Mostrando entradas con la etiqueta Literatura. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Literatura. Mostrar todas las entradas

martes, 18 de noviembre de 2014

Oscar Wilde y la importancia de la imaginación




En su obra "La decadencia de la mentira" (1889), Oscar Wilde (1854-1900) nos obsequia con su opinión personal sobre otros importantes literatos de su época.

  • Sobre Robert Louis Stevenson (1850-1894) dice que es un maestro de la prosa delicada y caprichosa, pero que está contaminado por el vicio de la "verdad". "La flecha negra" es tan inartística que no contiene ni un solo anacronismo digno de nota, mientras que la transformación del doctor Jeckyll se asemeja peligrosamente a un experimento de "The Lancet"
  • Henry James (1843-1916) escribe historias de ficción como si fuera un deber penoso y dilapida en motivos mezquinos y "puntos de vista" imperceptibles su pulcro estilo literario, sus frases felices, su sátira certera y cáustica.
  • George Meredith (1828-1909): ¿Quién puede definirle? Su estilo es el caos iluminado por fulgores de relámpago. Como escritor ha dominado todo menos el lenguaje; como novelista sabe hacerlo todo menos contar una historia; como artista lo único que le falta es saber expresarse. Será lo que será, pero realista no es. O mejor diría yo que es un hijo del realismo que no se habla con su padre. por elección deliberada se ha afiliado al romanticismo. Aunque su noble espíritu no se revolviera contra los ruidosos asertos del realismo, su solo estilo sería más que suficiente para mantener la realidad a una distancia de respeto.
  • Honoré de Balzac (1799-1850) posee la más notable combinación del temperamento artístico con el espíritu científico. Lo segundo lo legó a sus discípulos. Lo primero era privativo de él. "Todos los personajes de Balzac", dijo Baudelaire, "están dotados del mismo ardor de vida que latía en él. Todas sus ficciones tienen el vivo colorido de los sueños. Cada mente es un arma cargada de voluntad hasta la boca. Hasta los marmitones son geniales". La frecuentación de Balzac reduce a nuestros amigos vivos a sombras , y a  nuestros conocidos a sombras de sombras. Sus personajes poseen una existencia como de llama ardiente. Nos dominan y desafían al escepticismo. Admito, sin embargo, que dio demasiado valor a la modernidad de la forma. 
  • Guy de Maupassant (1850-1893), con su aguda ironía mordaz y su estilo vívido y duro, desnuda a la vida de los pocos harapos que todavía la cubren para mostrarnos la llaga hedionda y la herida purulenta. Escribe pequeñas tragedias escabrosas donde todo el mundo es ridículo, comedias amargas donde las lágrimas no dejan reír.
  • Émile Zola (1840-1902), fiel al enaltecido principio que establece en uno de sus pronunciamientos sobre literatura (L'homme de génie n'a jamais d'esprit), está resuelto a demostrar que, a falta de genio, por lo menos sabe ser pesado. ¡Y cómo lo logra! Su obra es un puro yerro de principio a fin, y no en lo moral sino en lo artístico. Desde cualquier punto de vista ético es como debe ser. El autor es absolutamente veraz, y describe las cosas exactamente como suceden. ¿Qué más podría desear un moralista? Los vicios de sus personajes son sórdidos, y sus virtudes más sórdidas aún. La crónica de sus vidas carece por completo de interés. ¿Qué más nos da lo que les suceda? En la literatura pedimos distinción, encanto, belleza y fuerza imaginativa. No queremos que nos aflijan y nos asqueen con la crónica de lo que hacen las clases inferiores.
  • Alphonse Daudet (1840-1897) vale más. Posee ingenio, pluma ligera y estilo ameno.Pero últimamente ha incurrido en un suicidio literario. Ahora que sabemos que sus personajes proceden directamente de la realidad nos parece que de pronto han perdido toda su vitalidad, las pocas cualidades que poseían. Las únicas personas de verdad son las que nunca existieron, y si un novelista tiene la vileza de tomar de la vida sus personajes, al menos debería aparentar que son creaciones y no hacer alarde de que son copias. Lo que justifica a un personaje de novela no es que otras personas sean como son, sino que el autor sea como es. De otro modo la novela no es una obra de arte.

