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miércoles, 19 de febrero de 2014

El filósofo del spray


Mi sencillo homenaje a José Luis y María Fernanda, artífices de un sueño llamado BiblioCafé en Valencia. Un bello sueño que ha durado solo cuatro años, pero que ha dejado un importante legado: el colectivo de autores "Generación Bibliocafé", que esperamos seguir produciendo historias y perpetuando su origen.


La noche había sido horrible. Mónica, mi esposa, instalada en el baño por obra y gracia del virus de moda, no consiguió relajar las tripas hasta que expulsó su primer biberón y Laura, la pequeña, requería mi permanente compañía debido a unas inoportunas pesadillas. Para acabarlo de arreglar, el gato, sensible a tales eventualidades, no cesaba de maullar y merodeaba arriba y abajo, impidiéndome también conciliar el sueño.

A primera hora de la mañana bajé medio zombi a la calle. Después de desayunarme el coche grafiteado, negro sobre blanco, con la leyenda “LA VIDA ES INJUSTA” y acordarme de la santa madre del ocurrente filósofo del espray, salí al trabajo disparado. Tan disparado, que no conseguí frenar a tiempo en un semáforo e hice añicos los cuartos traseros de un utilitario.

Tras cumplimentar con la víctima los inevitables papeles para el seguro y mientras seguía conduciendo, en la radio anunciaban la enésima subida de la factura eléctrica, el establecimiento de nuevos impuestos y más recortes en sanidad y educación. Para compensar, el gobierno aseguraba que, gracias a Dios, la economía se estaba recuperando.

Llegué casi con una hora de retraso a la oficina. Pérez, el jefe de personal más canalla que uno pueda imaginar, me recibió en su despacho para comunicarme con su detestable retórica que el ERE presentado por la compañía había sido resuelto favorablemente, por lo que a finales de mes causaría baja en la empresa. Me pareció muy chocante recibir el pasaporte justo cuando los sursuncordas patrios predicaban la aparición de la luz al final del túnel. Imagino que ellos y el resto de la sociedad transitamos por diferentes subterráneos.

Me correspondían varios días de vacaciones y, como después de dejarme los cuernos allí durante más de dieciocho años no entraba en mis planes regalar a esos desagradecidos ni una centésima de segundo del resto de mi existencia, reuní mis trastos en una caja de cartón y me despedí con rapidez de los pocos compañeros que de verdad merecían dicho apelativo.

Estaba nervioso cuando me puse de nuevo al volante. Decidí que la mejor forma de relajarme sería almorzar en un chiringuito frente al Mediterráneo. Para ser invierno, el día pintaba soleado y una suave brisa soplaba de poniente. Perfecto para instalarse con una birra y un bocata de calamares ante la arena de la Malvarrosa viendo pasar los yates y veleros de toda esa gente, libre de crisis y preocupaciones, a la que no le importa un comino los problemas de los demás.

Estacioné en un aparcamiento de la zona azul completamente desierto, evitando darle propina al gorrilla cuya ayuda ni solicité ni necesité, y me encaminé al kiosko más próximo. Tras el carajillo, después de declinar el establecimiento de relaciones comerciales con tres amables vendedores africanos, me quedé traspuesto y solo al cabo de una hora, la sirena de una ambulancia que circulaba por allí consiguió reanimarme.

Volví al coche y esta vez los chascos fueron dos. Uno, la multa del “agente de la ORA”, una denominación que podría utilizarse en un serial de espías, siempre y cuando al protagonista no lo disfrazaran como a nuestros paisanos. Otro, un neumático rajado, delito cuya autoría enseguida atribuí al gorrilla insatisfecho –y por cierto desaparecido- aunque, a fuer de ser sincero, no disponía de pruebas fehacientes para incriminarle.

Sustituí la rueda y luego fui a un taller a comprar otra. Superada ya la hora de la comida, pensé que sería una excelente idea sorprender a las niñas a la salida del colegio y merendar con ellas algo de la basura americana que les chifla. Ya relataría a Mónica las malas noticias en casa, más tarde. Iba hacia la escuela cuando tuve que parar para atender una llamada en el móvil. Era mi hermano Carlos; acababan de ingresar a nuestro padre de urgencia en el hospital, había sufrido una apoplejía.

Doblé en la primera esquina y puse rumbo al Clínico. Cuando llegué, mi madre se lanzó sobre mí, abrazándome. “Está muy grave”, dijo entre sollozos. “Tranquila mamá, saldrá de ésta, como siempre. Es fuerte”, fue lo primero que se me ocurrió contestar. Al cabo de más de dos horas acudió un médico para informarnos que lo tenían en la Unidad de Cuidados Intensivos. “Ahora está estable, vamos a vigilar su evolución. Váyanse a casa, aquí no pueden hacer nada. Si ocurriese algo les avisaríamos de inmediato. Pueden volver mañana a mediodía, les permitiremos verlo durante quince minutos.”

Entré en mi domicilio a la hora de cenar y antes de que pudiera destapar la boca para empezar a contar las terribles experiencias que ese día me había deparado, Mónica lo soltó de sopetón, sin anestesia: “Hola, cariño. ¿Sabes que me han dicho que cierran la librería del barrio?”

Fue la gota que colmó el vaso de mi paciencia, de mi estabilidad emocional, de esa flema personal que bajo ninguna circunstancia debe confundirse con el nauseabundo “meninfotisme”(1) que suele adornarnos. Me acerqué apresurado al armario de las herramientas y en uno de sus estantes encontré dos espráis de pintura negra que alguna vez, por olvidados motivos, había comprado en la tienda de los chinos. Reposaban, pacientes, aguardando su momento de gloria. Esa noche me hinché a rotular vehículos en la Avenida de Aragón con la incontestable sentencia de mi querido colega: “LA VIDA ES INJUSTA”.





(1) Meninfotisme: en lenguaje valenciano, actitud consistente en mostrar indiferencia y desinterés por todo, incluso por cosas que habrían de preocupar o interesar . Es una característica atribuida a buena parte del pueblo valenciano.


jueves, 13 de febrero de 2014

Desmontando a Gustav


Ringo, a la edad de cinco años, divirtiéndose en la feria local


1

“Lego al mundo el maravilloso descubrimiento del mestizaje de las especies. Aún recuerdo cuando en mi juventud intentaba el cruce de moscas y arañas, de arañas y lagartos, de lagartas y gatos, de gatas y perros, de perras y leones. En tales casos el primer animal sucumbía, devorado o destrozado por el segundo. Pero, aunque amigos y familiares se mofaban, yo proseguía mis investigaciones entre impertérrito y entusiasmado.

