viernes, 5 de abril de 2013

Fundido en negro




Hace unas noches tuve un sueño. Sucedía en enero, comenzaba a nevar y eran las cuatro de la tarde. Sé que era enero porque aquí únicamente nieva durante ese mes, y sé que eran las cuatro de la tarde porque empezaba mi programa favorito en Radio 3. Regresaba del trabajo en mi zapatilla con ruedas por una carretera vecinal muy poco transitada. De repente, en el exterior del vehículo se hizo de noche, oscuridad total durante un par de segundos, sucedió como un fundido en negro cinematográfico. Cuando volvieron la luz y el paisaje frente a mí, me encontré con el coche traqueteando en un agreste y estrecho camino, rodeado de altos y extraños árboles, entre los cuales vi saltar algunos simios. Paré y oí que la radio siseaba, no conseguí sintonizar ninguna emisora; la apagué. Mi teléfono móvil no tenía cobertura y marcaba las doce del mediodía. Conmocionado, decidí seguir conduciendo a baja velocidad por aquella angosta vereda, siendo testigo de cómo coloridas aves se cruzaban en mi recorrido. La senda fue ensanchándose poco a poco hasta que alcancé la plaza de una aldea compuesta por diez o doce chozas, de donde salieron, gritando y amenazándome con palos y lanzas, un montón de negros en taparrabos, con sus caras pintadas. Lo primero que hice fue activar el seguro del coche y ponerme a temblar. Las mujeres y los niños se asomaban al umbral de sus cabañas, mirándome con gestos de temor y sobresalto. De la choza más grande surgió el que parecía el caudillo de la tribu quien, cosa que me sorprendió, era un tipo blanco con gafas de sol que andaba contoneándose exageradamente. A medida que se acercó pude reconocer su cara: era Don Pascual, el jefe del departamento de administración de mi empresa, es decir, mi jefe, solo que como allí no debían usar tintes baratos, lucía su pelo cano y una inusual barba del mismo color. Don Pascual atravesó el pasillo que le fueron abriendo los nativos, se plantó ante mi coche y tras calmar a los guerreros extendiendo sus brazos, comenzó a hablarme con su misma voz pero en distinta lengua:

-¡Ranga tukala kun senjeli!, lo cual no supe si traducir como un “buenos días, ya era hora de que llegaras”, “joder, has vuelto a descuadrar el balance” o, incluso, “estás despedido, a la puta calle”.

Ver a Don Pascual me permitió salir de mi inicial estado de shock, pues el pánico fue sustituido por la rabia, y al advertir que el comité de recepción había dejado caer sus armas al suelo, detuve el motor, me guardé las llaves en el bolsillo y desbloqueé las puertas. A continuación bajé del coche y después de comprobar que el aire era achicharrante para estar en enero, me dirigí al jerarca blanco y con el máximo énfasis, a voz en grito y señalándole repetidamente con mi índice, le solté:

-¡Ya tenía ganas de decirte un par de cosas, Pascual! Sí, te tuteo y si no te gusta, te fastidias. Mira: eres un gilipollas y un engreído incompetente. Estás treinta años en la empresa jodiendo al personal y no sabes hacer la “o” con un canuto. Yo tengo una carrera universitaria y dos masters y tú no acabaste el puñetero bachillerato, mamón. Te pasas el día leyendo el periódico, hablando con tu familia y tus amistades por teléfono o cotilleando por Internet, mientras los demás nos dejamos el hígado currando y encima hemos de soportar tus injustas broncas. Eres un inaguantable tocapelotas, que en lo único que destacas es en lamer el culo a los superiores para que no te boten de la compañía. Y además, te tiñes el pelo como una patética nenaza. Cualquiera de estos palurdos sería mejor jefe que tú,  ¡cretino!

Largué todo de carrerilla, fue sencillo porque lo tenía ensayado hace meses, aunque en este caso no procedía mentar el tinte y tal vez me excedí al improvisar el último reproche, tachando de palurdos a los indígenas, a los que ruego me perdonen si les ofendí o se sintieron heridos por mi desacertado calificativo.

Yo no sé si Don Pascual o su sosias comprendió algo de lo que le dije, pero cuando acabé la perorata se arrodilló solemnemente ante mí, descolgó los collares que llevaba alrededor de su cuello y me los ofreció en silencio, con amabilidad y agachando su cabeza, lo cual interpreté como un traspaso de poderes.

La tribu entera emitió un entusiasta grito de júbilo (por lo visto estaban también hasta los huevos de Don Pascual) y entre algunos hombres me alzaron, dándome varias vueltas a la plaza. Mientras, las mujeres y los niños salieron de los chamizos y comenzaron a entonar alegres canciones nativas.

En ese momento me entraron ganas de mear y me desperté.

Ni sé ni me importa lo que le pasaría después a Don Pascual, de lo único que estoy seguro es que en ocasiones los sueños nos señalan el camino que hemos de tomar en la vida. Por eso, la próxima vez que ese inútil me llame la atención le voy a aflojar el mismo discurso. Aunque me abran un expediente. Aunque me cueste el puesto. Yo con las ganas no me voy a quedar.


2 comentarios:

  1. Rafa, imagino que hay, como detrás de toda ficción, algo de realidad y debo decirte una vez más (y tal vez se te haga un poco pesafo, pero es tu culpa...) que tu expresividad y frescura es digna de halago. Sos muy bueno y hacés sentor a tus lectores todo lo que te proponés. Odio al p... Don Pascual, tengo mis Don Pascuales (malditas estructuras matriciales que multiplican el mal) y te entiendo demasiado. Un abrazo y gracias por compartir el sueño de tantos como sólo tú puedes hacerlo.

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    1. Gracias, Pernando. En este caso la ucronía se vive dentro de un sueño, una ucronía onírica (¡toma ya!). Un abrazo, genio.

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