El doctor asegura que recuperaré la
memoria; dice que mi amnesia es consecuencia de la conmoción cerebral que sufrí,
y que debo permanecer ingresado hasta que localicen a algún familiar. Pero yo no
creo haber sufrido un percance, porque ni manifiesto otras secuelas ni me duele
nada. Además, resulta francamente sospechosa la actitud de la enfermera, que
ayer, mientras inyectaba algo en el gotero y me enseñaba las bragas, prometió que
aquí voy a hartarme de aprender cosas nuevas.
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sábado, 5 de marzo de 2016
miércoles, 19 de agosto de 2015
Memorias
Ilustración de Lucian Stanculescu http://hypnothalamus.deviantart.com/
Querido diario,
Mañana pondré la
fecha, porque ahora mismo no sé si estamos a 12 de abril o a 15 de septiembre.
Esta mañana he
escuchado en la radio que en Timisoara, o en Filadelfia o en Shangai, ha habido
una explosión (o a lo mejor ha sido un terremoto o un huracán) y han muerto más
de 20 o de 100 personas. Una gran desgracia, vamos.
En la oficina ha
sido una mañana aburrida, como es habitual. Lo único notable es que me he
cabreado porque el jefe, Rodríguez, Gómez o Martínez, como se llame, qué más
da, el jefe, me ha pegado una pequeña bronca al haber olvidado informar el
expediente de CORCHOLIS Y CIA u otra empresa que empieza por CO y acaba en CIA.
Dice que siempre igual, que coma rabos de masa o de pasa, una chorrada de esas
ha dicho. Con la cantidad de faena que me endosa continuamente y el tocapelotas
quiere que lo tenga todo al día, a la hora y al minuto. Es un capullo, ese jefe
cuyo apellido acaba en -ez, como la hez. Ja, ja, ja, me ha salido un chiste.
Qué bueno.
Luego, cuando he
llegado a casa, mi mujer había preparado mi plato favorito, que ahora no me
acuerdo cuál es, pero prometo que estaba para chuparse los dedos. Mientras
comíamos me ha contado que el hijo de la vecina del quinto o del sexto, que se
llama Florencia o Felisa, había encontrado trabajo en una gasolinera de Teruel.
Aunque ahora ya no sé si me ha dicho eso o que se había quedado sin combustible
en Teruel, o que había abandonado a su perro en una estación de servicio en
Teruel. Bueno, para el caso lo mismo da, porque me importan un rábano el hijo de la vecina y su puñetera madre. Ya
se apañará. Aunque el perro que tenía era precioso. No sé si era caniche o
husky siberiano, pero bonito sí que era.
Por la tarde he
visto un partido de tenis en la tele. Jugaba Nadal contra un haitiano, sueco o argentino. Creo que al final ha
ganado Nadal, pero no estoy seguro.
Después he ido a
pasear con mi esposa; vaya manía que tiene de pararse a hablar con gente rara y
desconocida, les cuenta y le cuentan unos rollos... Y yo allí parado, como un
pasmarote, con esa sonrisa de circunstancias que mi mujer califica de
prefabricada, esperando que acaben de cotillear. Luego jura y perjura que son
personas que sí que conozco y además desde hace bastantes años, dice que no
sabe si es que me estoy volviendo idiota o me lo hago. Como si disfrutase yo
haciéndome el idiota, no te digo...
Hemos entrado en el
bar de la esquina y nos hemos tomado un refresco. Me tiene mosqueado el
camarero, no es la primera vez que me llama por mi nombre y de tú, como si hubiéramos
comido antes juntos. Tengo que vigilar a ese tío. No me fío de él ni un pelo.
De regreso a casa
he querido comprar el periódico y mi mujer no me ha dejado, sostenía que ya lo
había comprado esta mañana. Y era cierto, tenía razón, allí estaba, encima de
la mesa camilla. Lo he cogido y al leerlo he sentido una sensación de déjà
vu, como si ya conociese las noticias antes de echarles un vistazo.
Hemos cenado
pescado, pero no me preguntes qué clase, yo de pescado no entiendo mucho. Sé
que iba aderezado con una salsa o unas especias. Estaba sabroso, la verdad.