miércoles, 2 de julio de 2014

Fraude


Foto de Romain Chassagne - http://500px.com/RomImage

Aunque sus dedos pulsaban las teclas, no era él quien escribía. Algo o alguien poseían su cuerpo y su mente durante esos momentos que dedicaba a labrarse la inmortalidad más barata e incierta. Cierto día, releyendo textos, advirtió el fraude y retribuyó su pesadumbre con un disparo en la sien.


domingo, 27 de abril de 2014

Ajuste de cuentas



De súbito, despiertas. Abres los ojos, acostado al lado de una mujer desnuda a la que no conoces. Sobre un colchón que tortura tus vértebras. En la infame habitación de un mísero motel. Te levantas con dificultad, encogiéndote de dolor. Descorres las cortinas. Fuera, bajo el sol naciente, un paisaje árido en tonos ocres. Estás en medio del desierto que a lo lejos atraviesa una carretera solitaria. Te vuelves y reparas en la insólita belleza de esa misteriosa mujer. También en su palidez extrema. Te acercas y cuando compruebas que no reacciona a tus llamadas, que parece no respirar, la abofeteas. Nada. Verificas su pulso y decides que está muerta. Te entra el canguelo. No hay sangre, tampoco marcas de violencia en ningún rincón de su preciosa anatomía. Pero te acobardas porque, además, no logras recordar. No sabes dónde te hallas ni cómo has podido llegar allí. Ignoras quién es la diosa muerta. Lo ocurrido durante las anteriores veinticuatro horas sencillamente se ha desvanecido, ya no forma parte de tu vida, de tu historia. Entonces observas alrededor. Sobre una pequeña mesa, tumbada y vacía, descansa una botella de bourbon; a su lado, un cenicero repleto de colillas. En el suelo una vieja máquina de escribir, destrozada. Y la papelera, llena de folios estrujados. Tomas uno de ellos y lees la única línea que hay mecanografiada en él. A continuación despliegas otro que muestra la misma leyenda. Y luego otro y otro más, hasta vaciar la cubeta. Comienzas a temblar. En todos aquellos papeles, las mismas palabras: “Hoy encontré a mi musa; va a pagar por todo lo que no hizo”


jueves, 17 de abril de 2014

¡Vive Dios!


Cuadro de Francisco Domingo Marqués (1842-1920)


A Don Gonzalo le encendía la sangre y desgarraba el alma que también Maese Nuño cortejase a Doña Isabel de Velada, la hermosísima dama que tiempo ha tenía secuestrado su inflamado corazón, y no halló más sabio ni certero remedio que promover un duelo que dirimiese cuál de los dos caballeros alcanzaría la merced de pretender en exclusiva a doncella tan maravillosa. Resuelto a semejante enfrentamiento, pues bien prefería arrostrar la inconveniencia de la muerte al sinvivir de los celos, el loco enamorado encomendó a un lacayo allegase al rival su aviso de desafío, brindándole el privilegio de elegir armas como era de ley en el Concejo.

Mas cuando Gonzalo leyó la réplica de Nuño primeramente palideció, luego blasfemó y maldijo a su taimado enemigo: los pertrechos escogidos no eran sino la pluma de un ganso, un tintero y una lámina de papel; el más galante soneto de amor, al decir de la propia Isabel, dispondría el vencedor de la contienda.

Cuento finalista en el Concurso de Microrrelatos Avilabierta 2013


jueves, 27 de febrero de 2014

Valerosos lienzos blancos



Compañeros:
Tomemos el lápiz y afilémoslo,
saquémosle punta
hasta convertirlo en una lanza.
Carguemos la pluma de munición
azul, negra o de color,
se avecina una contienda.
Encendamos el ordenador,
abramos el procesador de textos.
Preparémonos para combatir.
Esa hoja o pantalla vacía
que tenemos delante
nos propone un desafío,
una pugna suicida.
Completamente desarmada,
solo nuestro desánimo
le otorgará una tregua,
ya que jamás podrá vencer.
Su provocadora palidez
acabará ultrajada o destruida.
Está destinada,
por su propia naturaleza,
a encajar balas de tinta,
ser herida por picas de grafito
o profanada por códigos binarios.
Sin embargo
esos valerosos lienzos blancos
adoran su destino
porque están convencidos
de que es rentable el sacrificio,
que aunque su suerte esté echada
nada sería posible sin ellos.


miércoles, 19 de febrero de 2014

El filósofo del spray


Mi sencillo homenaje a José Luis y María Fernanda, artífices de un sueño llamado BiblioCafé en Valencia. Un bello sueño que ha durado solo cuatro años, pero que ha dejado un importante legado: el colectivo de autores "Generación Bibliocafé", que esperamos seguir produciendo historias y perpetuando su origen.


