado efectivo. El hombre me informó que el barrio se había volcado con ella, que incluso los más desfavorecidos, personas que vivían en la calle de limosnas, habían cooperado. Pero era muchísimo dinero, muy difícil de reunir y todas las autoridades se habían desentendido del asunto. Pagué, me despedí y reanudé mi marcha.

Cuando llegué al número 15 percibí que en la fachada, a cada lado del portal, que permanecía abierto, estaban pegados los mismos pósters. Me introduje en el patio y vi a la izquierda una mesa rescatada de la basura, sobre la que reposaba una sencilla caja de cartón, con una ranura en su parte superior, donde se leía: “Introduzca aquí su aportación. Gracias”. En eso, un hombre entró y me dijo: “¿Quiere ver a Ana?  Suba, suba, soy Mauricio, su padre”. Me quedé perplejo por la invitación, esa gente no me conocía de nada y sin embargo me invitaba a su casa. Se me antojaba descortés rehusar el ofrecimiento y, además, sentía inquietud por ver a la pequeña, así que seguí los pasos de Mauricio. La puerta número 3, en el primer piso, estaba también abierta de par en par. Parecía que allí todo el mundo era bienvenido. Atravesando el salón, en el que varias mujeres platicaban con la madre, el papá de Ana me condujo a su habitación. La niña, con rostro macilento y el brazo encadenado a un gotero, reposaba en su cama respirando el oxígeno que le proporcionaba una bombona del mismo color que la botella escupida por el mar. A su lado, una amiguita le leía un cuento. “Cariño ¡Mira quién ha venido a verte!”, le anunció Mauricio. Ana me miró y, con la voz rota y mucho esfuerzo, me dijo sonriendo: “¡Rafa, eres tú, te he estado esperando!”. La conmoción que me causó su recibimiento fue tremenda. Solo pude reprimir el llanto mordiéndome la lengua y los labios, conteniendo la respiración, pellizcándome los brazos. Cuando recobré un ápice de serenidad, me acerqué a su cabecera y tras besar su frente, le susurré: “Ana, pronto estarás bien, te lo prometo.


viernes, 12 de abril de 2013

Querida Eva




Como cada día a esas horas, la linda anciana extrae del bolsillo el amarillento papel. Después de desplegarlo se lo tiende a Rubén, que lo toma entre sus viejas y torpes manos y se queda mirando medio pasmado.

-  Lee, mi amor —propone Eva con dulzura.

Rubén se coloca temblorosamente las gafas que cuelgan de su arrugado cuello y comienza a balbucear, sin medida ni entonación alguna, el texto allí caligrafiado:

Perdona querida Eva,
Si alguna vez olvido decirte
Que eres el sol de mis días,
La luna de mis noches,
La única estrella en mi firmamento.

Perdona querida Eva,
Si alguna vez olvido decirte
Que por ti brillan mis ojos,
Que por ti vivo y respiro,
Que estás en todos mis sueños.

Perdona querida Eva
Si alguna vez olvido tu nombre,
Si no te conozco,
Si niego mi vida entera,
Si a nuestros hijos no recuerdo.

Perdona querida Eva
Estos cursis y tristes versos
Que me gustaría leer a tu lado
Cada mañana mientras pueda,
Cada tarde mientras me muero.

Y perdona finalmente querida Eva
Que no sepa agradecerte
Tus infinitos desvelos
Tu santísima paciencia,
Tus cariñosos y sinceros besos.

Rubén se quita las gafas, esboza una sonrisa hueca y deposita sobre la mesa camilla el manuscrito que él mismo escribió aquel día que le diagnosticaron la terrible enfermedad. Eva se levanta, le besa, le acaricia las mejillas con sus cálidas manos y dice como siempre, con entregada ternura:

- Hoy lo has hecho muy bien, cariño. Te quiero.