Las extrañas y repentinas muertes
de Louis Morand y Pierre Duvivier me abrieron los ojos. Pronto saqué dos
conclusiones. Una, en el INIM teníamos un topo y dos, si no movía ficha
rápidamente el mío sería el próximo cadáver.
-¿Fórmula? ¿Y para qué habríamos de
querer nosotros una maldita fórmula?
Aquellos tipos, además de
peligrosos eran duros de mollera. Un viejo colega del colegio, Jean-Luc
Leclerc, me puso en contacto con ellos. Asistir a una escuela pública tiene sus
ventajas y sus inconvenientes. En este caso, la ventaja de haber conocido a
Leclerc, un ser marginal que vivía hacía años practicando funambulismo sobre el
delgado filo de la ley.
Cuando el ascensor de Louis Morand,
director del Instituto Nacional de Investigaciones Médicas, se precipitó al
vacío desde la decimoséptima planta del edificio donde vivía, todos lamentamos
ese desgraciado accidente. Pero cuando a las pocas semanas el subdirector
Duvivier empotró el vehículo que conducía con un camión-tráiler que de forma
inexplicable invadió su carril, los compañeros del Instituto comenzaron a
sospechar de la caprichosa naturaleza del azar. Yo fui el único que no dudé, que
lo tuvo claro.
Como adjunto a la dirección y única
persona viva con acceso a todos los archivos y expedientes del centro, era
lógico que temiese por mi supervivencia y la de mis familiares. Contacté
entonces con Jean-Luc a través de un amigo y ex-compañero común, un músico
llamado René. Lo bueno de los individuos como Leclerc es que les invitas a dos
buenos tragos, les financias un revolcón de calidad y olvidan preguntarte para
qué narices necesitas unos sicarios. Así es que no puso reparos en facilitarme
el teléfono de un tal Gaetano Perinetti, un napolitano instalado en Marsella que,
según sus informaciones, contaba con un equipo de élite que resolvía trabajos complicados
con una rapidez y pulcritud exquisitas.
-Quiero ver muertos al ministro de
Sanidad y a los Presidentes de las dos compañías farmacéuticas más importantes
de Europa y mi deseo es que todo ello ocurra antes de una semana, el mismo día
y si es posible a la misma hora –dije a Gaetano en la reunión que mantuvimos en
Génova y a la que acudieron también dos miembros de su staff.
-Eso le va a salir muy caro, ¿lo
entiende, verdad?
-Lo entiendo, por supuesto que lo
entiendo. Y también espero que ustedes entiendan que aunque no tengo un euro, dispongo
de una fórmula valiosa, muy valiosa.
-¿Fórmula? ¿Y para qué habríamos de
querer nosotros una maldita fórmula?
–replicó Perinetti con su peculiar acento del suroeste italiano.
-Se lo explicaré. Dos de los tres hombres
con acceso a esa fórmula ya han sido asesinados por cuestiones pecuniarias. Yo
soy el tercero. Digamos que a las grandes farmacéuticas no les interesa que se
desarrolle ningún medicamento que ponga en riesgo sus sucios negocios. Y el
ministro no deja de ser sino un títere de esas corporaciones, un cómplice indecente
pero necesario. Solo eliminando a los tres enviaremos un mensaje claro al resto
de posibles implicados y tendremos la oportunidad de lanzar un producto que
salvará millones de vidas.
-Pero… ¿Cómo se come eso, si nos
entrega la fórmula a nosotros?
-Morand, Duvivier y yo mismo
sabíamos que nuestro descubrimiento contrariaría los intereses económicos de
cierta gentuza. Por eso buscamos discretamente a alguien atraído por la idea de
pasar a la historia como un héroe. Es un multimillonario árabe propietario, entre
otras muchas, de una empresa química ubicada en una apartada región. Íbamos a donarle
la fórmula, pero llegados a este punto prefiero que ustedes hagan su trabajo y
se cobren vendiéndosela por una pasta gansa. Él no desea participar en estas
negociaciones, quiere quedar al margen de las mismas.
-¿Así de sencillo?
-Afirmativo. He hablado con él y
hemos convenido que la compensación será muy sustanciosa. El mismo día que
cumplan su parte del trato recibirán por mensajería urgente un abultado dossier
en la dirección que ustedes me indiquen. Al cabo de un par de días el propio comprador
o uno de sus representantes le telefonearán para ultimar los detalles del
intercambio.
-¿Y quién le dice que no fuimos
nosotros los que despachamos a Morand y Duvivier? ¿Quién puede asegurarle que
no son usted y el árabe nuestros próximos objetivos?
Esas preguntas casi consiguieron helar
mi sangre. La posibilidad existía, pero una inevitable deformación profesional
me indujo a pensar que la probabilidad era despreciable.
-En ese caso, les imploro solo una
pizca de humanidad para romper sus compromisos y colaborar con nosotros. Les
repito que la vida de una buena parte de la población mundial está en juego.
Con este nuevo fármaco, muchos de sus familiares y amigos no habrían muerto: es
ni más ni menos que el remedio contra el cáncer.
Gaetano
Perinetti esbozó una lacónica sonrisa, bajó la vista y asintió en silencio.