Comprendí que existen criaturas incompatibles con otras y, espoleado por la idea de experimentar con nuestro propio género, en 1952 yo mismo me apareé con Gladys, la legendaria osa patinadora del Circo Ringling. Al cabo de varios meses nació Ringo, nuestro precioso hijo, el primer grizzly híbrido de la historia, al que eduqué personalmente en la disciplina humana. Con mucha dedicación e infinita paciencia he conseguido que articule algunas palabras; también que lea y escriba con fluidez, esto último sirviéndose de un artilugio especial que ordené fabricar a la medida de sus enormes pezuñas. Fuma habanos, disfruta en el cinematógrafo con las películas de Humphrey Bogart y adora el jazz, el be-bop en concreto. Come algodón de azúcar y le pirra montar en los autos de choque de Coney Island. Si bien es clavadito a su madre, representa el triunfo de la ciencia sobre el escepticismo, los prejuicios y el conservadurismo más recalcitrantes.

Vaya desde aquí mi sincero perdón a aquellos biólogos que tacharon de farsa mis éxitos, que me vilipendiaron y calumniaron por razones que  ellos conocerán. Solo espero y deseo que mi trabajo sea reconocido, que pase a los anales de la genética con el honor que merece.

En este libro revelo con todo lujo de detalles los secretos acerca de mis investigaciones. Confío en que su lectura animará a jóvenes científicos a tomar el testigo que la enfermedad que me mantiene postrado me obliga a ceder irremisiblemente.” (1)

(1) Extracto del prólogo a “El desafío evolutivo. Manual para la simbiosis de los especímenes terrestres” (Apocalypsis Editions, 1960), escrito por Gustav Yurinsky Jr. dos años antes de su defunción.


2

“Gustav Yurinsky Jr. tan solo contaba 42 años cuando falleció en la primavera de 1962, tras una larga y terrible dolencia. Tengo ahora 20 años, lo cual es mucho para un grizzly como yo. Creo que ha llegado el momento. Antes de traspasar la negra barrera, me siento obligado a declarar la verdad sobre los estudios de quien estaba convencido de ser mi padre. Porque hay que reconocer que su vida fue un auténtico fiasco. Cuando Yurinsky ayuntó con Gladys, desconocía que ella ya estaba preñada de Fenton, el oso que hacía malabares con antorchas encendidas mientras rodaba con una bicicleta por un alambre a diez metros del suelo. Fue mi propia madre la que me lo confesó, en nuestro propio lenguaje úrsico, durante una de mis escasas visitas a la sucia jaula que ocupaba en aquel maldito circo. También me aseguró que Gustav no dejaba de acosarla y abusar sexualmente de ella, con la finalidad de proporcionarme un hermano.

A pesar de su locura, de su compulsión obsesiva por unos experimentos disparatados, contrarios a cualquier lógica y ética natural, agradezco a mi falso padre que me mantuviese alejado de aquel inmundo negocio, donde los animales son vejados y maltratados de forma sistemática. También he de reconocer el tremendo esfuerzo que mostró para adiestrarme en la lectura y la escritura, gracias a lo cual he podido deleitarme con las grandes obras de los clásicos americanos: Poe, Melville, Twain y tantos otros. Ello también me ha permitido ganarme la vida decentemente como crítico literario en Time ya que, como el solfeo y la interpretación musical, los números nunca se me dieron bien, jamás logré pasar de la tabla del dos.

Sin embargo, a través de estas breves líneas deseo expresar mi ardiente deseo de que los discípulos de Gustav Yurinsky, si es que alguna vez llegó a tener alguno en cualquier recóndito rincón del planeta, renuncien a continuar unas investigaciones abocadas al más estrepitoso fracaso. Soy un triste embuste cubierto de un espeso pelo parduzco. Ustedes dirán que podría o debería haber declarado todo esto hace mucho tiempo. Tienen razón, es cierto. Pero comprendan que, aunque no soy humano y nunca lo seré, en mi interior albergaba serios temores acerca de las consecuencias ulteriores, de la imprevisible reacción de esos miles de personas que cada semana han seguido fielmente mis artículos en esta revista. Revista, por otro lado, que confío me contratase atendiendo a mi destreza profesional y no a mi supuesta singularidad biológica.

Imploro ahora sinceras disculpas desde esta eminente atalaya, por haber demorado la proclamación de la cruda realidad. Solo me resta suplicar clemencia. Si, como se suele decir, errar es de humanos, imagínense lo que puede hacer un plantígrado. Hasta siempre, mis queridísimos lectores.” (2)

(2) Último de los artículos publicados por Ringo Yurinsky en la columna titulada “Las osadías de Ringo”. Revista Time, 23 de Junio de 1972. Su autor murió a principios del año siguiente en el Circo Ringling, que reclamó su propiedad amparado en el contenido de esta publicación. En aquel cautiverio, Ringo fue  obligado a exhibir sus habilidades literarias: los espectadores elegían tres palabras al azar y con ellas, en cuestión de dos minutos, el inteligente grizzly escribía en una pizarra un estimable microrrelato.


jueves, 2 de enero de 2014

Guarden el secreto (Engracia's dreams)




En el hotel nadie lo sabe, por lo menos eso creo. Porque si se enteran los jefes, me cae una gorda, muy gorda, gordísima. Y después me ponen de patitas en la calle, seguro. Pero, aparte de a la Reme, necesito contárselo a alguien más, razón por la cual con su permiso voy a relatarles la extraordinaria aventura que estoy viviendo desde hace unas semanas.

En primer lugar, me presentaré: tengo cincuenta y seis años y digamos que me llamo Engracia. Para ser sincera ése no es mi verdadero nombre, es el de una tía mía del pueblo ya que, como pronto comprenderán, por prudencia no es sensato que ofrezca datos personales que faciliten mi identificación. La cuestión es que desde hace seis años soy empleada de la limpieza en el Hotel Marysol de Vigo (por favor, síganme ustedes la corriente, claro que ni el establecimiento se llama así ni está en Galicia). Hace casi un mes el arrendador del piso que tenía alquilado, por cierto un piso precioso, con mucha luz, bien situado y económico, me echó de la vivienda. Por lo visto había encontrado otro inquilino dispuesto a pagar una renta muy superior a la mía. El hijo de Satanás –perdonen ustedes la fea expresión-, acogiéndose a una cláusula del contrato, una de esas que hay que leer con lupa de muchos aumentos y luego resulta que puede tener seiscientas interpretaciones distintas, me obligó a desalojar en el plazo de tres días. Menudo disgusto, con lo bien que estaba en ese pisito y las amigas y vecinas tan simpáticas y amables que tenía: la Colasa, la Pura, la Robustiana... Como buenamente pude recogí las cosas y las guardé en el almacén de un primo de mi difunto esposo, a la espera de encontrar otro alojamiento digno y asequible acorde con mis escuetos ingresos.