Para acabar, hemos
visto una película de intriga. Solo hace unos minutos que ha terminado. Del
título ni idea, es en inglés. El argumento, un lío tremendo porque el
protagonista, que parece bueno al principio, luego parece malo y vuelve a ser
bueno al final. Hay unos disparos y no sé si lo hieren o lo matan, a él o al
malo auténtico. De lo único que me acuerdo es que hay una chica que se desnuda
y que hace el amor con alguien en el establo de una granja, o puede ser que
fuera en los baños de un circo, ya te digo que es un lío de tres pares. Al
final me la ha querido explicar mi mujer, pero ha sido peor el remedio que la
enfermedad, ahora la entiendo aún menos. Podrían hacer unas películas más
comprensibles, jolines.
Y antes de
acostarme he venido a contártelo todo, querido diario, porque según mi mujer el
médico recomienda que escriba cada noche todo lo que me sucede durante el día,
que con eso y las pastillas -que la verdad sea dicha me están yendo muy bien-
recuperaré memoria y no me tendrán que operar de la próstata.
Mañana (si me
acuerdo) intentaré registrar el bolso de mi mujer, para averiguar su nombre. Cada vez que le llamo “cariño”, una palabra que siempre he odiado, siento
como si me pegasen un rodillazo en los testículos.
RSC
domingo, 26 de octubre de 2014
Lluvia inesperada
Fotografía: Cerise Doucède
A la hora
convenientemente anunciada por los medios, la población salió a las calles. Un
importante destacamento de la flota aérea más potente del mundo iba a agasajarles con regalos. Pero sobrevino la sorpresa general cuando, en lugar de las
necesarias cajas con alimentos y medicinas suspendidas de pequeños paracaídas,
comenzaron a llover globos azules. El firmamento se ocultó detrás de enormes
nubes de globos, que caían con lentitud sobre la totalidad del territorio. Y
dentro de cada uno de ellos, lo que parecía un billete de dólar. Los
receptores, a medida que atrapaban esas ligeras esferas, se apresuraban a
reventarlas para guardar su contenido e intentar conseguir más. Ignoraban que a
miles de kilómetros, los amos del universo se frotaban las manos sabiendo que podían
dejar de preocuparse por el llamado “virus de la isla”; con una inversión
ridícula acababan de inocular uno todavía más efectivo, que en cuestión de
horas terminaría con la vida de todos aquellos apestados.
martes, 21 de octubre de 2014
Sobrevivir
Microphone - Paul Hudson - https://www.flickr.com/photos/pahudson/
En la
residencia murmuran que estoy loco. Pero se equivocan, debieron ser las nuevas
pastillas. Aquella tarde en el karaoke me sentía eufórico, más
enérgico que nunca a pesar de mis ochenta y tres años. Por eso cuando Nati -una
del coro- se desplomó muerta a mi lado, seguí cantando como un poseso “I will survive”.
jueves, 29 de mayo de 2014
Esto es el colmo
Mi amadísimo
Venancio:
Ignoro por
qué no has contestado mis catorce cartas anteriores. Sospecho que no te las han
dado, que pretenden mantenerte incomunicado, de otra forma no entiendo tu
silencio, cariño mío.
En esta
ocasión me he asegurado de que leas mi misiva. Evaristo, el funcionario que
trabaja en tu galería, es paisano del pueblo y debe varios favores a mi
familia, así es que le he encomendado que te entregue la nota personalmente.
Además, contrariaría nuestros planes que el contenido de este escrito
trascendiera a las autoridades carcelarias. Porque te aseguro que estoy
decidida a sacarte de ahí como sea, cielo; te echo de menos cada segundo que
pasa. No puedo vivir sin ti, solo con pensarte me estremezco, ¡tienes bonito
hasta el nombre, Venancio! ¿Qué decir de
tus cabellos de azabache, de una barba tan varonil, de la poderosa voz, aterciopelada
por el brandy y el tabaco? ¿Cómo describir ese atlético y tupido torso que me
enloquece solo con evocarlo? ¡Y cómo golpeas de bien, Venancio! Cada vez que
rememoro el impacto de tu dulce mano sobre mi boca, deseo que me saltes dos
dientes más, sueño con ello hasta despierta.
