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lunes, 12 de octubre de 2015

God bless Argamasilla



Ayer soñé que despertaba en una lujosa habitación. Llevaba puesto un pijama que ya había visto antes en el Carrefour, fabricado en China con una tela imitación de seda, repleta de barras y estrellas. Al incorporarme debieron activarse unos sensores de movimiento porque sonaron unos pitidos y de súbito apareció un tipo engominado que decía ser mi ayuda de cámara, informándome de que enseguida me servirían el desayuno porque en menos de una hora debía embarcar en el Air Force One para desplazarme a un país árabe, para abordar en una cumbre no sé qué crisis internacional. El individuo aquel, que era negro como yo (¡jcoño, no era grasa!), no quiso creer que había un error, que yo no era el puñetero presidente de los Estados Unidos de América, que sólo era Pepe Sánchez, uno de los operarios del taller de mecánica, chapa y pintura “NIKELAO”, en Argamasilla del Ebro. El tío plasta empezó a meterme prisa; que si tiene que desayunar, que si tiene que asearse, que si ha de vestirse y revisar unos papeles. Un tocapelotas de primera. Bañado todo con un café deprimente, tuve que zamparme a contrarreloj el beicon, los huevos y las tortitas untadas de una horrible manteca de cacahuete que no debe gustar ni a los monos más hambrientos. Ya en el baño, vi que había adelgazado unos cuarenta kilos, pero no acababa de gustarme ese nuevo aspecto. Sí, probablemente era más joven y atractivo que antes, pero es que yo nunca le hecho asco a mis michelines ni a mi papada, que lo mío me ha costado conseguirlos y bien que le gustan a mi Manola. Una vez limpio y perfumado, el auxiliar, que por lo visto se llamaba H. Murray (por lo menos eso ponía en la placa que llevaba sobre el pecho), me dio a elegir entre un traje gris o uno negro. Lo prefiero blanco, le dije, más que nada por joder y para resarcirme de lo de la manteca de cacahuete. Eso es imposible, dijo Murray. Puse cara de mala leche y dije pues que sea blanco y además smoking y con pajarita, me cago en tus muertos. Lo dije por joder y por la manteca, pero también porque en mi vida me he puesto un smoking y mira por donde, en ese momento me apetecía, la verdad. Murray se arrodilló delante de mí y se puso pálido, comenzó a sollozar y a implorarme que no insistiera, que ese no era el atuendo que el protocolo exigía. Pues me cago en tus muertos y además en ese maldito protocolo. El ayuda de cámara desenfundó un walkie talkie y dijo algo así como Defcon 4, el presidente se ha vuelto loco. Entraron dos gorilas con gafas oscuras, a los que parecía les iban a reventar las chaquetas por usar dos tallas menos. Me inmovilizaron asiéndome cada uno de un brazo y a través de sus interfonos me pareció que solicitaban instrucciones. A los pocos segundos surgió a través de la puerta un pitecantropus erectus vestido de militar y lleno de galones, insignias y condecoraciones. Tenía pinta de no haber acabado la enseñanza básica obligatoria y además bizqueaba. Señor presidente, me dijo, al gobierno le gustaría que colaborase y no complicara más las cosas, sé que se siente nervioso porque estamos al borde de la tercera guerra mundial, pero su actitud no ayuda para nada. Tómese esta pastillita, si es tan amable. La pastilla se la va a tomar tu puta madre, contesté. Entonces, no sé quién ni cómo, me inyectó alguna droga, dejándome inconsciente en el acto.


Me volví a despertar, pero esta vez iba en un avión, vestido con un traje oscuro y medio agilipollado. Como si me hubiese soplado una botella de aguardiente. Casi todo me daba vueltas. Enfrente tenía a un gafapasta sosteniendo una ristra de papeles. Tiene que leerse este informe en solo veinte minutos, señor presidente. Mira, chico, ahora no tengo el cuerpo para lecturas, cuéntamelo rápido y abreviando. El chaval empezó diciendo no se qué de Chechenia, algo sobre Rusia y Afganistán y nombró a Corea del Norte. Pero no me quedé con la copla de nada, la explicación fue demasiado rápida y me encontraba muy aturdido. En su discurso, lo que usted debe hacer es apoyar las acciones de nuestros aliados, ¿comprende? Y explicar que Estados Unidos jamás firmará pactos de desarme con ninguna potencia virtualmente peligrosa. Oye, chico, pareces espabilado, pero te han comido el tarro, ¿no? ¿A qué se refiere, señor? Pues que, cojones, toda la gente en todas partes quiere la paz y lo único que hacemos continuamente los políticos es tocarles los huevos. En ese discurso lo único que voy a proponer es formar una mesa mundial por la paz, a la que estarán invitados los aliados y los no aliados, los potencialmente peligrosos y los realmente peligrosos, como nosotros. Voy a proponer que el dineral que entre todos nos gastamos en defensa y armamento se emplee en montar empresas decentes en países deprimidos, en llevar agua y comida donde la necesitan y ¿por qué no? en intentar salvar este planeta de toda la mierda que le estamos soltando. Pero señor, ¡no puede hacer eso! ¡Estará traicionando a su país! ¡Pues que se joda mi país! Es lo que me apetece, eso y volver a Argamasilla del Ebro con mi santa esposa. ¿Argamasilla? ¿Usted es de Argamasilla del Ebro? ¿Conoce a la Felisa, de la familia de los Cariocos? ¿Pues no la voy a conocer, desgraciao? ¡Si es mi prima, recontraconjones! Soy José Sánchez, el mecánico. ¡Madre mía, qué casualidad! ¡Si es usted mi tío Pepe! Algo aún recuerdo, que yo era muy chico entonces. Pues yo soy Eustaquio, sobrino de la Felisa, el hijo de su hermano Florencio. ¡Acabáramos, Eustaquín! Pues no hace años que tu padre se piró a América… ¿Y qué cuernos haces tú aquí, asesorando al presidente? Pues mire, que mi padre se hizo íntimo amigo de un concejal de Chicago, que a su vez es como si fuera hermano del Presidente, y aquí que me enchufaron. ¡Qué suerte tienes, Eustaquín, bandido! ¿Y usted qué hace aquí, con esa pinta y tan lejos del pueblo? Pues ¿qué voy a hacer, hijo? Que estoy soñando y mira por donde me ha dado por imaginarme que soy el presidente de los yanquis y me encuentro contigo en este avión tan majo. ¡Hombre, pues haberlo dicho usted antes! Mire, tío, yo lo que no quiero es amargarle el sueño, diga en la conferencia lo que se le antoje, faltaría más. Aunque no le extrañe que cuando acabe la cumbre sea usted víctima de un atentado, ya puede imaginar cómo se gastan aquí según qué cosas... Mira, Eustaquín, que se lo tomen como quieran, tú ahora la boca cerrada para que no entren moscas. Una vez que tengo la oportunidad de arreglar el mundo aunque sea de mentiras, no la voy a desaprovechar. Pues mucha suerte tío, y si vuelve por aquí alguna vez, no deje de visitarme. Y por favor, cuando esté de vuelta dé recuerdos a la tía Felisa y al resto de la familia. Lo haré, muchacho, lo haré. Oye, ahora a ver, ¿dónde están los servicios?, es que me estoy meando encima…