Entre tanto debía buscar una pensión para ir tirando, aunque la primera noche me dije ¿y con todas las habitaciones libres que hay en el hotel vas a pagar por dormir en un cuchitril asqueroso? Ni corta ni perezosa, me metí en un cuarto vacío de la tercera planta. Pensé que no hacía mal a nadie y encima después lo iba a dejar como los chorros del oro. Fue entonces cuando empezó toda esta historia. Yo, que nunca he salido de mi provincia, que ni siquiera he ido a Benidorm con la ilusión que me hace, esa noche soñé que conducía un BMW a toda velocidad por una autopista de Austria o de Alemania, no sé, en los carteles todas las poblaciones tenían nombres terminados en –burg, –berg, -tadt, -brück o cosas por el estilo. En el sueño yo era un hombre y además con bigote, con lo poco que a mí me gustan los bigotes y las barbas. Paraba a tomar una cerveza y unas salchichas en un bar de la carretera y entendía y hablaba el alemán a la perfección. Luego de atravesar la Selva Negra o como se diga visitaba una fábrica de algo y me entrevistaba con un joven muy finolis y emperifollado que se llamaba Helmut y me hacía un pedido de mil toneladas de no sé qué producto químico, un encargo que en un plis-plas me reportaba una ganancia de un millón de euros, lo cual me puso muy contento. Fue un sueño entretenido, el tentempié del bar estaba bien y nunca había conducido un BMW, bueno ni un BMW ni nada, porque no tengo carnet de conducir. Además, el chico ese finolis después de enseñarme la fábrica me invitó a una copa de champán y unas chocolatinas, qué detalle; para mis cortas entendederas que era un poquito gay y pretendía flirtear conmigo, porque en su despacho solo se escuchaba música romántica italiana y en un momento dado creo que me hizo morritos y hasta me guiñó un ojo. Pero de ahí no pasó la cosa, ¿eh? No vayan ustedes a formarse una opinión equivocada, que una será pobre, pero no es ningún pendón verbenero.

Por la mañana, haciéndome la tonta, le sonsaqué a Matías el recepcionista (que sí, que no se llama Matías) la identidad del último huésped de la 307. Era un hombre de negocios granadino que estaba de paso en un viaje a Alemania. Me enseñó su foto y me quedé patidifusa: era el mismo rostro que había visto en el retrovisor del coche aquella noche. Acababa de soñar lo que le había pasado o iba a pasar a ese fulano en los días siguientes a su pernoctación en nuestro hotel.

Discurrí luego que al fin y al cabo todo había sido un sueño, que mi subconsciente debió grabar su cara y algunas frases pronunciadas hacia su teléfono al cruzármelo en algún pasillo, en el hall o incluso en el aparcamiento. La Robustiana me confesó una vez que  a menudo soñaba cosas que luego iban y le ocurrían, no obstante siempre he pensado que la Robustiana es un poco bruja, buena persona sí, muy buena, pero un poco bruja y además, las cosas le ocurren a ella, no a otras personas a las que no tiene el gusto de haber sido presentada.

La noche siguiente dormí en la habitación 504. Volví a soñar. Esta vez  tenía unos treinta años menos, era rubia y vestía de marca. Tenía un tipito encantador, nada de los setenta y dos fofos kilos que arrastro día sí y día también detrás del carrito de la limpieza. Además, iba acompañada de un galán. Sí, táchenme de anticuada, pero esa es la palabra: galán. Un joven hombretón, alto, con los ojos azules, elegante, que estaba de toma pan y moja. Era por la tarde y asistíamos en un local muy chic a la entrega de unos importantes premios literarios. Yo, que decían que era una prometedora escritora, lo cual en ese mundillo creo que equivale a decir que eres ocho ceros a la izquierda, había sido nominada al galardón de poesía. Era la primera oportunidad de salir en prensa, de ver mi nombre en los envidiables titulares de las secciones culturales. Tenía los nervios a flor de piel, estaba como un flan, quería morderme las uñas y comerme los dedos pero me tuve que reprimir dada la seriedad del certamen, lleno de críticos y fotógrafos. Finalmente no conseguí nada, ni un miserable diploma o una de esas menciones honoríficas que en ocasiones otorgan a los perdedores. Aquello me entristeció mucho, sentí que el mundo se derrumbaba, que todos mis esfuerzos habían sido en vano. Cuando salíamos del evento, mi guapo acompañante me susurró dulcemente: “Querida, tú siempre serás mi campeona. Esta noche te ofreceré un premio muy especial, un premio que mereces y solo yo puedo darte. Olvidarás enseguida toda esta sucia patraña. Estoy convencido de que mañana escribirás los versos más bellos de la historia.” Hubiera deseado vivir la entrega de aquel apasionante premio, pero justo en el momento más inoportuno sonó la alarma de mi reloj Kasio y me desperté.

Ni que decir tiene que intenté y pude averiguar que la anterior huésped de la 504 respondía plenamente a los rasgos del personaje soñado. Cuando me enteré, entendí que o el hotel o yo estábamos encantados.

Sin embargo, todo lo ocurrido lejos de asustarme me estimuló. Así es que decidí seguir durmiendo en habitaciones libres cada noche. Me di cuenta de que disfrutaba viviendo y sintiendo como otras personas que no tienen que cargar a diario con la fregona y el aspirador, que no están condenadas a limpiar retretes ni cambiar toallas o sustituir rollos de papel higiénico, que pueden llevar existencias felices o desgraciadas, pero siempre distintas a la aburrida rutina de una mini-mundi como yo. Cuando me alojé en la 409 piloté un moderno aeroplano y aterricé en la Costa Azul; transportaba a unos pasajeros muy adinerados que me dieron una excelente propina. Cuando lo hice en la 110, descubrí que mi marido me la pegaba con otra y le lanzaba una botella, partiéndole el cráneo y provocando mi detención por la policía, fue muy divertido. Cuando me atreví a dormir en una suite, en la 701, si bien reconozco que recibí unos duros golpes, pude experimentar el placer que se siente cuando noqueas a un negro irlandés de ciento veinte kilos en el tercer asalto, con un crochet de izquierda. Y así noche tras noche, de habitación en habitación.