Mis padres,
los marqueses, dicen que estoy chalada, que eres un criminal muy peligroso, que
no sientes nada por mí. Pero yo sé que eso no es cierto, que en cada una de tus
patadas me estabas entregando amor. Porque no eres como los demás, Venancio, tú
no eres un ñoño ni un pusilánime, sabes ocultar profundamente todos tus
sentimientos, tan nobles y admirables como los de cualquiera. Y estoy deseando
que nos reunamos de nuevo para huir de esta sociedad mentirosa, para que me ates
de nuevo a un radiador y me amordaces con el ímpetu de tu secreta ternura.
El
psiquiatra que me visita, al que abrí mi corazón, diagnosticó un mal
escandinavo y me recetó unas píldoras que nadie sabe que estoy lanzando al retrete.
Porque ni puedo ni deseo olvidarte, porque te necesito.
No
desesperes, querido, se aproxima el día en el que apareceré en esa prisión
vestida de enfermera y acompañada de dos ametralladoras, una para ti y otra
para mí. Si salimos con vida exigiré que me secuestres de nuevo, pero esta vez que
sea para siempre, Venancio, que nada ni nadie nos vuelva a separar jamás. Y si
morimos, lo haremos juntos, abrazados, como los amantes de la mejor de las
novelas.
Te adoro
con pasión, mi ángel, mi príncipe, mi amor.
Marga (Margarita
Jacinta de las Finas Hierbas)
miércoles, 12 de marzo de 2014
El ocaso del crooner
Son cerca de las dos de la mañana
en Las Vegas y Bobby Martino está llorando. Llora sentado frente al iluminado
espejo, en un pequeño camerino del Four Aces
Casino. Al lado de una botella vacía de JB y un cenicero repleto de
colillas. Vestido de riguroso smoking, su número será presentado dentro de pocos
minutos. Pero Bobby sabe que está acabado, presiente que su vida ha sido un
completo fracaso. Exceptuando, por supuesto, aquellas temporadas en las que recorrió
el país con las big bands de Vinnie
Gilmore y Paul Roswell. Entonces, las emisoras de radio y televisión se lo
rifaban; grabó el álbum titulado “Clown’s
Tears” –vaya ironía-, que fue éxito de ventas en la primavera del 64 y del
cual sigue recibiendo de forma esporádica algún insignificante royalty. Su voz
era prodigiosa, los entendidos llegaron a compararle con Frank Sinatra y Tony
Bennett. Aunque hace tanto tiempo de eso…
Ahora, con cuarenta y dos años, transporta
el hígado y los pulmones de un anciano. Tras dilapidar una pequeña fortuna ha
de conformarse con cantar, acompañado por un miserable teclado electrónico, ante
cuatro borrachos de su misma guisa a unas horas sencillamente indecentes. Y aún
así, ha de estar agradecido a su viejo amigo Regis Farina, el dueño del casino.
Nadie en sus cabales le habría contratado, la decadencia del crooner es más que palpable. Ha necesitado
renunciar a temas algo exigentes, un repaso a su actual repertorio provocaría arcadas
a cualquier principiante.
Tuvo tres esposas y cinco hijos, de
los que no sabe nada. Renunció al amor tras el último divorcio. Ahora escoge,
como compañía eventual, pedazos de carne con el talento de zorras veteranas y analfabetas.
No necesita nada más. Jóvenes guapas y cariñosas, obsesionadas por salir sonriendo
y luciendo escote junto a un muerto viviente en las fotos que suelen publicar
todos esos semanarios para gente ociosa y descerebrada.
Bobby
se enjuga las lágrimas con la manga y, como ha venido haciendo durante las dos últimas
semanas, saca de su bolsillo un viejo dólar de plata. Si al lanzarlo aparece
cara, saldrá al escenario para continuar exhibiendo su patética decrepitud. Si es
cruz se acercará al abrigo, extraerá el revólver y hará feliz a Brenda, su pareja
actual, que podrá ofrecer entrevistas exclusivas sobre los horrores de la convivencia
de una sencilla muchacha de Ohio con un cantante lascivo, alcohólico y suicida.
La única diferencia es que esta vez ha decidido no hacer trampas.
viernes, 21 de febrero de 2014
La fórmula
Las extrañas y repentinas muertes
de Louis Morand y Pierre Duvivier me abrieron los ojos. Pronto saqué dos
conclusiones. Una, en el INIM teníamos un topo y dos, si no movía ficha
rápidamente el mío sería el próximo cadáver.