miércoles, 2 de septiembre de 2015

La espada de fuego




Soñé que galopaba
en un caballo fantasma
cruzando una densa niebla.
Armado con una espada de fuego
cortaba las cabezas
cercenaba brazos y piernas
atravesaba los corazones
de todos esos desalmados
que se solazan haciendo sufrir
aún más si cabe
a oprimidos y desahuciados.
Era el juez y el verdugo
enviado por Dios
-o por el Diablo-.
Todas las llanuras de este mundo
pronto se atestaron
de cuerpos mutilados
de cadáveres sangrantes
de hienas y buitres voraces.
Pero lo peor sobrevino
cuando de entre los liberados
surgieron nuevos tiranos
y tuve que volver a impartir justicia
una y otra vez
hasta que solo quedaron los niños.
Ojalá que esa pesadilla
no signifique nada.
Ojalá.



domingo, 12 de julio de 2015

¿Sabe usted?




¿Dónde dice usted que vamos? ¿Al Hilton? ¡Ah! Buen hotel debe ser ese, sí señor. No crea, que aunque soy de Carabanchel y vivo allí, a mí lo que de verdad me habría gustado es ser italiano y cantante de ópera, ¿sabe usted? Pero no un cantante cualquiera, un tenor famoso, claro que sí. Tendría una villa en Capri y cuando no estuviera viajando de aquí para allá en mi jet, dando recitales e interpretando a Verdi, Rossini o Puccini (a mí es que los franceses y alemanes no me gustan, ¿sabe usted?), me recluiría en mi mansión recibiendo amigos y practicando submarinismo en una cala privada. Porque todo el mundo asegura que tengo una voz prodigiosa, fíjese que hasta Puri, mi mujer, lo dice, aunque me haya prohibido cantar en el taxi. Según ella, si me pilla un municipal entonando un do de pecho podría empapelarme con una multa de órdago. Yo he repasado mil veces el código de circulación y no he encontrado ningún artículo que lo ponga. Un día le he de preguntar a un agente, a ver qué me cuenta. De todas formas la parienta es muy estricta, y si se entera de que mezclo obligación y devoción es ella la que me canta, pero las cuarenta en bastos, ¿sabe usted? Por eso me tengo que conformar con escuchar cedés para repasar y aprenderme los solos más famosos de la lírica italiana. Igual no se lo cree usted, pero ya he memorizado por lo menos siete arias. ¡Ah! ¡Qué lástima no ser italiano ni saber solfeo! Pero de oído interpreto bien, se lo juro. Imagínese un cartel en la Scala de Milán o en la Ópera de París: «Tosca. Con Renée Fleming y Luigi Marrone». Primero, porque la Fleming además de cantar como los ángeles, es guapa, la condenada. Le tiene un parecido a mi Puri, tanto que a veces le gasto bromas diciéndole «venga, Renée, vamos a cantar un dueto», pero solo consigo que se mosquee conmigo y me mande a freír espárragos, ¿sabe usted? Y luego, lo de Luigi Marrone es porque yo me llamo Luis Castaño y en italiano Luis es Luigi y Castaño, Marrone, ¿a que ahora sí que lo entiende? Natural. Pues eso, imagínese a la Fleming y al Marrone (un servidor) allí en el escenario, atacando esas excepcionales piezas de Puccini. Éxito aclamador. Diez tandas de aplausos. Las mejores críticas. Ramos de rosas a punta de pala. Entrevistas para todas las televisiones nacionales e internacionales. Una locura. El despiporren. Últimamente mis hijos insisten en que estoy obsesionado con esta «manía» (como lo llaman ellos), que me apunte al coro de la parroquia o vaya a un psicólogo antes de que me vuelva majareta del todo; pero yo les digo que me dejen en paz, que soñar es gratis y no hago daño a nadie. De momento ningún vecino se ha quejado porque ensaye en casa, pues será porque no lo hago tan mal ¿no cree usted? Yo les contesto que los únicos que necesitan un médico son ellos, que sí están pero que muy emparrados con el teléfono móvil, el feisbuk, el tuiter y todas esas pamplinas de ahora, ¿sabe usted? Que se dediquen a estudiar y no me den el coñazo. Y es que uno no tiene la culpa de haber nacido en el lugar equivocado, a ver si hay suerte y es verdad eso de la reencarnación y la próxima vez aparezco en el Piamonte, en Lombardía o en el Véneto. Por cierto, ¿dónde me ha dicho usted que vamos? Ah, sí, al Hilton. Perdone, es que se me ha ido el santo al cielo, estaba pensando en que me habría gustado ser italiano y cantante de ópera, ¿sabe usted?