Esto que me ocurre y ahora ya conocen, antes solo se lo había contado a la Reme, que es mi mejor amiga; ella me aconseja que lleve mucho tiento y dice también que parece que esté drogada con todo este maltraer, como lo llama la boba. Yo creo que en realidad tiene celos, pues a la infeliz la abandonó el cabrito del Fulgencio hace dos años, dejándola con lo puesto y poco más. Como se ha propuesto vivir y morir siendo una amargada, pretende que las demás nos solidaricemos con su causa. Pero yo no estoy dispuesta, yo voy a seguir a lo mío, a ser una secundaria de día y una estrella de noche. Ojalá que no se enteren en el hotel porque entonces sí, entonces se acabó la fiesta. Por favor, guarden el secreto.


domingo, 22 de diciembre de 2013

El misterioso impulso de la soledad (Cuento de Navidad)


Le couloir - Jèrôme Julien Gilbert  https://500px.com/Jrme-JulienGilbert


Solo. A miles de kilómetros de mis seres queridos, en una ciudad de millones de habitantes en la que apenas conocía a nadie. Pero soy de los que, si puede elegir, prefiere estar mal acompañado. Así es que, precisamente esa noche, decidí combatir el aburrimiento y la nostalgia. Miré por la ventana del diminuto apartamento y a través de la nieve llamaron mi atención las luces del hospital de enfrente. Me coloqué el abrigo, bajé y en el servicio de urgencias aseguré que sentía una aguda opresión en el pecho.

-Espere en la sala -me dijeron con gentileza tras tomar mis datos-, le llamarán.

La sala en cuestión estaba abarrotada. Tras observarlas con detenimiento, llegué a la conclusión de que la mayoría eran personas como yo, personas solitarias por una u otra razón y buena parte de ellas, también como yo, con aspecto de inmigrantes. Nadie aparentaba padecer alguna enfermedad o dolencia. Ni una tos. El silencio era compacto, se habría podido cortar con el vuelo del más insignificante de los mosquitos. Nos mirábamos mutuamente, tal vez evaluando la oportunidad de entablar una conversación aunque fuera corta e intrascendente, de intercambiar unas palabras de ánimo y amables deseos.

Eso es lo que pensaba en ese momento cuando, de repente, un hombre maduro con gorra y bigote situado tres lugares a mi derecha, se levantó de su asiento emplazándose en el centro geométrico de la sala.

-Buenas noches. Me llamo Bernard, tengo cincuenta años y estoy completamente sano. De hecho, mi doctor me felicitó por los resultados del chequeo al que me sometí hace dos meses. He venido porque no tengo a nadie. Y esta noche no quería pasarla recordando a mi mujer muerta y a los hijos que abandonaron el hogar para vivir sus propias vidas. Si alguien quiere ser mi amigo, aquí me tiene.

A continuación se alzó una mujer de treinta y tantos, morena y de rasgos norteafricanos, alta y linda, que hasta entonces había ocupado un lugar a la izquierda del hombre del bigote.

-Hola a todos, buenas noches. Gracias por romper el hielo, Bernard. Soy Amira, nací en Argelia. La semana pasada me dejó mi pareja. Después de seis años de relación tuve que tragarme el manoseado “No eres tú, soy yo”. Habría deseado poder fulminarle en el acto. Porque le quería. Pero al día siguiente amanecí contenta, liberada, feliz. Sin embargo, no tengo amigos ni familia en la ciudad. Pensé que podría conocer gente aquí y por eso he venido.

El orden de intervención inopinadamente establecido forzó de alguna manera que la joven rubia que tenía al lado se levantase. Eso significaba que yo debería ser el siguiente.

-Buenas noches. Daniela, veinticinco años. Tampoco soy de aquí. Huí de mi casa y mi país hace ocho meses. No soportaba a mi madre, borracha cada día a consecuencia del trauma que le ocasionaron los maltratos de mi padre, que está en la cárcel. No quería pasar sola esta noche y un inexplicable impulso me atrajo hasta el hospital.

Comprendí entonces que a todos nos había asaltado ese misterioso impulso que señalaba Daniela y que consiguió reunirnos allí de forma aleatoria.

Era mi turno y tenía un nudo en la garganta. Me erguí y caminé hacia los compañeros que ya se habían presentado, situándome ante ellos. En aquel instante solo acerté a decirles, de la forma más afectuosa posible, “Gracias”. Me fundí con los tres en un emocionado abrazo, cuando unas violentas descargas eléctricas sacudieron mi corazón.

Abrí en ese instante los ojos y advertí cómo un hombre maduro y con bigote apartaba de mi pecho los electrodos de un desfibrilador. A su lado había dos mujeres. Todos ellos con la usual vestimenta sanitaria, en una estancia muy iluminada.

-Bienvenido de nuevo al mundo, chico -espetó Bernard o el hombre que era un calco del Bernard que yo conocía.

-Has estado clínicamente muerto durante tres minutos, cariño -me susurró con dulzura el clon de Amira.

Finalmente la chica más joven, a la que identifiqué como Daniela, comentó sonriendo:

-Ha sido una suerte que decidieras acercarte al hospital al primer síntoma. Y más, siendo Nochebuena. ¡Feliz Navidad!


sábado, 26 de octubre de 2013

The LOVE Brothers



-Chicos, chicos, chicos, creo que os estáis precipitando... Mirad que en esta vida para todo hay remedio menos para la muerte, les dije.

-¡Y una mierda!, contestó a viva voz el que parecía más gallito y al mismo tiempo menos espabilado.

Todo empezó por mi inveterada adicción a la nicotina. Ya lo repetía una y otra vez Deborah, mi última novia: “El tabaco te va a matar, cariño”. Aunque era cerca de la medianoche, decidí acercarme al bazar a por un paquete de Marlboro. Fue de vuelta al apartamento cuando me interceptaron y acorralaron en un apestoso callejón, próximo a la Avenida Tremont. Había oído hablar de ellos, eran cuatro matones llamados Leonard, Otis, Vincent y Ernie. Por algún motivo se les ocurrió utilizar las iniciales de sus nombres y autodenominarse The LOVE Brothers, aunque en los fondos por los que yo me movía todos les conocían como The Democrats. En el fondo eran cuatro paletos de pueblo que el destino había reunido en el Bronx. La suma total de sus masas encefálicas era inferior al seso de un canario. No constituían una banda organizada, imposible que planeasen nada racional con su despreciable coeficiente intelectual; simplemente trabajaban para otros bajo pedido e iban sembrando el barrio de cadáveres. Siempre el mismo sistema: un disparo en la cabeza, otro en el corazón, otro en el vientre y otro en los huevos. Nunca comprendí lo del disparo en los huevos, tal vez era su firma, su marca, vete tú a saber. Les llamaban The Democrats porque, aunque operaban por encargo, antes de liquidar a alguien siempre votaban entre ellos para decidir si lo hacían o no. Parece una estupidez y de hecho lo es, pero no se nos olvide que estamos hablando de unos tipos estúpidos hasta decir basta. Me contaron que en su último trabajo, la votación para decidir si se cargaban a Danny DiPaula quedó en empate. Seguramente más de uno de aquellos sicarios todavía necesitaba aprender las vocales. Lanzaron entonces un dólar de plata y Danny perdió. Eran imbéciles, pero también duros de cojones. Se rumoreaba que una vez que arrestaron a Otis y le aplicaron el tercer grado no solo no pió nada, sino que consiguió volver majareta a uno de sus interrogadores, el cual acabó confesando un delito de pederastia.