La noche había sido horrible. Mónica, mi esposa, instalada en el baño por obra y gracia del virus de moda, no consiguió relajar las tripas hasta que expulsó su primer biberón y Laura, la pequeña, requería mi permanente compañía debido a unas inoportunas pesadillas. Para acabarlo de arreglar, el gato, sensible a tales eventualidades, no cesaba de maullar y merodeaba arriba y abajo, impidiéndome también conciliar el sueño.

A primera hora de la mañana bajé medio zombi a la calle. Después de desayunarme el coche grafiteado, negro sobre blanco, con la leyenda “LA VIDA ES INJUSTA” y acordarme de la santa madre del ocurrente filósofo del espray, salí al trabajo disparado. Tan disparado, que no conseguí frenar a tiempo en un semáforo e hice añicos los cuartos traseros de un utilitario.

Tras cumplimentar con la víctima los inevitables papeles para el seguro y mientras seguía conduciendo, en la radio anunciaban la enésima subida de la factura eléctrica, el establecimiento de nuevos impuestos y más recortes en sanidad y educación. Para compensar, el gobierno aseguraba que, gracias a Dios, la economía se estaba recuperando.

Llegué casi con una hora de retraso a la oficina. Pérez, el jefe de personal más canalla que uno pueda imaginar, me recibió en su despacho para comunicarme con su detestable retórica que el ERE presentado por la compañía había sido resuelto favorablemente, por lo que a finales de mes causaría baja en la empresa. Me pareció muy chocante recibir el pasaporte justo cuando los sursuncordas patrios predicaban la aparición de la luz al final del túnel. Imagino que ellos y el resto de la sociedad transitamos por diferentes subterráneos.

Me correspondían varios días de vacaciones y, como después de dejarme los cuernos allí durante más de dieciocho años no entraba en mis planes regalar a esos desagradecidos ni una centésima de segundo del resto de mi existencia, reuní mis trastos en una caja de cartón y me despedí con rapidez de los pocos compañeros que de verdad merecían dicho apelativo.

Estaba nervioso cuando me puse de nuevo al volante. Decidí que la mejor forma de relajarme sería almorzar en un chiringuito frente al Mediterráneo. Para ser invierno, el día pintaba soleado y una suave brisa soplaba de poniente. Perfecto para instalarse con una birra y un bocata de calamares ante la arena de la Malvarrosa viendo pasar los yates y veleros de toda esa gente, libre de crisis y preocupaciones, a la que no le importa un comino los problemas de los demás.

Estacioné en un aparcamiento de la zona azul completamente desierto, evitando darle propina al gorrilla cuya ayuda ni solicité ni necesité, y me encaminé al kiosko más próximo. Tras el carajillo, después de declinar el establecimiento de relaciones comerciales con tres amables vendedores africanos, me quedé traspuesto y solo al cabo de una hora, la sirena de una ambulancia que circulaba por allí consiguió reanimarme.

Volví al coche y esta vez los chascos fueron dos. Uno, la multa del “agente de la ORA”, una denominación que podría utilizarse en un serial de espías, siempre y cuando al protagonista no lo disfrazaran como a nuestros paisanos. Otro, un neumático rajado, delito cuya autoría enseguida atribuí al gorrilla insatisfecho –y por cierto desaparecido- aunque, a fuer de ser sincero, no disponía de pruebas fehacientes para incriminarle.