-¿Fórmula? ¿Y para qué habríamos de
querer nosotros una maldita fórmula?
Aquellos tipos, además de
peligrosos eran duros de mollera. Un viejo colega del colegio, Jean-Luc
Leclerc, me puso en contacto con ellos. Asistir a una escuela pública tiene sus
ventajas y sus inconvenientes. En este caso, la ventaja de haber conocido a
Leclerc, un ser marginal que vivía hacía años practicando funambulismo sobre el
delgado filo de la ley.
Cuando el ascensor de Louis Morand,
director del Instituto Nacional de Investigaciones Médicas, se precipitó al
vacío desde la decimoséptima planta del edificio donde vivía, todos lamentamos
ese desgraciado accidente. Pero cuando a las pocas semanas el subdirector
Duvivier empotró el vehículo que conducía con un camión-tráiler que de forma
inexplicable invadió su carril, los compañeros del Instituto comenzaron a
sospechar de la caprichosa naturaleza del azar. Yo fui el único que no dudé, que
lo tuvo claro.
Como adjunto a la dirección y única
persona viva con acceso a todos los archivos y expedientes del centro, era
lógico que temiese por mi supervivencia y la de mis familiares. Contacté
entonces con Jean-Luc a través de un amigo y ex-compañero común, un músico
llamado René. Lo bueno de los individuos como Leclerc es que les invitas a dos
buenos tragos, les financias un revolcón de calidad y olvidan preguntarte para
qué narices necesitas unos sicarios. Así es que no puso reparos en facilitarme
el teléfono de un tal Gaetano Perinetti, un napolitano instalado en Marsella que,
según sus informaciones, contaba con un equipo de élite que resolvía trabajos complicados
con una rapidez y pulcritud exquisitas.
-Quiero ver muertos al ministro de
Sanidad y a los Presidentes de las dos compañías farmacéuticas más importantes
de Europa y mi deseo es que todo ello ocurra antes de una semana, el mismo día
y si es posible a la misma hora –dije a Gaetano en la reunión que mantuvimos en
Génova y a la que acudieron también dos miembros de su staff.
-Eso le va a salir muy caro, ¿lo
entiende, verdad?
-Lo entiendo, por supuesto que lo
entiendo. Y también espero que ustedes entiendan que aunque no tengo un euro, dispongo
de una fórmula valiosa, muy valiosa.
-¿Fórmula? ¿Y para qué habríamos de
querer nosotros una maldita fórmula?
–replicó Perinetti con su peculiar acento del suroeste italiano.
-Se lo explicaré. Dos de los tres hombres
con acceso a esa fórmula ya han sido asesinados por cuestiones pecuniarias. Yo
soy el tercero. Digamos que a las grandes farmacéuticas no les interesa que se
desarrolle ningún medicamento que ponga en riesgo sus sucios negocios. Y el
ministro no deja de ser sino un títere de esas corporaciones, un cómplice indecente
pero necesario. Solo eliminando a los tres enviaremos un mensaje claro al resto
de posibles implicados y tendremos la oportunidad de lanzar un producto que
salvará millones de vidas.
-Pero… ¿Cómo se come eso, si nos
entrega la fórmula a nosotros?
-Morand, Duvivier y yo mismo
sabíamos que nuestro descubrimiento contrariaría los intereses económicos de
cierta gentuza. Por eso buscamos discretamente a alguien atraído por la idea de
pasar a la historia como un héroe. Es un multimillonario árabe propietario, entre
otras muchas, de una empresa química ubicada en una apartada región. Íbamos a donarle
la fórmula, pero llegados a este punto prefiero que ustedes hagan su trabajo y
se cobren vendiéndosela por una pasta gansa. Él no desea participar en estas
negociaciones, quiere quedar al margen de las mismas.
-¿Así de sencillo?
-Afirmativo. He hablado con él y
hemos convenido que la compensación será muy sustanciosa. El mismo día que
cumplan su parte del trato recibirán por mensajería urgente un abultado dossier
en la dirección que ustedes me indiquen. Al cabo de un par de días el propio comprador
o uno de sus representantes le telefonearán para ultimar los detalles del
intercambio.
-¿Y quién le dice que no fuimos
nosotros los que despachamos a Morand y Duvivier? ¿Quién puede asegurarle que
no son usted y el árabe nuestros próximos objetivos?