Pues bien, allí estaba yo, esposado a una tubería del gas en la callejuela más asquerosa y oscura de Nueva York, delante de ese póker de zoquetes que se presentó de parte de Wesley Murphy, un usurero al que adeudaba desde hacía meses la módica cantidad de veinte de los grandes más intereses. Como ni tenía la pasta ni preveía tenerla en un próximo futuro, Murphy decidió cargar esa cantidad en su libro de pérdidas y ganancias, no sin antes tacharme de su lista de morosos. The democrats ya habían votado y el resultado fue de tres a uno en mi contra. Alguien había aprendido el a-e-i-o-u desde el último asesinato. Ahora, después de rezar para que el disparo en los huevos fuese el último de los cuatro, probé a gastar saliva, que es sin duda el procedimiento más asequible para alargar la vida cuando ni puedes salir corriendo ni tienes un centavo en el bolsillo.

-Chicos, chicos, chicos, creo que os estáis precipitando... Mirad que en esta vida para todo hay remedio menos para la muerte, les dije.

-¡Y una mierda!, contestó a viva voz el que parecía más gallito y al mismo tiempo menos espabilado.

-Creo que cuando habéis votado no tuvisteis en cuenta una información muy importante, decisiva, diría yo.

-¿Qué información ni qué ocho cuartos?

-Chicos, tengo información privilegiada sobre la sexta carrera de mañana.

-¿Información privilegiada? ¿Qué rayos es eso?

-Que alguien se ha ido del morro y me ha soplado cuál será el caballo ganador.

-¡No jodas!

-Sí, os lo juro por mis huesos, ¡que contraigan un cáncer si es mentira!

Aquellos palurdos se miraban entre sí embobados.

-Eso significa que si me dejáis vivir hasta mañana, por la noche os duplicaré los honorarios de Murphy, incluso es posible que salde con él mi deuda. Creo que deberíais considerar la posibilidad de votar de nuevo.

-Nunca votamos dos veces, Buchanan. Es nuestro método.

-Pero ¿qué me estás contando, hermano? Si hasta en las Cámaras repiten las votaciones, tronco. Vuestro método está anticuado, es inflexible y poco práctico. Deberíais ir pensando en cambiarlo. Este sería un buen momento para hacerlo. Recuerda que se trata de pasta, amigo.

-Espera.

Los tipos se apartaron unos metros y, colocados en círculo, con los torsos inclinados hacia adelante y cogidos de los hombros, como si estuviesen estudiando una jugada de fútbol, empezaron a cuchichear por lo bajini. Al cabo de dos minutos se incorporaron dirigiéndose hacia mí.

-Hemos decidido por unanimidad que, excepcionalmente, haremos una segunda votación. Pero no nos vengas luego con más gilipolleces, porque no habrá nuevas votaciones.

-OK, hermano. Estoy convencido de que habéis tomado una inteligente determinación. Siempre me ha encantado la democracia, por eso amo este país. ¡Dios bendiga a América!

Me invadió una absurda alegría. Me veía camino de Seattle en el primer Greyhound de la mañana cuando, después de murmurar de nuevo, se giraron para informarme.

-Buchanan, el resultado ha sido de dos a dos.

Joder, ¡me cago en la leche que mamaron! Estos tipos no tenían arreglo. ¡Vaya pandilla de anormales!

-Juro que no os entiendo, chicos. Pienso que…

-¡Basta ya de rajar y tocar las pelotas, Buchanan! Me duele la cabeza de oírte. Creo que si pronuncias una sola palabra más, te estrangulo. Acabemos con esto, necesito una aspirina. Nuestro método estipula que en caso de empate lanzamos un dólar de plata. Tú eliges: cara o cruz. Si aciertas, te las piras bien lejos. Al quinto pino. No queremos volverte a ver. Pero si pierdes la espichas, ¿entiendes?

-Capito, hermano. Pero antes de escoger tengo dos preguntas que haceros.

-Adelante.

-La primera es por qué el disparo a los huevos.

-Eso fue una idea de Ernie, mejor que te lo cuente él.

-Es una explicación fácil. Si le pegas un tiro en los testículos a un tío, se concentra en el dolor que eso le causa y los demás disparos ni los nota. Digamos que es una terapia pre-mortem, destinada a rebajar el sufrimiento. ¿Comprendes?

De esa descabellada aclaración solo deduje que el primer tiro era en los huevos. Mierda.

-OK. Y la segunda pregunta es qué eligió Danny DiPaula.

-Cara.

-No, cruz, dijo otro.

-Cara, seguro que fue cara.

-Que no, que te digo que fue cruz.

-¡Maldita sea! ¡Yo tiré la moneda y sé lo que salió! ¡Salió cruz, había elegido cara!

-Eres un capullo integral, Leo. ¡Vamos a votar a ver qué es lo que eligió Danny!

La escena era completamente delirante, surrealista. Cuatro chalados discutiendo por semejante sandez.

Nunca he creído en milagros y siempre he aborrecido a la pasma, pero reconozco que esa noche la irrupción de un coche patrulla en el callejón, mientras los mentecatos murmuraban y votaban de nuevo, me hizo recobrar la fe en Dios. ¡Ah! Y además desde entonces no he vuelto a fumar.


lunes, 2 de septiembre de 2013

Encuentros en el semáforo




Viernes 19:15 horas
Otra vez parado en el maldito semáforo de Gran Vía esquina Colón. Estas luces están sincronizadas de forma que cada día, cuando tomo el camino a casa después de otra insoportable jornada de trabajo, inevitablemente deba detenerme aquí. Giro la cabeza a la derecha y me quedo helado: el vehículo lo conduce un sujeto clavado a mí, mi otro yo, pero mejorado. Una versión superior porque está subido a la grupa de ochenta mil euros de cuero y acero, lleva puestas unas gafas de sol de dos mil y luce un traje de alpaca de precio incalculable. El semáforo cambia a verde y cuando el tipo arranca, decido seguirlo. Es una actitud instintiva. Ignoro por qué procedo así. No hay ningún pretexto razonable que justifique mi conducta, pero lo hago con inusitada convicción.