Sustituí la rueda y luego fui a un taller a comprar otra. Superada ya la hora de la comida, pensé que sería una excelente idea sorprender a las niñas a la salida del colegio y merendar con ellas algo de la basura americana que les chifla. Ya relataría a Mónica las malas noticias en casa, más tarde. Iba hacia la escuela cuando tuve que parar para atender una llamada en el móvil. Era mi hermano Carlos; acababan de ingresar a nuestro padre de urgencia en el hospital, había sufrido una apoplejía.

Doblé en la primera esquina y puse rumbo al Clínico. Cuando llegué, mi madre se lanzó sobre mí, abrazándome. “Está muy grave”, dijo entre sollozos. “Tranquila mamá, saldrá de ésta, como siempre. Es fuerte”, fue lo primero que se me ocurrió contestar. Al cabo de más de dos horas acudió un médico para informarnos que lo tenían en la Unidad de Cuidados Intensivos. “Ahora está estable, vamos a vigilar su evolución. Váyanse a casa, aquí no pueden hacer nada. Si ocurriese algo les avisaríamos de inmediato. Pueden volver mañana a mediodía, les permitiremos verlo durante quince minutos.”

Entré en mi domicilio a la hora de cenar y antes de que pudiera destapar la boca para empezar a contar las terribles experiencias que ese día me había deparado, Mónica lo soltó de sopetón, sin anestesia: “Hola, cariño. ¿Sabes que me han dicho que cierran la librería del barrio?”

Fue la gota que colmó el vaso de mi paciencia, de mi estabilidad emocional, de esa flema personal que bajo ninguna circunstancia debe confundirse con el nauseabundo “meninfotisme”(1) que suele adornarnos. Me acerqué apresurado al armario de las herramientas y en uno de sus estantes encontré dos espráis de pintura negra que alguna vez, por olvidados motivos, había comprado en la tienda de los chinos. Reposaban, pacientes, aguardando su momento de gloria. Esa noche me hinché a rotular vehículos en la Avenida de Aragón con la incontestable sentencia de mi querido colega: “LA VIDA ES INJUSTA”.





(1) Meninfotisme: en lenguaje valenciano, actitud consistente en mostrar indiferencia y desinterés por todo, incluso por cosas que habrían de preocupar o interesar . Es una característica atribuida a buena parte del pueblo valenciano.


domingo, 12 de enero de 2014

Esos inoportunos halagos



-Chico, tienes un don: naciste para escribir -me aseguró el grandísimo tocapelotas. Decía que era un experto literario ¡Y una mierda! No recuerdo su nombre, pero sí su cara. Si algún día me lo encuentro, se la parto en mil pedazos.

Era yo tan mentecato que aquellas frases calaron hondo. Mandé al carajo los estudios y me concentré en escribir. Aquel erudito de pacotilla había manifestado que había nacido para eso y solo a eso me pensaba dedicar. Cumplí los treinta y no había publicado una línea. Entonces mi padre planteó un ultimátum: me ponía a currar en el taller familiar o ahuecaba el ala. Me llamó parásito y le contesté maldito fracasado, fue la última vez que lo vi.

Sigo sin publicar nada, aunque doy la brasa al editor que se me pone por delante. Ahora que mi padre no está, he de reconocer que si en este mundo hay un maldito fracasado, ése soy yo.


miércoles, 1 de enero de 2014

Lo impredecible





El soplón era fiable, la noche su aliada. Billy había estado vigilando desde su coche y durante más de una hora aquella ventana del quinto piso en un destartalado bloque de apartamentos de Harlem, donde un par de desgraciados mantenían secuestrada a Bambi Carrington, la hija de Ronald Carrington, más conocido como “The Golden Banker”. El detective fue contratado para evitar la intervención policial que habría contravenido las órdenes de los raptores pero, esencialmente, para soslayar la entrega de los cinco kilos de rescate exigidos; porque aunque Ronnie era multimillonario, era más rácano y miserable que la madre que lo parió, por eso se agenció un sabueso tan barato.

Billy no tenía ningún plan, cada vez que en el pasado proyectó alguno palmaban uno o varios de sus compañeros. Ahora prefería trabajar solo y por intuición. Bajo su anorak, la única protección de un chaleco antibalas de segunda mano, ya que de lo único que estaba seguro al ciento por ciento era de que aquello acabaría con una ensalada de tiros. Comprobó que las  Magnum-44 estaban bien cargadas, quitó los seguros e introdujo una en la pistolera y otra en su cintura. Tras cerciorarse de que no había vigilancia en el cutre y mal iluminado hall del edificio, traspasó el umbral y comenzó a subir silenciosamente las escaleras. El ritmo cardíaco se aceleró de forma exponencial con cada pisada.