miércoles, 27 de mayo de 2015

Aturdido por tanta felicidad




Para escuchar Almost Blue, de Chet Baker, mientras se lee:


esta noche tuve un sueño
flotaba sobre una colchoneta
en la piscina de mi mansión
contemplando mágicas nubes
desplazarse hacia el noroeste
a veces cerraba los ojos
estaba aturdido por tanta felicidad
a pesar o a propósito de las tristes notas
del «Almost Blue» que sonaba de fondo
interpretado por el mejor Chet Baker
ese que debió reaprender
a tocar la trompeta
después de que le destrozaran
los dientes por asuntos de drogas
la música solo era interrumpida a veces
por el canto de algunos pájaros
o por los gritos de mis queridos hijos
y los alegres ladridos del labrador
con el que jugaban en el jardín trasero
mi mujer tomaba el sol en top-less
recostada en una cómoda hamaca
dando cortos sorbos a un mojito
que le sirvió nuestra asistenta ecuatoriana
estaba aturdido por tanta felicidad
y pensé que sería sencillamente formidable
morir en ese preciso instante
que no me importaría lo más mínimo
que me cayese un meteorito encima
sufrir un infarto fulminante
palmarla en definitiva
en el puñetero cénit de mi vida
pensé que no valía la pena seguir viviendo
que en cualquier momento
podría sonar el teléfono
con las peores noticias de mi asesor financiero
contando por ejemplo que los yihadistas
habían invadido las Seychelles
y ya me podía ir despidiendo
del finiquito de mi contrato blindado
que en cualquier momento
telefoneaba  mi médico particular
para soltarme que las últimas pruebas
revelaban que padecía una enfermedad terminal
que en cualquier momento
llegaba un condenado chantajista
con las fotos del Presidente y un servidor
en la reunión en la que nos repartíamos
una pasta sospechosamente turbia
que en cualquier momento
irrumpían unos delincuentes
violaban a mi mujer y a la criada
secuestraban a mis hijos
y me cortaban las pelotas
estaba aturdido por tanta felicidad
allí flotando en la templada agua de la piscina
mientras mi mujer se untaba protector solar en las tetas
mientras mis hijos mordían al perro
mientras la sirvienta hacía crucigramas
mientras pensaba que quería morirme en ese instante
cuando alguien golpeó la puerta
eran dos policías municipales
que me ordenaron que desalojara
que recogiera los cartones
y saliera cagando leches
del cajero de aquel banco


martes, 28 de enero de 2014

Siempre hay otra oportunidad



Imaginas. Imaginas que vas caminando por la ciudad. Por tu ciudad. De repente sientes un mareo. Estás junto a la puerta de una iglesia. Decides entrar y sentarte un rato, a ver si se te pasa. Hay mucha gente. Se va a celebrar una boda. Y allí, al pie del altar, junto a un atleta metrosexual, Lola, la chica de tu vida vestida de blanco. Esa novia que te dejó hace meses a consecuencia de una nimia discusión, esa mujer a la que nunca dejaste de adorar. Tu corazón se acelera. En el último banco comienzas a llorar, primero en silencio, luego ruidosamente. No puedes contener el llanto. Todos te miran. Lola se vuelve y te reconoce. Se queda inmóvil y, a pesar de la distancia, divisas una triste sonrisa y varias lágrimas deslizándose por su mejilla. Luego ves cómo corre hacia ti, te toma del brazo y salís juntos del templo hacia cualquier parte, como en la escena final de “El graduado”.

Despiertas. Despiertas sobre tu propio vómito, tirado en un callejón. Al lado de un contenedor de basura. Tu vientre brama de dolor, sangras por la boca. No sin dificultad, empiezas a recordar. Lola te acaba de dejar por una tontería y te has puesto hasta el culo de alcohol. Borracho como estás, entras en la iglesia donde una pareja se está casando. El novio es Guti. Toni Gutiérrez, vestido de chaqué. El malnacido que siempre te llamaba imbécil y cada dos por tres, sin venir a cuento, te zurraba en el instituto. El bravucón que te rajó una cazadora nueva. El cerdo que te birló Cien años de soledad y luego le prendió fuego en el patio. Ese hijo de perra al lado de una joven preciosa, de un verdadero ángel. Tú, desde la valentía que proporciona la embriaguez, gritas al cafre que deje en paz a esa muchacha, que no siga, que la hará una desgraciada. Y Gutiérrez que se acerca, agarrándote de las solapas te saca al exterior y, de sendos puñetazos, primero te desordena las tripas en recuerdo de los viejos tiempos y después parte tu boca como recompensa a esa imprudente audacia.

Te incorporas un poco y observas cómo, encabezados por la novia, desfilan ante ti numerosos invitados. Parece que la ceremonia se ha suspendido. Tu inconsciencia ha conseguido desenmascarar el auténtico perfil de Guti. Ya no podrá dañar a esa pobre chica, ya no arruinará su vida. Te sientes bien, muy bien, como un héroe destrozado, sin dientes y con resaca. Sentado en el suelo, desenfundas entonces el móvil y marcas un número. Entre sollozos le pides perdón a Lola, le dices que la quieres, que no puedes vivir sin ella y acabas suplicándole que te acompañe a un médico.


jueves, 2 de enero de 2014

Guarden el secreto (Engracia's dreams)




En el hotel nadie lo sabe, por lo menos eso creo. Porque si se enteran los jefes, me cae una gorda, muy gorda, gordísima. Y después me ponen de patitas en la calle, seguro. Pero, aparte de a la Reme, necesito contárselo a alguien más, razón por la cual con su permiso voy a relatarles la extraordinaria aventura que estoy viviendo desde hace unas semanas.