Viernes 19:25 horas
He llamado a casa por el manos libres y después de preguntar por las niñas he mentido a mi mujer diciéndole que me retrasaré un poco; un compañero nos invita a unas copas para celebrar su cumpleaños. Mi otro yo conduce muy deprisa. Intento no perderlo de vista aunque mi coche no es tan potente. De repente, ya en las afueras, su intermitente derecho señaliza lo que se antoja una parada. Se acerca al borde de la acera para recoger a una chica que espera en la puerta de un hotel. La rubia de la minifalda sube y el deportivo inicia de nuevo la marcha. Toma dirección norte por la ronda exterior de la ciudad y sale a la autovía. Yo miro el reloj y continúo tras él.

Viernes 19:40 horas
Mi sosia toma la salida 13 y entra en un polígono industrial abandonado. Prudentemente, intento que no descubra mi persecución aminorando la marcha y dejando mucho espacio entre ambos, incluso apago las luces de posición. Su velocidad también se reduce. Se detiene entre varios edificios fabriles desvencijados, al lado de un hombre apoyado en un todoterreno negro. Yo he parado a bastante distancia, convencido de que no advierten mi presencia. Saco unos potentes binoculares de visión nocturna que siempre llevo bajo el asiento (soy aficionado a la observación de aves) y veo cómo una especie de cuervo con piernas entrega una diminuta bolsa blanca a la mano que sale por la ventanilla del coche que estoy siguiendo. La mano se esconde y reaparece con un par de billetes que el pájaro atrapa de un rápido picotazo. Mi otro yo vuelve a arrancar y se incorpora nuevamente a la autovía.

Viernes 19:55 horas
El bólido abandona la autopista por la salida 6 y entra en el parking de un Motel de carretera. Bajan los ocupantes y el hombre, tomando de la cintura a la sonriente joven, se dirige a Recepción. A los cinco minutos, con una botella de champán en la mano y lo que parecen unos snacks, se introducen en el bungalow número 17. A pesar de la penumbra, he podido comprobar que Mi otro yo es perfectamente equivalente a mí. Misma complexión, misma mirada, misma debilidad capilar, mismo sobrepeso e incluso idéntica la leve cojera que padezco por desgaste de la cabeza del fémur.

Viernes 20:20 horas
Desconozco cuánto tiempo durará el presunto revolcón amenizado con espumoso, patatas fritas y estupefacientes, pero necesito estirar las piernas. Salgo del coche y camino por el aparcamiento de arriba abajo. Es de noche. No se ve un alma y excepto el lejano sonido de una televisión en el área de recepción, todo permanece tranquilo. Me acerco al auto de Mi otro yo, un biplaza nuevo de trinqui, y miro a través de los cristales. Tanteo el tirador de la puerta y para mi sorpresa compruebo que el vehículo está abierto. Se dispara mi adrenalina cuando accedo y me siento en el lugar del conductor. ¡Joder!  ¡Hasta usa el mismo perfume que yo! Esto es el colmo. ¿De dónde ha salido este tipo? Abro la guantera y extraigo la documentación. El fulano se llama Ricardo Sucre (mierda, las mismas iniciales) y vive en la zona residencial de un municipio cercano a la capital. Vuelvo a hurgar en la caja del salpicadero y doy con una foto en la que Sucre aparece con las que posiblemente son su mujer e hijas. Todas ellas de similar edad a las mías. No hay más evidencias sobre Mi otro yo, excepto una tarjeta de acreditación de la que imagino es la empresa donde trabaja o a la que representa: “Morningdays”. Una conocida multinacional dedicada a la comercialización de semillas transgénicas y fertilizantes supuestamente venenosos. Dejo todo otra vez en su sitio, cierro cuidadosamente la guantera y salgo del automóvil, dirigiéndome al mío.

Viernes 22:35 horas
Hace un rato  he tenido que volver a engañar a mi mujer diciéndole que, tras la celebración, el jefe se ha empeñado a invitarnos a una última ronda en el Flynn’s, el pub de moda entre los pijos. Ella sabe que es imposible rehusar la invitación de un jefe.
La pareja sale del bungalow y vuelve a subir al coche. Ricardo toma rumbo a la ciudad y deposita su mercancía a la puerta de otro hotel, esta vez en el centro. Entonces se me ocurre que la rubia podría escribir una guía de hospedajes más completa y fiable que la de muchos concienzudos especialistas. Mi otro yo se pone de nuevo en marcha y por la dirección que elige creo que ha decidido irse a casa. El deportivo para junto a la verja de una vivienda cerrada, en completa oscuridad. Paso delante de él, deteniéndome discretamente a un centenar de metros. Mientras la verja se está abriendo, a través de mis binoculares aprecio con claridad como el hombre llora. Se enjuga las lágrimas con un pañuelo pero acto seguido cabecea de nuevo entre perceptibles sollozos. Me estoy viendo llorar en la piel de otra persona y eso me produce un hondo desasosiego. Al cabo, Ricardo consigue contener sus penas, guarda el pañuelo y cruza la verja. Doy la vuelta y me sitúo frente a ella. Veo encenderse una luz en la primera planta y a continuación oigo un disparo. El sobresalto es espantoso, doy vuelta a la llave y salgo a toda velocidad, regalando un cinco por ciento de las gomas de mis neumáticos al seco asfalto.

