Mostrando entradas con la etiqueta Cuento infantil. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Cuento infantil. Mostrar todas las entradas

domingo, 5 de julio de 2015

Peppoff y Kampeón



Some orange doggie - Ginger (EUA)  http://spongefox.deviantart.com/



Kampeón con k de kilo no era un futbolista, ni un corredor de Fórmula Uno, ni un piragüista, ni un tenista, ni un lanzador de pértiga. Kampeón con k de kilo era un perro de color naranja, que vivía en un pueblecito de Burgos. Pero no era anaranjado porque sus padres también lo fuesen o porque uno de ellos fuera amarillo y el otro rojo… Tampoco se había caído dentro de un cubo lleno de pintura ni se había comido doscientos kilos de naranjas, cosa que aunque te puede causar un gran dolor de barriga no te vuelve de ese color. Kampeón era naranja por culpa de un experimento de su amigo Pepón Peppoff, un inventor que inventaba de todo, pero rematadamente mal. Pepón era ruso de Rusia y una vez en su país fabricó un cohete para ir a los anillos de Saturno, pero al único sitio al que le llevó aquella nave fue al pueblecito donde vivía Kampeón y allí se quedó a vivir, porque aunque en Burgos hace mucho frío, hace bastante menos que en Rusia. Otro de sus inventos fue el dalmatizador, una máquina en la que metías cualquier chucho, apretabas un botón y tenía que salir un dálmata, que es un perro blanco con manchas de color negro. Probó su artefacto con Kampeón, que era un perrito callejero de color gris que había acogido en su casa y salió igual que era antes, pero todo naranja.

Peppoff también había inventado otras muchas cosas inservibles, como las gafas para ver el arco iris en blanco y negro, una catapulta para lanzar caramelos de limón, la máquina de hacer morcillas con forma de cruasán, una caña para pescar caracoles y un duplicador de cosas. Un día metió a Kampeón, cuando ya era naranja, en un compartimento del duplicador y en lugar de aparecer otro Kampeón naranja en el compartimento de al lado, salió un cómic. Sustituyó al perro anaranjado por el cómic y apareció una lata de anchoas. Puso la lata de anchoas y apareció una caca de gato. Cuando puso la caca de gato consiguió una hamburguesa con doble de queso, lechuga, pepinillos, tomate, kétchup y mostaza. La verdad es que el duplicador no valía para duplicar nada, pero divertido sí que era.

Bueno, pues como los inventos de Peppoff eran bastante inútiles, no encontraba a nadie que los comprara. Por eso no tenía un céntimo y para comer iba por ahí buscando cacas de gato frescas que ponía dentro del duplicador y convertía en hamburguesas. Así, todos los días tenían algo para comer Kampeón y él. Pero al final ya estaban hasta la coronilla de tanta hamburguesa y Peppoff decidió que por fin iba a construir lo que todos los científicos habían intentado durante años y años y ninguno había conseguido hasta entonces: la máquina del tiempo. Una máquina para ir al pasado o al futuro, como irse de excursión pero a otro momento de la historia. A la época de los dinosaurios, a la del Imperio Romano, o a una casa super-mega-moderna llena de robots parlanchines que igual te hacen la cama, que te lavan los calzoncillos o te preparan una paella de marisco mientras tú estás tumbado a la bartola, escuchando música o leyendo un libro de aventuras. Esa máquina sí que sería guay del Paraguay, además de un buen negocio; podría hacerse muchimillonario y ya nunca más tendría que comer hamburguesas aunque fueran con doble queso. Empezó a recoger cosas de los contenedores de basura: unas cajas de cartón, unos cables eléctricos viejos, un hinchador de ruedas de bicis, un botijo, unas perchas rotas, un rodillo para pintar paredes, una vieja radio del año de Maria Castaña, una pandereta y una lavadora estropeada. Con todo ello y otros trastos que tenía por casa, se puso la bata blanca de inventor y al cabo de varios días tenía terminada una flamante máquina del tiempo, que pintó con purpurina dorada y un rayo de color rojo para que molara más. Le puso de nombre «Vchera Zavtra», que en Burgos no significa nada pero en Rusia significa «Ayer y Mañana».

Una vez acabada, antes de meter dentro a Kampeón probó con la pandereta. Programó los mandos de la lavadora y pulsó un botón rojo. Abrió la puerta y la pandereta había desaparecido. Pepón imaginó que había enviado aquel objeto a algún tiempo del futuro o del pasado, no lo podía saber porque la máquina no tenía contador de años. Peppoff ni siquiera pensó que la pandereta podía haberse desintegrado, así es que después de ponerle un pequeño casco de ciclista con una cámara y una antena, y colgarle una bolsa llena de hamburguesas, colocó a su amigo Kampeón allí dentro y volvió a pulsar el botón rojo.

