REVOLUCIÓN MATEMÁTICA [1]
Dedicado a mi profesor de
Matemáticas en Escolapios, D. León Herrero [2]
En el Reino de las
Matemáticas todo transcurría plácidamente; se cumplían las leyes (conmutativa,
asociativa y distributiva) y todas las fórmulas eran aplicadas justamente con
el fin de obtener unos resultados lógicos. Los criterios matemáticos eran respetados
y jurados por toda la población de números. Hasta que un día, en el Condado de
Geometría se produjo una rebelión contra el gobierno de la Hipotenusa, basado
en la Fórmula de Pitágoras y secundado por ejércitos de catetos al cuadrado.
Ese día, el triángulo equilátero, que vivía en la clandestinidad, reivindicó
sus ideas ante miles de ángulos: “Todos
los lados deben ser iguales”. Esa era la frase que definía el inicio de una
revolución matemática. Los ángulos agudos fueron los que apoyaron a toda costa
el ideal equilátero. Sin embargo, ángulos rectos y obtusos se pusieron de parte
de los catetos y con la ayuda de elementos procedentes de Trigonometría
(tangentes y arcos seno) trataron de impedir el éxito de tan estrambótica
revolución. Los ángulos agudos, ayudados por logaritmos neperianos y raíces
cuadradas, reclutados en Álgebra, entablaron una feroz lucha con sus enemigos.
Muy pronto realizaron su aparición en el enconado combate las funciones
exponenciales (viejos rivales de los logaritmos y las raíces) y el coeficiente
binomial, cuyos factoriales se batieron duramente. El caos matemático se
extendió por todo el Reino.
Las derivadas
luchaban a muerte con las integrales definidas; las constantes machacaban con
ayuda de los números reales a las variables; las funciones lineales trataban de
superar a las curvilíneas; se pelearon la media y la moda; las matrices, con
todo su rango, eran invertidas y traspuestas; la unidad imaginaria “i” era perseguida por la función al
cuadrado para ser eliminada; el factor común campaba por sus respetos;
histogramas, diagramas y cartogramas derribaron altísimas tablas de
frecuencias; el sustraendo insultó al minuendo; las incógnitas eran resueltas,
sucumbiendo con ellas las ecuaciones; el número “e” fue elevado al infinito y desapareció; los intervalos se
cerraron violentamente ante el acecho de los límites cuando n tiende a
infinito; los puntos de inflexión se alzaron contra máximos y mínimos; las
combinaciones se confundieron con las variaciones y permutaciones; las progresiones
aritméticas vencieron a las geométricas; los enteros repelieron con fuerza el
ataque de decimales y fracciones; incluso π tuvo más que palabras con el radio
al cuadrado; se produjeron divorcios en miles de binomios; los subconjuntos
abandonaron los diagramas de Venn y se emanciparon; las muestras agonizaban
ante la victoria de los números-índice; la áreas se negaron a seguir sirviendo
de resultado a las integrales; parábolas y elipses se vieron enfrentadas por
sus respectivas funciones; el máximo común divisor retó al mínimo común
múltiplo; la regla de Ruffini descuartizó infinidad de polinomios: las
variables aleatorias fueron tipificadas sin piedad…
En definitiva, se
vislumbraba un imperio de la desigualad, ayudada por el conjunto vacío y los
números negativos.
Pero cuando más
candente era la lucha, allende el Cálculo apareció, procedente de la Lógica
Matemática, el cuerpo de los números racionales, los cuales se impusieron sobre
estructuras y anillos, ordenadas y abscisas. Sus temibles armas, las propiedades
reflexiva, simétrica y transitiva, descoyuntaron a los rebeldes, logrando una
victoria porcentual del 100%
Liberaron a todas
las funciones matemáticas, dando amnistía a las expresiones algebraicas y
trigonométricas. Resaltaron el valor de los coeficientes y del término enésimo,
pusieron los asteriscos y los paréntesis en su sitio y desterraron las
inecuaciones. Rehabilitaron a las incógnitas y variables, con la consiguiente
alegría de las ecuaciones de segundo grado. Por último, una vez recobrada la
normalidad, nombraron Primer Ministro a la Condición Necesaria y Suficiente y
miembros del Gobierno a la Adición, la Sustracción, el Producto y la División.
Y así continúa
hasta ahora, todos los elementos felices, para infortunio de los que no estamos
entusiasmados por este “Reino.”
[1] Escrito (sin título ni
dedicatoria) en 1975.
[2]
León Herrero, de quien se rumoreaba había sido novio de Sara Montiel cuando ésta
de joven vivió en Valencia, me suspendió Matemáticas en el Curso de Orientación Universitaria, impidiendo que
pudiera presentarme a la primera convocatoria del examen de Selectivo necesario para entrar en la Universidad y condenándome a un
verano de estudio intensivo de la asignatura, yendo casi diariamente del pueblecito de Petrés
a Sagunto en bicicleta para asistir a clases particulares. Tras una inicial reacción
de incontenible ira contra este maestro, casi lógica si pensamos que era
costumbre en el Colegio aprobar a todos los alumnos que tenían un único
suspenso con el fin de darles acceso al Selectivo (y por decisión de ese profesor
yo fui el único aquel curso con el que no siguieron esa norma no escrita),
finalmente comprendí que Herrero me había hecho un excelente e impagable favor,
ya que la nota era tremendamente justa y solo gracias al esfuerzo realizado ese
verano adquirí un buen nivel en la materia que fue no útil, sino realmente
necesario para el posterior estudio de la Carrera (Ciencias Económicas). Gracias, señor
Herrero, donde quiera que usted esté.