Lunes 19:15 horas

Otra vez parado en el mismo semáforo de siempre, maldición. Giro la cabeza hacia la izquierda y me encuentro con una furgoneta vieja, llena de arañazos y golpes, rotulada como “Román Sierra, Limpieza de fosas sépticas”. Un escalofrío recorre mi columna cuando compruebo que el conductor es idéntico a Ricardo Sucre, es decir, idéntico a mí, y tiene las mismas iniciales. Es Otro Mi otro yo, pero empeorado, una versión inferior, con su mono beige repleto de salpicaduras y lamparones en distintos tonos ocre y una gorra deshilachada. Observo que han dejado de pasar los peatones y segundos antes de que la luz verde lo permita arranco aparatosamente, dejando más caucho sobre el pavimento. No voy a permitir que Otro Mi otro yo me persiga. He de llegar a casa cuanto antes y abrazar a mi familia.


lunes, 22 de julio de 2013

Capítulo Dos




Sí, colega, nos vienen pisando los talones. A ti y a mí. Solo faltan los típicos perros de presa olfateando nuestras huellas, arrastrando a sus amos con las correas de cuero, ladrando como posesos y exhibiendo sus temibles y afilados colmillos. No hagas esas muecas de extrañeza, debes saber de qué te hablo. Vaya, por tu cara comprendo que no recuerdas lo que pasó en el anterior capítulo. También sería posible que no lo hayas leído todavía o, aún peor, que en mi extraordinaria confusión ni siquiera lo haya escrito, que esté atrapado en una telaraña dentro de esta atolondrada cabeza. Pero estás aquí, eres mi cómplice. Siento el aliento de nuestros perseguidores en la nuca. ¿Tú no? Los tenemos muy cerca. Permaneces en silencio con esa cara de besugo recién capturado, ojos y boca bien abiertos, no te estás enterando de nada, ¿verdad? Con esa actitud me obligas a que relate todo lo sucedido. Lee cuidadosamente, no me gusta escribir las cosas dos veces, en ocasiones ni tan solo una, por eso quizás obvié el primer episodio de nuestras correrías…

Me llamo Leocadio Smith y nací en un pueblucho de Nuevo México. Soy hijo de un gringo pelirrojo y una chicana, quienes al no ponerse de acuerdo para darme nombre, recurrieron al azar usando el libro de santos del abuelo (página sexagésimo nona, décima línea: San Leocadio, bingo). En el Instituto comenzaron a apodarme Leo Pecas, innecesaria cualquier explicación. Me expulsaron cuando le reventé las narices a Kevin Grant, el hijo del Sheriff Grant, el pijo de mierda que intentó levantarme a mi chica, Catalina Fuentes. Entonces comencé a ayudar a mis padres en la granja familiar, pero fue precisamente en esa época cuando las autoridades sanitarias nos hostigaron con continuas inspecciones. Bajo la excusa de no cumplir  rigurosos controles y carecer de los permisos establecidos en la normativa, nos prohibieron seguir dedicándonos, como siempre hicimos e hicieron nuestros antepasados, a vender la leche y el queso obtenido de nuestras vacas, a criar gorrinos y gallinas, a comerciar con su carne y huevos. Mi padre vendió finalmente todos esos animales y con lo que obtuvo compró un gran rebaño de ovejas; alguien nos informó que los ovinos están menos sometidos a la reglamentación o, en otras palabras, no amenazan tanto los intereses de las grandes compañías alimentarias. Los ingresos decayeron y empecé a buscar trabajo, ardua tarea en un pueblo insignificante ubicado en el sexto pino. Después de casi dos años trampeando aquí y allá, de encargado de un video-club a camarero, de asistente de un veterinario rural a mozo en una pensión de mala muerte, decidí emigrar.

Escucha, ¿no oyes voces a lo lejos? Ten cuidado, habla bajo, no hagas ruido. Sé que nos han localizado. Ignoro si serán agentes o caza-recompensas. Anoche vi el aviso pegado en la fachada de la cantina:

SE BUSCAN
VIVOS O MUERTOS
Leo Pecas y su Lector/a
Recompensa: 30.000 $
(25.000 $ por Leo, 5.000 $ por su secuaz)

¿Qué diantres pensabas? Es normal que por el jefe de la banda ofrezcan más dinero ¿no? Además, tu intervención en mis fechorías se ha limitado a llevarme arriba y abajo en el coche, no tienes ficha policial. Mientras mi retrato es muy nítido, el tuyo solo muestra una difusa mancha gris, no se advierte si eres hombre o  mujer. A ti solo te prenderán si estás a mi lado cuando me detengan o me maten. Tengo una idea: como no pueden reconocerte, sal del establo, ve a dar una vuelta por ese villorrio, infórmate de cómo andan las cosas ahí fuera y tráeme una botella de whisky. ¿Que quieres saber el resto de la historia? ¿Que cómo has llegado hasta aquí? Bueno, pero prométeme que inmediatamente después de referírtelo todo harás lo que te he dicho.

Prosigo. En Alamogordo, el lugar donde se detonó la primera bomba atómica, residí seis meses. Trabajé ese tiempo en una gasolinera y ahorré el puñado de dólares que me costó un Chevrolet del año de la Polka, el vetusto pick-up que tan bien nos ha venido. Cuando llegué a Santa Fe tuve suerte de emplearme como recepcionista en el Club de Seniors. Poco trabajo y largas horas de tedio, que mitigué gracias a la lectura de muchos volúmenes de la biblioteca del club, más tarde con la escritura, con mis patéticos cuentos, como éste en el que estamos envueltos ahora. Esta historia sin pies ni cabeza titulada Outsiders in Nebraska, un relato malo de solemnidad, en el que el protagonista se llama como mi alias, solo que en la ficción soy un tipo algo mayor, cruel, analfabeto pero inteligente, sin amigos y alcohólico. Huérfano desde la niñez, abandonado después por mis familiares más cercanos (o menos lejanos, según se mire) paso las de Caín buscando el sustento en los confines de la sociedad de Lincoln, Nebraska. Primero son pequeños hurtos de mercancías que luego vendo, lo que me proporciona un modus vivendi sencillo aunque miserable. Más tarde aprendo un par de útiles timos que practico con petimetres locales, es una actividad más rentable pero con un mercado tan reducido que al final me veo forzado a abandonar el negocio y decido pasar al atraco a mano armada. Precisamente entonces apareces tú en medio del primer capítulo y, como no te puedes resistir a la fascinante personalidad del Leo inventado, permites que te reclute como camarada de fatigas, involucrándote de lleno en mis hazañas criminales. No comprendo cómo llegaste a este texto siendo solo un borrador, pero estoy seguro de que te traicionó el subconsciente, querías vivir a toda costa una gran aventura y solo has logrado situarte fuera de la ley, poner tu existencia en serio peligro.

Necesito un trago, colega. Me va a faltar saliva para acabar la narración. Júrame que en cuanto termine saldrás y me traerás esa botella de algo consistente. Lo has jurado, recuerda.