Esas preguntas casi consiguieron helar
mi sangre. La posibilidad existía, pero una inevitable deformación profesional
me indujo a pensar que la probabilidad era despreciable.
-En ese caso, les imploro solo una
pizca de humanidad para romper sus compromisos y colaborar con nosotros. Les
repito que la vida de una buena parte de la población mundial está en juego.
Con este nuevo fármaco, muchos de sus familiares y amigos no habrían muerto: es
ni más ni menos que el remedio contra el cáncer.
Gaetano
Perinetti esbozó una lacónica sonrisa, bajó la vista y asintió en silencio.
sábado, 11 de mayo de 2013
Un negro para Ana
Hace unas noches soñé que era
invierno y paseaba por la solitaria playa de La Malvarrosa. Tropecé entonces con
una botella de cristal verde oscuro que las olas habían arrojado a la orilla.
Me fijé que estaba bien lacrada, por lo que procedí a romperla contra una
piedra, extrayendo una cápsula hermética de plástico que contenía. En el interior
de esa vaina transparente, que destapé sin mayor dificultad, se alojaba un
billete de un millón de euros. Sé que en realidad no existe ningún billete de semejante
calibre, pero el protagonista de mi sueño (es decir, yo), aunque nunca antes se
topó con esa clase de documento, no albergaba ninguna sospecha sobre su validez
legal y monetaria. Recuerdo que lo que más reclamó mi atención fue que el papel
estuviese tintado de color negro. En ese momento me asaltaron algunas reflexiones.
Lo primero que consideré es que en
cuestión de cuartos casi todo el mundo es envidiablemente tolerante, y no lo
digo solo por el color de la moneda, también por su procedencia. Hay personas
racistas y xenófobas que preferirán sin duda el dinero negro y fácil, no
importa de dónde se salga o, mejor dicho, a costa de quién se obtenga. También pensé
que casi todas las personas (creyentes, escépticas, incluso ateas) se ponen
tácitamente de acuerdo en adorar el dinero como a un dios todopoderoso. Si bien
al principio relacioné el origen de los apocalípticos mensajes que proclaman
muchas doctrinas con un ente infernal, que no podría ser otro que el maldito
parné, luego deduje que era imposible, pues la mayoría de las jerarquías
religiosas se muestran más interesadas en acumular riquezas que en repartirlas,
contrariamente a las prédicas de todos los libros sagrados, habidos y por haber.
Y solo una especie de teoría del caos podría explicar, intuyo que de forma torticera,
que el bien y el mal son la misma cosa.
Por último, me di cuenta de que debe
haber un incontable número de individuos que matarían por uno de esos billetes.
Con independencia del patrimonio, las necesidades o convicciones que tengan,
siempre habrá un colosal ejército de prójimos que inmolarían a otros seres
humanos a cambio de ese montón de pasta. Fue entonces cuando lo escondí en mi bolsillo
y emprendí el regreso a casa.
Una vez allí, extraje de nuevo el
pedazo de papel y analizándolo con más rigor, pude apreciar que al dorso, en su
borde inferior, llevaba escrita también en tinta negra una nota de caracteres
casi microscópicos. Solo mediante la ayuda de una lupa pude descifrar la
inscripción:
“Ana – Calle Arbergina 15-3”
Desconocía esa dirección, de
entrada pensé que el domicilio correspondía a otra ciudad. Pero mi efervescente
curiosidad me conminó a seguir investigando, por lo que eché mano de una guía y
pude comprobar, no sin sorpresa y aceleración de mi ritmo cardíaco, que la
calle existía. Estaba ubicada al norte, en un barrio de mala reputación
enclavado en un gran suburbio de la periferia.
Como vivía un sueño, me transporté al
instante a ese barrio. Tras preguntar a varios vecinos, la mayoría jóvenes
desempleados con semblante poco amigable, jubilados canijos e inmigrantes con y
sin papeles asimismo desocupados, localicé pronto la calle. Mientras me dirigía
al edificio número 15 pasé por delante de una peluquería, un kiosco y un bar.