De repente, Abraham, el viejo sordo del segundo izquierda, puso en marcha a toda castaña la televisión y la famosa cocainómana reciclada en vendedora de best-sellers berreó a pleno pulmón con su carajillera voz: “¡YO POR MI HIJA MA-TO, MA-TO!, ¿COMPRENDES?”

Después de eso mi inspiración se fue a la mierda y esta hoja de papel a la puñetera basura. Aunque la he rescatado añadiendo estas últimas líneas para denunciar las desagradables consecuencias que sobre vuestros vecinos puede tener conectar la tele-detritus cuando has renunciado al uso de un audífono.

Mañana me compro una Magnum. Fijo.


viernes, 27 de diciembre de 2013

El bucle




“Quizás mañana”. Así concluye el escritor un largo monólogo interior ante sus instrumentos de trabajo. Mejor invocar a la inspiración en la calle, mientras pasea a un Toby silencioso pero suplicante. Mas cuando va a levantarse, el lápiz se yergue mágicamente sobre el papel y acariciándolo, comienza a parir estas palabras:

“”Quizás mañana”. Así concluye el escritor un largo monólogo interior ante sus instrumentos de trabajo. Mejor invocar a la inspiración en la calle, mientras pasea a un Toby silencioso pero suplicante…”


miércoles, 6 de noviembre de 2013

Sueños rotos





Mientras su padre prendía fuego a una gran pira de sueños rotos, el niño advirtió en su mirada la tristeza del náufrago cuando un barco pasa de largo, la derrota del toro bravo después de mil puyazos, el arrastrar de cadenas de un nuevo esclavo. Sin embargo, la veneración por su héroe jamás se atenuó; el chico conservó como un tesoro la obra cumbre de aquel escritor fracasado: el maravilloso cuento que le escribió cuando comenzaba a leer y que muchas noches, antes de dormir, revisa entre sollozos.


sábado, 24 de agosto de 2013

Tentar a la suerte





A veces no conviene tentar a la suerte. Por eso, cuando suena el despertador a las 6:30 todas las mañanas, no lo agarras y lo estampas contra la pared. Por eso, decides afeitarte cada tres o cuatro días, cuando en realidad te dejarías crecer la barba hasta el suelo. Seguro que es también por eso que sueles tomar los metros de las 7:20 y las 15:15 y te obligas a convivir durante una hora con todos esos zombis, insensibles al sonido gracias a sus auriculares y ensimismados ante un artilugio que aunque se llama teléfono solo sirve para cualquier cosa menos para conversar. Como no te gustan los riesgos, te pasas siete largas horas delante de la pantalla de una computadora en la que, desde decenas de direcciones, te llueven las órdenes que antes impartía una persona de carne y hueso denominada jefe, un tipo que era o autoritario o incompetente o las dos cosas al mismo tiempo. Por prudencia, no envías a la mierda a un compañero (por llamarlo algo) que intenta endosarte, con mejor o peor resultado, parte de su faena. Y como, en definitiva, eres un gallina, no mandas todo y a todos al carajo, pegas un portazo y te largas para dedicarte a lo que en verdad te gusta, que es ni más ni menos que escribir. Todo ello porque a veces, pero casi siempre, no conviene tentar a la suerte.