En primer lugar, me presentaré: tengo cincuenta y seis años y digamos que me llamo Engracia. Para ser sincera ése no es mi verdadero nombre, es el de una tía mía del pueblo ya que, como pronto comprenderán, por prudencia no es sensato que ofrezca datos personales que faciliten mi identificación. La cuestión es que desde hace seis años soy empleada de la limpieza en el Hotel Marysol de Vigo (por favor, síganme ustedes la corriente, claro que ni el establecimiento se llama así ni está en Galicia). Hace casi un mes el arrendador del piso que tenía alquilado, por cierto un piso precioso, con mucha luz, bien situado y económico, me echó de la vivienda. Por lo visto había encontrado otro inquilino dispuesto a pagar una renta muy superior a la mía. El hijo de Satanás –perdonen ustedes la fea expresión-, acogiéndose a una cláusula del contrato, una de esas que hay que leer con lupa de muchos aumentos y luego resulta que puede tener seiscientas interpretaciones distintas, me obligó a desalojar en el plazo de tres días. Menudo disgusto, con lo bien que estaba en ese pisito y las amigas y vecinas tan simpáticas y amables que tenía: la Colasa, la Pura, la Robustiana... Como buenamente pude recogí las cosas y las guardé en el almacén de un primo de mi difunto esposo, a la espera de encontrar otro alojamiento digno y asequible acorde con mis escuetos ingresos.

Entre tanto debía buscar una pensión para ir tirando, aunque la primera noche me dije ¿y con todas las habitaciones libres que hay en el hotel vas a pagar por dormir en un cuchitril asqueroso? Ni corta ni perezosa, me metí en un cuarto vacío de la tercera planta. Pensé que no hacía mal a nadie y encima después lo iba a dejar como los chorros del oro. Fue entonces cuando empezó toda esta historia. Yo, que nunca he salido de mi provincia, que ni siquiera he ido a Benidorm con la ilusión que me hace, esa noche soñé que conducía un BMW a toda velocidad por una autopista de Austria o de Alemania, no sé, en los carteles todas las poblaciones tenían nombres terminados en –burg, –berg, -tadt, -brück o cosas por el estilo. En el sueño yo era un hombre y además con bigote, con lo poco que a mí me gustan los bigotes y las barbas. Paraba a tomar una cerveza y unas salchichas en un bar de la carretera y entendía y hablaba el alemán a la perfección. Luego de atravesar la Selva Negra o como se diga visitaba una fábrica de algo y me entrevistaba con un joven muy finolis y emperifollado que se llamaba Helmut y me hacía un pedido de mil toneladas de no sé qué producto químico, un encargo que en un plis-plas me reportaba una ganancia de un millón de euros, lo cual me puso muy contento. Fue un sueño entretenido, el tentempié del bar estaba bien y nunca había conducido un BMW, bueno ni un BMW ni nada, porque no tengo carnet de conducir. Además, el chico ese finolis después de enseñarme la fábrica me invitó a una copa de champán y unas chocolatinas, qué detalle; para mis cortas entendederas que era un poquito gay y pretendía flirtear conmigo, porque en su despacho solo se escuchaba música romántica italiana y en un momento dado creo que me hizo morritos y hasta me guiñó un ojo. Pero de ahí no pasó la cosa, ¿eh? No vayan ustedes a formarse una opinión equivocada, que una será pobre, pero no es ningún pendón verbenero.

Por la mañana, haciéndome la tonta, le sonsaqué a Matías el recepcionista (que sí, que no se llama Matías) la identidad del último huésped de la 307. Era un hombre de negocios granadino que estaba de paso en un viaje a Alemania. Me enseñó su foto y me quedé patidifusa: era el mismo rostro que había visto en el retrovisor del coche aquella noche. Acababa de soñar lo que le había pasado o iba a pasar a ese fulano en los días siguientes a su pernoctación en nuestro hotel.

Discurrí luego que al fin y al cabo todo había sido un sueño, que mi subconsciente debió grabar su cara y algunas frases pronunciadas hacia su teléfono al cruzármelo en algún pasillo, en el hall o incluso en el aparcamiento. La Robustiana me confesó una vez que  a menudo soñaba cosas que luego iban y le ocurrían, no obstante siempre he pensado que la Robustiana es un poco bruja, buena persona sí, muy buena, pero un poco bruja y además, las cosas le ocurren a ella, no a otras personas a las que no tiene el gusto de haber sido presentada.

La noche siguiente dormí en la habitación 504. Volví a soñar. Esta vez  tenía unos treinta años menos, era rubia y vestía de marca. Tenía un tipito encantador, nada de los setenta y dos fofos kilos que arrastro día sí y día también detrás del carrito de la limpieza. Además, iba acompañada de un galán. Sí, táchenme de anticuada, pero esa es la palabra: galán. Un joven hombretón, alto, con los ojos azules, elegante, que estaba de toma pan y moja. Era por la tarde y asistíamos en un local muy chic a la entrega de unos importantes premios literarios. Yo, que decían que era una prometedora escritora, lo cual en ese mundillo creo que equivale a decir que eres ocho ceros a la izquierda, había sido nominada al galardón de poesía. Era la primera oportunidad de salir en prensa, de ver mi nombre en los envidiables titulares de las secciones culturales. Tenía los nervios a flor de piel, estaba como un flan, quería morderme las uñas y comerme los dedos pero me tuve que reprimir dada la seriedad del certamen, lleno de críticos y fotógrafos. Finalmente no conseguí nada, ni un miserable diploma o una de esas menciones honoríficas que en ocasiones otorgan a los perdedores. Aquello me entristeció mucho, sentí que el mundo se derrumbaba, que todos mis esfuerzos habían sido en vano. Cuando salíamos del evento, mi guapo acompañante me susurró dulcemente: “Querida, tú siempre serás mi campeona. Esta noche te ofreceré un premio muy especial, un premio que mereces y solo yo puedo darte. Olvidarás enseguida toda esta sucia patraña. Estoy convencido de que mañana escribirás los versos más bellos de la historia.” Hubiera deseado vivir la entrega de aquel apasionante premio, pero justo en el momento más inoportuno sonó la alarma de mi reloj Kasio y me desperté.

Ni que decir tiene que intenté y pude averiguar que la anterior huésped de la 504 respondía plenamente a los rasgos del personaje soñado. Cuando me enteré, entendí que o el hotel o yo estábamos encantados.

