Fighting pirate - Knut Haberkant https://500px.com/KHPhoto
Sucedió hace
siglos, a varias millas de las costas holandesas. A bordo de la goleta británica
Seacat, comandada por Walter Lizard.
Este capitán siempre tuvo ganada fama de cobarde y pusilánime entre sus subordinados.
De hecho, nadie supo nunca cómo pudo alcanzar los galones, pues cualquier
marejadilla de tres al cuarto le producía náuseas y en lugar de beber ron, como
los piratas que se precian, el higiénico del barco le administraba constantemente
infusiones destinadas a reparar su tránsito intestinal. Cuando no permanecía
indispuesto, en cuyo caso un oficial o contramaestre se hacían cargo de la
navegación, el hombre se paseaba por cubierta
-arriba y abajo- con un loro llamado Oliver posado sobre su hombro
izquierdo. El pajarraco disfrutaba retransmitiendo a los marineros las órdenes
de su amo. Si, por ejemplo, Lizard decía “¡arriad las velas!”, el plumífero
repetía “¡arriad las velas!” y los hombres se ponían a ello. Si proponía “¡ceñir
por la amura de estribor!”, Oliver reiteraba las instrucciones y enseguida se
cumplía lo ordenado. La tripulación se había acostumbrado tanto a la voz del
loro, mucho más autoritaria que la del capitán, que hasta que el ave no emitía
su propia advertencia no comenzaba a trastear con los aparejos.
Pues bien,
según relatan las crónicas, en la mañana del 13 de Julio del año del Señor de
1689, John Spencer, vigía del Seacat,
avistó en el Mar del Norte una fragata flamenca. El capitán, aterrado, dio la
orden de desplegar velas y virar a sotavento en una maniobra tendente a huir,
con fuerza de popa, de aquella amenazante nave, más voluminosa y dotada de un armamento
mucho más poderoso. Pero el loro, descontento con el canguelo de Lizard, le
sacó un ojo de un picotazo; tras volar brevemente y situarse en el puente de
mando, gritó: “¡Izad las velas y virar a barlovento! ¡Artilleros, a los
cañones! ¡Listos para el abordaje!”
Habría sido
una victoria épica, y más tratándose de la primera y única incursión de la
historia dirigida por un ave psitaciforme, si no hubiese sido porque en el vetusto
y destartalado navío holandés solo viajaban ocho personas que se rindieron sin
paliativos. Ocho hombres cuya misión era conducir el inútil barco mar adentro, para
hundirlo en agua de nadie y regresar luego sobre una barcaza.
Lo que
poca gente sabe es que, tras difundirse entre los corsarios esta anécdota, la
mayoría comenzó a lucir –como hizo Walter Lizard el resto de su vida- un parche
en el ojo izquierdo. No porque (como él) estuviesen tuertos, sino para prevenir
posibles ataques de sus mascotas, con las que a partir de entonces se les veía cuchichear
muy a menudo, tratando de consensuar las órdenes antes de impartirlas.