Como ya hemos dicho, Pepón Peppoff era muy torpe, un auténtico manazas. Si ninguna de sus invenciones funcionaba bien, habría sido una extraordinaria casualidad que esta máquina sí lo hiciese. Por eso Kampeón no apareció ni en el pasado ni en el futuro, pero sí en otro lugar del mapa, muy lejos de su casa. Estaba en la Feria de Sevilla, al lado de la pandereta, rodeado de gente tocando la guitarra y cantando y bailando flamenco. Sorprendido por el tremendo jaleo, el perro dijo «¡Guau!», que por cierto es una de las pocas cosas que saben decir los perros, aunque hayan hecho experimentos con ellos. «Dí que sí, quillo, que este cantaor es mú bueno», le contestó un señor que estaba a su lado dando palmas sin parar.

Desde su casa, a través de la televisión y gracias a la cámara instalada en el casco, Peppof se dio cuenta de que le había salido otra chapuza y apretó el botón rojo para que Kampeón volviera con él, pero lo único que consiguió fue trasladarlo a otra parte del globo terráqueo. Ahora estaba en lo alto de la torre Eiffel, en París, viendo cómo pasaban los barquitos por el río Sena. «¡Guau!», volvió a decir nuestro perrito naranja y un francés le replicó: «Oui, tres belle, mon petit chien» que es algo parecido a «sí que es muy bonito, pequeño perro».

Peppof se estaba volviendo tarumba, no sabía qué hacer para recuperar a su amiguito. Después de beber agua fresca del botijo, ajustó los mandos de la vieja lavadora y volvió a pulsar el botón. Kampeón viajó en centésimas de segundo a un poblado de Uganda, que está en África, donde había niños pequeños que jugaban al «pilla pilla». Se acercó a uno de ellos y le dijo «¡Guau!» ofreciéndole la bolsa que llevaba colgada al cuello. El niño tomó la bolsa y se puso muy contento. Llamó a sus compañeros y entre todos se zamparon las hamburguesas.

Mientras, Peppoff cambió unos cables, desatornilló unas piezas que sustituyó por otras y volvió a darle al interruptor. Kampeón apareció de repente en la Cochinchina, una región que pertenece a Vietnam, un país en el que hay muchos bosques, comen siempre arroz y llueve muy a menudo. Se paró en la puerta de un templo y dijo «¡Guau!». Un monje budista salió y como lo vio de color naranja creyó que era un perro sagrado. Cuando lo iba a coger en brazos para presentarlo ante su maestro, desde su pueblecito de Burgos Peppoff volvió a pulsar el botón y Kampeón cruzó en un plis-plas el Océano Pacífico.

Aterrizó en México, en la playa de una ciudad llamada Acapulco. Como nunca había visto el mar, tanta cantidad de agua junta, dijo «¡Guau!» y le entraron ganas de mear. Levantó su pata y meó en la pierna de un guardia muy serio y con bigote que empezó a perseguirlo, primero porque se había enfadado por ensuciarle los pantalones y segundo porque estaban prohibidos los chuchos en la playa. Antes de que el policía pudiese capturarlo, Peppoff apretó nuevamente el interruptor y Kampeón se libró de acabar en la perrera con un montón de chihuahuas.

Los músicos de la escuela de gaiteros de un pueblo de Pontevedra se llevaron un buen susto cuando apareció repentinamente un perrito naranja en el local donde estaban ensayando. Pero como vieron que, aunque no paraba de repetir «¡Guau!», Kampeón era bueno, le dieron de comer y de beber y luego lo llevaron al veterinario. Peppoff intentó hacerlo viajar de nuevo, pero algo falló y la máquina explotó, quedando el inventor un poco chamuscado y muy triste porque ahora no podría recuperar a su amigo.

El veterinario que examinó a Kampeón averiguó por la información de su chip que vivía en un pueblecito de Burgos. Como a los gaiteros les cayó tan simpático, alquilaron un autobús y lo acompañaron a su casa, donde dieron un concierto con sus instrumentos. Peppoff se puso muy alegre; abrazó y besó al perro y prometió no utilizarlo nunca más, ni a él ni a ningún otro animalito, en sus experimentos. Después regaló varios de sus inútiles inventos a los salvadores de Kampeón. Cuando se fueron, volvió a construir otro aparato del tiempo, que en realidad no era del tiempo sino para viajar. Puso una agencia para aventureros, para esa gente que se quisiera meter en la máquina y aparecer en cualquier sitio del mundo, por sorpresa y sin tener que montarse en un barco o un avión. Así se ganó la vida desde entonces Pepón Peppoff, que en lugar de seguir alimentándose de hamburguesas pudo comer mucha ensaladilla rusa y pizzas de lentejas, que eran sus platos favoritos.