Ya que continúas mostrando esa alelada cara de despiste supino, te informo que empezamos con los bazares asiáticos. Esos rollitos primavera eran pan comido, muchos de ellos inmigrantes ilegales que se defecaban encima cuando les apuntabas con un revólver, que no se atrevían a interponer denuncias, a algunos les robamos en varias ocasiones. Eran trabajos tan fáciles que me avergüenza rememorarlos, tú al volante del destartalado Chevrolet, motor en marcha, esperando que yo saliera con un fajo de billetes y montones de relojes y teléfonos móviles metidos en una saca, para salir pitando por las solitarias carreteras de Nebraska, donde ni tú ni yo hemos estado jamás en la vida real. Solo nos dieron un susto, fue una noche en el Beijing Express, ya les habíamos atracado tres veces y nos estaban esperando; cuando me vieron entrar, dos tipos con pinta de ninja, armados hasta las cejas, surgieron inesperadamente de algún lugar situado detrás de las estanterías. Ése día no se me olvidará, una bala pasó rozando el lóbulo de mi oreja derecha, nos salvamos por los pelos, colega.

Ya éramos conocidos por todos los comerciantes orientales, debíamos cambiar de sector. Los restaurantes abiertos las 24 horas representaban un negocio poco lucrativo pero bastante seguro. En Lincoln y sus alrededores, a las tres de la mañana no hay mucha gente que frecuente esos lugares. Y los borrachos no nos inquietaban. Fue otra época bastante buena, cenas gratis y dinero fácil a cambio de un riesgo pequeño y controlado. Recuerdo que vivíamos bien allí, en el Motel Elvis. A veces montábamos unas juergas legendarias, en las que corrían sin límite el bourbon y los estupefacientes. La putada llegó cuando descubrimos que las malditas cámaras de seguridad habían dejado la imborrable huella de mi cara en sus grabaciones. Ese mismo día nos mudamos a Omaha.

Fue una tórrida mañana de julio cuando la patria chica de Fred Astaire, Marlon Brando, Monty Clift y Nick Nolte nos recibió con los brazos abiertos. Aunque no íbamos cortos de guita, no queríamos dormirnos en los laureles, era preciso seguir recaudando, aspirar al Oscar de los mangantes. Pero para eso teníamos que reinventarnos, dar un salto cualitativo y cuantitativo en nuestra carrera: nada de tiendas chinas, restaurantes de 24 horas ni chorradas por el estilo. Me diste la idea al preguntar dónde guarda la gente la pasta, colega. En los bancos, te respondí. La idea era visitar varias oficinas y observar los movimientos de los empleados y de los clientes, los elementos de seguridad y las vías de escape. Decidimos debutar en el Basura Bank. Si bien el botín fue irrisorio, la experiencia resultó enriquecedora. Después visitamos el Poquito Bank, con rendimientos más aceptables aunque todavía insuficientes. A éste le siguió el Ricachones Bank, en el que asumimos grandes riesgos pero obtuvimos unas considerables utilidades y, de paso, un precio por nuestras cabezas.

Pero en el último trabajo, en el Millonetis Bank, la cagamos con todo el equipo. Debí atender tus advertencias cuando, como ya hiciste la noche del Beijing Express, te arrancaste un número aleatorio de pelos del cogote, los contaste y me dijiste: “Impar, dejémoslo”. Era tu absurda y supersticiosa forma de predecir si nuestra misión tendría éxito o no. Sabes que yo nunca creí en semejante idiotez pero, joder, aquella vez volviste a acertar de pleno. Me empeñé en probar el sinsentido de tu técnica profética y lo único que conseguí fue demostrar que la avaricia rompe el saco, que a todo cerdo le llega su San Martín. Me vi obligado a disparar a un vigilante nerviosito y nos marchamos sin un centavo, con el rabo entre las piernas. El capullo del guardia solo está grave, cualquiera puede seguir viviendo sin el puñetero bazo, pero al ser sobrino de un Consejero del banco, que por más señas se postula para candidato al Senado en las próximas elecciones, la bofia se ha lanzado tras nosotros sin contemplaciones, como si hubiésemos asesinado al mismísimo Presidente de los Estados Unidos y a toda su parentela, celebrando después un rito satánico con sus cadáveres. Con tanto terrorista suelto y despliegan un operativo que cuesta un huevo a los ciudadanos, moviendo cielo y tierra, solo para trincar a dos pelagatos. Perdona el calificativo, colega, pero reconoce que eso es lo que somos: unos pelagatos, ni más ni menos.

Ahora estamos en este sucio establo abandonado a varias millas de Omaha, donde hemos llegado en un Ford alquilado con documentación falsa, intentando que se calmen las cosas y poder traspasar sin problemas la frontera de Iowa para dirigirnos a Des Moines, la ciudad donde murió el gran campeón de los pesos pesados Rocky Marciano. The End, Fine, Fin, Das Ende, Koniec.

Bueno, colega, ahora que ya te he puesto al día y conoces la situación pormenorizadamente, sal, coge el coche, acércate al pueblo, husmea un poco, entra en un supermercado y compra varios periódicos, una radio de bolsillo, algo de comida y, esto que no se te olvide, una botella del brebaje con la graduación más alta que encuentres. Cuando regreses haremos planes importantes. Pero déjame antes tu revólver, has mostrado ser incapaz de aprender a disparar durante todo este tiempo. Si te cachean y lo descubren solo conseguirás que te detengan y tú, a fin de cuentas, eres otra de mis víctimas. Vete ya. Hasta luego.

Menos mal que al final me he desecho de su compañía, le estimo tanto. Estoy convencido de que llegarán en menos que canta un gallo. No sé cómo ni por qué, pero saben que andamos por aquí. Confío en que mi colega salve el pellejo, apostaría a que no tienen informaciones o pruebas que puedan incriminarle de forma directa en ninguno de los delitos que hemos cometido. Ya oigo los helicópteros sobrevolando el establo. Y a través de unas rendijas entre las tablas que forman las paredes veo cómo, levantando nubes de polvo, se acercan manadas de coches de polizontes desde los cuatro puntos cardinales. Los desgraciados llevan las sirenas y luces a todo meter, creen que así me van a atemorizar, son bobos de nacimiento.

Ignoran que, aunque he contado siete pelos de mi cogote, no me pienso entregar, que nadie enchirona a Leo Pecas, que aquí se va a armar la de Dios es Cristo. Tengo la boca seca, dos pistolas y he visto cuatro veces Dos hombres y un destino. Ni esto es Bolivia ni yo soy Paul Newman o Robert Redford, mucho menos Butch Cassidy o Sundance Kid. No obstante voy a salir disparando a mansalva, indiscriminadamente, hasta que me acribillen o un madero con buena puntería me mande en el acto al otro barrio. Ignoran también que, desde que abra esa puerta, voy a concentrar todos los pensamientos en mi diosa, en la bella Catalina Fuentes; el recuerdo de su imagen endulzará mis últimos momentos. Los muy estúpidos no sospechan que este cuento se ha acabado, colega.