Sin embargo, todo lo ocurrido lejos de asustarme me estimuló. Así es que decidí seguir durmiendo en habitaciones libres cada noche. Me di cuenta de que disfrutaba viviendo y sintiendo como otras personas que no tienen que cargar a diario con la fregona y el aspirador, que no están condenadas a limpiar retretes ni cambiar toallas o sustituir rollos de papel higiénico, que pueden llevar existencias felices o desgraciadas, pero siempre distintas a la aburrida rutina de una mini-mundi como yo. Cuando me alojé en la 409 piloté un moderno aeroplano y aterricé en la Costa Azul; transportaba a unos pasajeros muy adinerados que me dieron una excelente propina. Cuando lo hice en la 110, descubrí que mi marido me la pegaba con otra y le lanzaba una botella, partiéndole el cráneo y provocando mi detención por la policía, fue muy divertido. Cuando me atreví a dormir en una suite, en la 701, si bien reconozco que recibí unos duros golpes, pude experimentar el placer que se siente cuando noqueas a un negro irlandés de ciento veinte kilos en el tercer asalto, con un crochet de izquierda. Y así noche tras noche, de habitación en habitación.

Esto que me ocurre y ahora ya conocen, antes solo se lo había contado a la Reme, que es mi mejor amiga; ella me aconseja que lleve mucho tiento y dice también que parece que esté drogada con todo este maltraer, como lo llama la boba. Yo creo que en realidad tiene celos, pues a la infeliz la abandonó el cabrito del Fulgencio hace dos años, dejándola con lo puesto y poco más. Como se ha propuesto vivir y morir siendo una amargada, pretende que las demás nos solidaricemos con su causa. Pero yo no estoy dispuesta, yo voy a seguir a lo mío, a ser una secundaria de día y una estrella de noche. Ojalá que no se enteren en el hotel porque entonces sí, entonces se acabó la fiesta. Por favor, guarden el secreto.


domingo, 22 de diciembre de 2013

El misterioso impulso de la soledad (Cuento de Navidad)


Le couloir - Jèrôme Julien Gilbert  https://500px.com/Jrme-JulienGilbert


Solo. A miles de kilómetros de mis seres queridos, en una ciudad de millones de habitantes en la que apenas conocía a nadie. Pero soy de los que, si puede elegir, prefiere estar mal acompañado. Así es que, precisamente esa noche, decidí combatir el aburrimiento y la nostalgia. Miré por la ventana del diminuto apartamento y a través de la nieve llamaron mi atención las luces del hospital de enfrente. Me coloqué el abrigo, bajé y en el servicio de urgencias aseguré que sentía una aguda opresión en el pecho.

-Espere en la sala -me dijeron con gentileza tras tomar mis datos-, le llamarán.

La sala en cuestión estaba abarrotada. Tras observarlas con detenimiento, llegué a la conclusión de que la mayoría eran personas como yo, personas solitarias por una u otra razón y buena parte de ellas, también como yo, con aspecto de inmigrantes. Nadie aparentaba padecer alguna enfermedad o dolencia. Ni una tos. El silencio era compacto, se habría podido cortar con el vuelo del más insignificante de los mosquitos. Nos mirábamos mutuamente, tal vez evaluando la oportunidad de entablar una conversación aunque fuera corta e intrascendente, de intercambiar unas palabras de ánimo y amables deseos.

Eso es lo que pensaba en ese momento cuando, de repente, un hombre maduro con gorra y bigote situado tres lugares a mi derecha, se levantó de su asiento emplazándose en el centro geométrico de la sala.

-Buenas noches. Me llamo Bernard, tengo cincuenta años y estoy completamente sano. De hecho, mi doctor me felicitó por los resultados del chequeo al que me sometí hace dos meses. He venido porque no tengo a nadie. Y esta noche no quería pasarla recordando a mi mujer muerta y a los hijos que abandonaron el hogar para vivir sus propias vidas. Si alguien quiere ser mi amigo, aquí me tiene.

A continuación se alzó una mujer de treinta y tantos, morena y de rasgos norteafricanos, alta y linda, que hasta entonces había ocupado un lugar a la izquierda del hombre del bigote.

-Hola a todos, buenas noches. Gracias por romper el hielo, Bernard. Soy Amira, nací en Argelia. La semana pasada me dejó mi pareja. Después de seis años de relación tuve que tragarme el manoseado “No eres tú, soy yo”. Habría deseado poder fulminarle en el acto. Porque le quería. Pero al día siguiente amanecí contenta, liberada, feliz. Sin embargo, no tengo amigos ni familia en la ciudad. Pensé que podría conocer gente aquí y por eso he venido.

El orden de intervención inopinadamente establecido forzó de alguna manera que la joven rubia que tenía al lado se levantase. Eso significaba que yo debería ser el siguiente.

-Buenas noches. Daniela, veinticinco años. Tampoco soy de aquí. Huí de mi casa y mi país hace ocho meses. No soportaba a mi madre, borracha cada día a consecuencia del trauma que le ocasionaron los maltratos de mi padre, que está en la cárcel. No quería pasar sola esta noche y un inexplicable impulso me atrajo hasta el hospital.

Comprendí entonces que a todos nos había asaltado ese misterioso impulso que señalaba Daniela y que consiguió reunirnos allí de forma aleatoria.

Era mi turno y tenía un nudo en la garganta. Me erguí y caminé hacia los compañeros que ya se habían presentado, situándome ante ellos. En aquel instante solo acerté a decirles, de la forma más afectuosa posible, “Gracias”. Me fundí con los tres en un emocionado abrazo, cuando unas violentas descargas eléctricas sacudieron mi corazón.

Abrí en ese instante los ojos y advertí cómo un hombre maduro y con bigote apartaba de mi pecho los electrodos de un desfibrilador. A su lado había dos mujeres. Todos ellos con la usual vestimenta sanitaria, en una estancia muy iluminada.

-Bienvenido de nuevo al mundo, chico -espetó Bernard o el hombre que era un calco del Bernard que yo conocía.

-Has estado clínicamente muerto durante tres minutos, cariño -me susurró con dulzura el clon de Amira.