Sus cristaleras lucían un póster con el retrato de una niña de unos ocho o
nueve años. “Ayuda a Ana”, rezaba, “Colabora para salvar su vida. Necesitamos
un millón de euros”. Antes de proseguir mi marcha entré en el bar, un
chiringuito sucio y cochambroso curiosamente rotulado como “El Palacio del
Colesterol”. Pedí un café y pregunté al amable barman colombiano por Ana. Me
comentó que era una vecinita que sufría una rara pero terrible enfermedad; su
familia necesitaba con urgencia el dinero para llevarla a Alemania, donde en un
célebre hospital podrían someterla a un costoso tratamiento, el único en el
mundo que se había revelado efectivo. El hombre me informó que el barrio se
había volcado con ella, que incluso los más desfavorecidos, personas que vivían
en la calle de limosnas, habían cooperado. Pero era muchísimo dinero, muy
difícil de reunir y todas las autoridades se habían desentendido del asunto. Pagué,
me despedí y reanudé mi marcha.
Cuando llegué al número 15 percibí
que en la fachada, a cada lado del portal, que permanecía abierto, estaban
pegados los mismos pósters. Me introduje en el patio y vi a la izquierda una mesa
rescatada de la basura, sobre la que reposaba una sencilla caja de cartón, con
una ranura en su parte superior, donde se leía: “Introduzca aquí su aportación. Gracias”. En eso, un hombre entró y
me dijo: “¿Quiere ver a Ana? Suba, suba, soy Mauricio, su padre”. Me
quedé perplejo por la invitación, esa gente no me conocía de nada y sin embargo
me invitaba a su casa. Se me antojaba descortés rehusar el ofrecimiento y,
además, sentía inquietud por ver a la pequeña, así que seguí los pasos de
Mauricio. La puerta número 3, en el primer piso, estaba también abierta de par
en par. Parecía que allí todo el mundo era bienvenido. Atravesando el salón, en
el que varias mujeres platicaban con la madre, el papá de Ana me condujo a su
habitación. La niña, con rostro macilento y el brazo encadenado a un gotero,
reposaba en su cama respirando el oxígeno que le proporcionaba una bombona del
mismo color que la botella escupida por el mar. A su lado, una amiguita le leía
un cuento. “Cariño ¡Mira quién ha venido
a verte!”, le anunció Mauricio. Ana me miró y, con la voz rota y mucho
esfuerzo, me dijo sonriendo: “¡Rafa, eres
tú, te he estado esperando!”. La conmoción que me causó su recibimiento fue
tremenda. Solo pude reprimir el llanto mordiéndome la lengua y los labios,
conteniendo la respiración, pellizcándome los brazos. Cuando recobré un ápice
de serenidad, me acerqué a su cabecera y tras besar su frente, le susurré: “Ana, pronto estarás bien, te lo prometo.”
viernes, 12 de abril de 2013
Querida Eva
Como cada día a esas horas, la
linda anciana extrae del bolsillo el amarillento papel. Después de desplegarlo se
lo tiende a Rubén, que lo toma entre sus viejas y torpes manos y se queda
mirando medio pasmado.
- Lee, mi
amor —propone Eva con dulzura.
Rubén se coloca temblorosamente las
gafas que cuelgan de su arrugado cuello y comienza a balbucear, sin medida ni entonación
alguna, el texto allí caligrafiado:
Perdona querida Eva,
Si alguna vez olvido decirte
Que eres el sol de mis días,
La luna de mis noches,
La única estrella en mi
firmamento.
Perdona querida Eva,
Si alguna vez olvido decirte
Que por ti brillan mis ojos,
Que por ti vivo y respiro,
Que estás en todos mis
sueños.
Perdona querida Eva
Si alguna vez olvido tu
nombre,
Si no te conozco,
Si niego mi vida entera,
Si a nuestros hijos no
recuerdo.
Perdona querida Eva
Estos cursis y tristes
versos
Que me gustaría leer a tu
lado
Cada mañana mientras pueda,
Cada tarde mientras me
muero.
Y perdona finalmente querida
Eva
Que no sepa agradecerte
Tus infinitos desvelos
Tu santísima paciencia,
Tus cariñosos y sinceros besos.
Rubén se quita las gafas, esboza
una sonrisa hueca y deposita sobre la mesa camilla el manuscrito que él mismo escribió
aquel día que le diagnosticaron la terrible enfermedad. Eva se levanta, le
besa, le acaricia las mejillas con sus cálidas manos y dice como siempre, con
entregada ternura:
- Hoy lo has
hecho muy bien, cariño. Te quiero.
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