Finalmente la chica más joven, a la que identifiqué como Daniela, comentó sonriendo:

-Ha sido una suerte que decidieras acercarte al hospital al primer síntoma. Y más, siendo Nochebuena. ¡Feliz Navidad!


martes, 17 de diciembre de 2013

El final de un sueño





Soñaba que podía volar. La inconsciencia le ayudaba a olvidar la terrible condición del paria en que se había convertido por mor de una sociedad cada vez menos humana, más insensible. Le salió caro conservar la dignidad cuando golpeó al encargado de la fábrica después de ser insultado repetida e injustamente ante sus compañeros. Aquel sujeto solo perdió una maldita muela, él su trabajo. Y aunque no estaba dispuesto a desperdiciar el futuro, la violenta realidad pisoteó todas sus esperanzas. Soñaba que podía volar, y si bien al principio fue bello, acabó planeando sobre el interminable cementerio del optimismo.



jueves, 5 de diciembre de 2013

Ojalá los sueños




Se durmió soñando que él también podía volar, que era un marabú más surcando el luminoso cielo que cubría su comarca. Imaginó que desde la altura divisaba su poblado, las cimas de montañas sagradas y una nutrida manada de ñus desplazándose hacia el sur. Observó a los niños jugando alegremente en las riberas y a un grupo de cazadores adentrándose en la espesura del bosque. Creyó distinguir a sus padres, que lloraban angustiados a la entrada de la choza. Y cuando se disponía a acercarse para confortarlos, un golpe de mar primero y un latigazo después desvanecieron cualquier ilusión.




sábado, 22 de junio de 2013

La oración del soñador




Sueño con una mañana en que todas esas injusticias que traspasan mi piel y me desangran de odio emprendan un vuelo hacia el sol y se derritan en el camino. Sueño con unos gobernantes sensibles, dotados de unos miligramos de honradez, cordura y humanidad, que aprueben presupuestos con un exagerado superávit de sonrisas y un irrecuperable déficit de llantos. Sueño con un ejército de paz que bombardee el hambre y la miseria, que dispare cañonazos de bienestar, que invada los territorios de la tristeza y conquiste para todos la felicidad. Sueño con una economía pintada por Van Gogh. Sueño con un mundo libre, sin fronteras ni patrias, sin príncipes azules, sin ídolos espirituales ni estadistas indispensables, sin rencores ni redentores. Sueño con un pueblo lúcido, generoso y tolerante, adicto al pensamiento, que valore la cultura en los museos, en las bibliotecas, en los teatros o en los grafitis callejeros. Sueño con una sociedad en colores: sin mayorías ni minorías, sin vencedores ni vencidos. Sueño con un día que contenga ochenta y seis mil cuatrocientos segundos de puro amor. Sueño con personas que también sueñan. Sueño.


martes, 16 de abril de 2013

Vuelta y vuelta




Hace tres días Teresa, mi novia, me convenció (¡Já!) de que debíamos dar la vuelta al colchón. “Mi amiga Claudia, que está muy enterada (¡Já!) me ha asegurado que es muy conveniente volverlo del revés cada tres o seis meses, pues así se conserva mejor durante más tiempo”, dijo. No pensaba discutir por cuestión tan trivial y le ayudé a hacerlo sin la mínima réplica.

El día siguiente a dicha maniobra amanecí con un inusual buen humor. Había tenido un sueño fantástico que empezaba con mi resurrección; mi cuerpo se levantaba sobre mis pies mágicamente del suelo, se abrían mis ojos, mi sangre volvía a sus venas, desaparecía un tremendo dolor en mi pecho del que salía una limpia bala que se introducía por el cañón del revólver de un tipo que dejaba de apuntarme y guardaba el arma en el bolsillo de su gabardina. A continuación ambos caíamos al suelo para devolvernos unos golpes, nos incorporábamos, dejábamos de zarandearnos y forcejear, concluíamos una discusión por algo que no recuerdo y deponíamos juntos en amigable armonía unos muchos tragos en la barra de un bar, del que acababa saliendo de espaldas perfectamente sobrio, desfumando un pitillo. Aunque insólito y raro hasta decir basta, estoy por afirmar que resultó uno de los mejores sueños de mi vida.

Pero ayer fue terrible, fue horroroso. Desperté sobresaltado, sudado, taquicárdico. Las imágenes y emociones de ese sueño aún no terminan de borrarse de mi mente: comenzaba con una eyaculación y un orgasmo en sentido contrario, algo simplemente inimaginable por imposible pero que según las sensaciones que percibí sería lo más penoso y doloroso que podría existir, una especie de tortura física y psíquica al mismo tiempo. Siguió con mi cuerpo sobre el de Claudia, luego rodé yo debajo de ella, dejamos por este orden de lamernos, manosearnos, acariciarnos y besarnos, recogimos nuestras ropas del suelo al tiempo que nos vestíamos  impetuosamente el uno al otro y abandonamos el dormitorio mientras disminuía la pasión, entrando de espaldas y cogidos por la cintura a una sala donde nos esperaba el cadáver de Teresa en un ataúd.

Por la tarde, aprovechando que Teresa fue a la peluquería, deshice la cama y devolví el maldito colchón a su anterior posición, no sin antes estampar una clara señal en su lado inmundo.

Y anoche, mientras dormía de nuevo como un bendito, volví a hacer el amor –esta vez como Dios manda- con Claudia, la experta en colchones (¡Já!) a quien no conozco personalmente, pero que está como un tren.


viernes, 5 de abril de 2013

Fundido en negro




Hace unas noches tuve un sueño. Sucedía en enero, comenzaba a nevar y eran las cuatro de la tarde. Sé que era enero porque aquí únicamente nieva durante ese mes, y sé que eran las cuatro de la tarde porque empezaba mi programa favorito en Radio 3. Regresaba del trabajo en mi zapatilla con ruedas por una carretera vecinal muy poco transitada. De repente, en el exterior del vehículo se hizo de noche, oscuridad total durante un par de segundos, sucedió como un fundido en negro cinematográfico. Cuando volvieron la luz y el paisaje frente a mí, me encontré con el coche traqueteando en un agreste y estrecho camino, rodeado de altos y extraños árboles, entre los cuales vi saltar algunos simios. Paré y oí que la radio siseaba, no conseguí sintonizar ninguna emisora; la apagué. Mi teléfono móvil no tenía cobertura y marcaba las doce del mediodía. Conmocionado, decidí seguir conduciendo a baja velocidad por aquella angosta vereda, siendo testigo de cómo coloridas aves se cruzaban en mi recorrido. La senda fue ensanchándose poco a poco hasta que alcancé la plaza de una aldea compuesta por diez o doce chozas, de donde salieron, gritando y amenazándome con palos y lanzas, un montón de negros en taparrabos, con sus caras pintadas. Lo primero que hice fue activar el seguro del coche y ponerme a temblar. Las mujeres y los niños se asomaban al umbral de sus cabañas, mirándome con gestos de temor y sobresalto. De la choza más grande surgió el que parecía el caudillo de la tribu quien, cosa que me sorprendió, era un tipo blanco con gafas de sol que andaba contoneándose exageradamente. A medida que se acercó pude reconocer su cara: era Don Pascual, el jefe del departamento de administración de mi empresa, es decir, mi jefe, solo que como allí no debían usar tintes baratos, lucía su pelo cano y una inusual barba del mismo color. Don Pascual atravesó el pasillo que le fueron abriendo los nativos, se plantó ante mi coche y tras calmar a los guerreros extendiendo sus brazos, comenzó a hablarme con su misma voz pero en distinta lengua:

-¡Ranga tukala kun senjeli!, lo cual no supe si traducir como un “buenos días, ya era hora de que llegaras”, “joder, has vuelto a descuadrar el balance” o, incluso, “estás despedido, a la puta calle”.

Ver a Don Pascual me permitió salir de mi inicial estado de shock, pues el pánico fue sustituido por la rabia, y al advertir que el comité de recepción había dejado caer sus armas al suelo, detuve el motor, me guardé las llaves en el bolsillo y desbloqueé las puertas. A continuación bajé del coche y después de comprobar que el aire era achicharrante para estar en enero, me dirigí al jerarca blanco y con el máximo énfasis, a voz en grito y señalándole repetidamente con mi índice, le solté:

-¡Ya tenía ganas de decirte un par de cosas, Pascual! Sí, te tuteo y si no te gusta, te fastidias. Mira: eres un gilipollas y un engreído incompetente. Estás treinta años en la empresa jodiendo al personal y no sabes hacer la “o” con un canuto. Yo tengo una carrera universitaria y dos masters y tú no acabaste el puñetero bachillerato, mamón. Te pasas el día leyendo el periódico, hablando con tu familia y tus amistades por teléfono o cotilleando por Internet, mientras los demás nos dejamos el hígado currando y encima hemos de soportar tus injustas broncas. Eres un inaguantable tocapelotas, que en lo único que destacas es en lamer el culo a los superiores para que no te boten de la compañía. Y además, te tiñes el pelo como una patética nenaza. Cualquiera de estos palurdos sería mejor jefe que tú,  ¡cretino!

Largué todo de carrerilla, fue sencillo porque lo tenía ensayado hace meses, aunque en este caso no procedía mentar el tinte y tal vez me excedí al improvisar el último reproche, tachando de palurdos a los indígenas, a los que ruego me perdonen si les ofendí o se sintieron heridos por mi desacertado calificativo.

Yo no sé si Don Pascual o su sosias comprendió algo de lo que le dije, pero cuando acabé la perorata se arrodilló solemnemente ante mí, descolgó los collares que llevaba alrededor de su cuello y me los ofreció en silencio, con amabilidad y agachando su cabeza, lo cual interpreté como un traspaso de poderes.

La tribu entera emitió un entusiasta grito de júbilo (por lo visto estaban también hasta los huevos de Don Pascual) y entre algunos hombres me alzaron, dándome varias vueltas a la plaza. Mientras, las mujeres y los niños salieron de los chamizos y comenzaron a entonar alegres canciones nativas.

En ese momento me entraron ganas de mear y me desperté.

Ni sé ni me importa lo que le pasaría después a Don Pascual, de lo único que estoy seguro es que en ocasiones los sueños nos señalan el camino que hemos de tomar en la vida. Por eso, la próxima vez que ese inútil me llame la atención le voy a aflojar el mismo discurso. Aunque me abran un expediente. Aunque me cueste el puesto. Yo con las ganas no me voy a quedar.


viernes, 15 de marzo de 2013

¿El sueño eterno?





Hace ya muchos años que experimento el recurrente sueño de estar vivo. Acostumbro a soñar que abro los ojos en mi antigua cama junto a la que en otra vida fue mi mujer y que tras besarla me levanto, desayuno, me adecento, me visto y voy a la oficina. Allí encuentro a los que fueron mis compadres y superiores; entre papeles, teléfonos y ordenadores transcurre una rutinaria y tediosa mañana de trabajo. Cuando acaba la jornada tomo una bicicleta y vuelvo a casa, donde me esperan mi viuda y mis huérfanas para comer. Me acomodo luego en el sofá, donde me vuelvo a morir durante un rato y después vuelvo a soñar: a menudo me conecto a internet a consultar mis mensajes e informarme de qué pasa en el mundo (nunca me fié de la televisión ni de la radio), otras veces paso con el coche a recoger del colegio a mi hija pequeña o juego unas entretenidas partidas de frontón con viejos amigos, en ocasiones voy de compras con mi ex-pareja, visito a mis padres, veo un partido en la tele, salgo de paseo, leo un libro, escribo un cuento… Al caer el día acabamos cenando en familia y visionando todos juntos el capítulo de una serie bajada de alguna amable página pirata. Y siempre, siempre, cerca de la medianoche, cuando no me demora la extraordinaria aunque breve fortuna del amor carnal, me muero otra vez hasta el sueño siguiente.


martes, 12 de marzo de 2013

Un sueño muy especial




Ayer tuve un sueño muy especial. Estoy en Londres, en la final de la Europa Champions League. Juegan el Real Madrid y el Fútbol Club Barcelona, pero no soy un espectador. Soy un jugador suplente del Barça efectuando ejercicios de calentamiento en la banda, por si el míster precisa mis servicios. Llevo diez minutos trotando, brincando y haciendo diversos tipos de flexiones y  estoy exhausto. Debería referir en este momento que tengo 53 años, mi vida es muy sedentaria, registro un índice de masa corporal cercano a 3o (indicador de una obesidad leve o de tipo II), padezco de algo de colesterol, tengo la glucosa y ácido úrico al límite de lo normal, sufro de hernia de hiato, tengo dos pinzamientos vertebrales a  consecuencia de los cuales mi pie izquierdo lo tengo parcialmente insensible durante varios días y además el viernes pasado me volvieron a infiltrar el hombro derecho debido a una tendinitis. Pero no obstante, ahí estoy, sobre el césped del Estadio de Wembley con un lleno impresionante, más de 90.000 espectadores en las gradas, cientos de millones por la televisión.

El tiempo de juego se está agotando, estamos en el descuento, quedan 30 segundos y el marcador es de empate a uno. Se huele la prórroga. Pero en un rapidísimo contraataque, la Pulga aprovecha un pase de Xavi, se interna en el área y cuando está driblando al central para plantarse solo ante el meta y definir, aquél le derriba violentamente. Penalti y expulsión. El defensor apenas protesta, sabe que además de cometer la infracción le ha partido el tobillo a Lio, al que tienen que retirar los sanitarios. El entrenador me pide que me quite el chándal y salga a lanzar el penalti. Cuando Messi pasa a mi lado, desde la camilla y conteniendo el dolor que le produce la lesión, me sonríe y dice cariñosamente: “Papito, cagáte en ellos, machacálos con tu gol”. Le contesto: “Va por vos, Pulguita”. Palmeamos las manos y entro rápidamente, decidido a ejecutar la pena máxima.

Haré ahora el inciso de que en mi vida, mi experiencia futbolística no ha sido muy dilatada. Empecé jugando con piedras y destrozando zapatos en el patio del Colegio con unos compañeros, después en el pueblo una panda de amigos montamos un equipo llamado el Athletic Cementeri (más tarde cambiamos su denominación a Dribling) y mientras cursaba estudios superiores, aparte de pelotear a menudo en las Pistas Universitarias jugué varios partidos con mi Facultad ejerciendo de lateral o interior derecho. Después de eso, algunos encuentros amistosos de fútbol-sala con amigos o compañeros de trabajo, pero de eso hace ya más de diez años. Siempre me gustó el fútbol, relataré la anécdota de que cuando tenía 12 años mi padre me regaló un cuero formado por exágonos negros y blancos, en éstos últimos iban las firmas de los componentes del Valencia C.F. que ganó la Liga española 1970-71, allí figuraban las de Alfredo Di Stéfano (entrenador) y todo el plantel de estrellas; pues bien, un día que teníamos partido en un campo del viejo cauce del Turia utilicé ese esférico porque nadie disponía de balón (o eso dijeron). Cuando volví a casa comprobé que casi se habían borrado las rúbricas y las repasé con un bolígrafo. Era así de tarado, por jugar al fútbol destrocé un recuerdo impresionante.

Llego al área, tomo el balón y el árbitro me advierte de que no efectúe el chut hasta que suene su pitido. Me agacho a colocar primorosamente el balón en el punto fatídico, la camiseta me oprime, ya les conté lo de mi masa corporal. Se acerca el Guaje y me dice al oído: “Rafa, tú chuta a reventar”. Delante tengo a Iker Casillas, con 32 años, un atractivo atleta de 1,85 metros de altura que cubre casi todo el arco, Campeón de Europa en dos ocasiones y Campeón del Mundo en una con la selección española. Yo me llamo Rafa Sastre (como un defensa que jugó en el Sporting de Gijón y creo que se ha retirado), ya he dicho que tengo 53 años, soy alopécico desde los 20 y no repetiré mis problemas clínicos y de sobrepeso. Estoy acojonado. Menos mal que soy diestro, pues tengo medio pie izquierdo dormido, las pastillas que me recentaron actúan muy lentamente. Él es Iker Casillas, ha parado muchos penalties, está forrado, yo soy Rafa Sastre, nunca he tenido un compromiso tan grande, soy un simple administrativo y sigo acojonado. Él tiene una novia preciosa, pero yo tengo una mujer preciosa, aunque doble casi la edad de su novia y además, ahora caigo, tengo algo que él aún no tiene: dos hijas también preciosas. ¡Ajá, Iker, te he pillado! Voy a lanzar el penalti por mi mujer y por mis hijas, y de paso lo lanzaré por Lio, por Abi, por Tito, por el equipo, por la plantilla, por la cantera y por la afición que está justo detrás de esa portería y que está aún más acojonada que yo, que guarda un silencio sepulcral, unos rezan, otros se tapan los ojos o se vuelven de espaldas, otros se comen los puños… Me tienen más miedo a mí que a Cristiano y Benzemá juntos, no pueden disimularlo, es imposible.

Sé cómo voy a chutar, lo he practicado con la Play Station en varias ocasiones. El portero siempre se lanza a un costado, eso es seguro. Hay que tirar al centro, fuerte como dice Villa y a una altura media-alta a la que no alcance un eventual manotazo del arquero. Levanto mis manos y junto repetidamente las palmas para que la hinchada acompañe mi galopada hacia el esférico. Miro fijamente a los ojos a Iker. Es justo donde estoy apuntando, donde quiero que dirigir la pelota. La gente del fondo se ha animado un poco, palmea fuerte y lentamente. El árbitro hace sonar su silbato. Tomo carrera, pateo el cuero y  ¡¡¡¡¡¡GOOOOOOOOL!!!!!!!

Mi propio alarido me despertó, creo que ese fue el mejor sueño de mi vida.