lunes, 22 de julio de 2013

Capítulo Dos




Sí, colega, nos vienen pisando los talones. A ti y a mí. Solo faltan los típicos perros de presa olfateando nuestras huellas, arrastrando a sus amos con las correas de cuero, ladrando como posesos y exhibiendo sus temibles y afilados colmillos. No hagas esas muecas de extrañeza, debes saber de qué te hablo. Vaya, por tu cara comprendo que no recuerdas lo que pasó en el anterior capítulo. También sería posible que no lo hayas leído todavía o, aún peor, que en mi extraordinaria confusión ni siquiera lo haya escrito, que esté atrapado en una telaraña dentro de esta atolondrada cabeza. Pero estás aquí, eres mi cómplice. Siento el aliento de nuestros perseguidores en la nuca. ¿Tú no? Los tenemos muy cerca. Permaneces en silencio con esa cara de besugo recién capturado, ojos y boca bien abiertos, no te estás enterando de nada, ¿verdad? Con esa actitud me obligas a que relate todo lo sucedido. Lee cuidadosamente, no me gusta escribir las cosas dos veces, en ocasiones ni tan solo una, por eso quizás obvié el primer episodio de nuestras correrías…

Me llamo Leocadio Smith y nací en un pueblucho de Nuevo México. Soy hijo de un gringo pelirrojo y una chicana, quienes al no ponerse de acuerdo para darme nombre, recurrieron al azar usando el libro de santos del abuelo (página sexagésimo nona, décima línea: San Leocadio, bingo). En el Instituto comenzaron a apodarme Leo Pecas, innecesaria cualquier explicación. Me expulsaron cuando le reventé las narices a Kevin Grant, el hijo del Sheriff Grant, el pijo de mierda que intentó levantarme a mi chica, Catalina Fuentes. Entonces comencé a ayudar a mis padres en la granja familiar, pero fue precisamente en esa época cuando las autoridades sanitarias nos hostigaron con continuas inspecciones. Bajo la excusa de no cumplir  rigurosos controles y carecer de los permisos establecidos en la normativa, nos prohibieron seguir dedicándonos, como siempre hicimos e hicieron nuestros antepasados, a vender la leche y el queso obtenido de nuestras vacas, a criar gorrinos y gallinas, a comerciar con su carne y huevos. Mi padre vendió finalmente todos esos animales y con lo que obtuvo compró un gran rebaño de ovejas; alguien nos informó que los ovinos están menos sometidos a la reglamentación o, en otras palabras, no amenazan tanto los intereses de las grandes compañías alimentarias. Los ingresos decayeron y empecé a buscar trabajo, ardua tarea en un pueblo insignificante ubicado en el sexto pino. Después de casi dos años trampeando aquí y allá, de encargado de un video-club a camarero, de asistente de un veterinario rural a mozo en una pensión de mala muerte, decidí emigrar.

Escucha, ¿no oyes voces a lo lejos? Ten cuidado, habla bajo, no hagas ruido. Sé que nos han localizado. Ignoro si serán agentes o caza-recompensas. Anoche vi el aviso pegado en la fachada de la cantina:

SE BUSCAN
VIVOS O MUERTOS
Leo Pecas y su Lector/a
Recompensa: 30.000 $
(25.000 $ por Leo, 5.000 $ por su secuaz)

¿Qué diantres pensabas? Es normal que por el jefe de la banda ofrezcan más dinero ¿no? Además, tu intervención en mis fechorías se ha limitado a llevarme arriba y abajo en el coche, no tienes ficha policial. Mientras mi retrato es muy nítido, el tuyo solo muestra una difusa mancha gris, no se advierte si eres hombre o  mujer. A ti solo te prenderán si estás a mi lado cuando me detengan o me maten. Tengo una idea: como no pueden reconocerte, sal del establo, ve a dar una vuelta por ese villorrio, infórmate de cómo andan las cosas ahí fuera y tráeme una botella de whisky. ¿Que quieres saber el resto de la historia? ¿Que cómo has llegado hasta aquí? Bueno, pero prométeme que inmediatamente después de referírtelo todo harás lo que te he dicho.

Prosigo. En Alamogordo, el lugar donde se detonó la primera bomba atómica, residí seis meses. Trabajé ese tiempo en una gasolinera y ahorré el puñado de dólares que me costó un Chevrolet del año de la Polka, el vetusto pick-up que tan bien nos ha venido. Cuando llegué a Santa Fe tuve suerte de emplearme como recepcionista en el Club de Seniors. Poco trabajo y largas horas de tedio, que mitigué gracias a la lectura de muchos volúmenes de la biblioteca del club, más tarde con la escritura, con mis patéticos cuentos, como éste en el que estamos envueltos ahora. Esta historia sin pies ni cabeza titulada Outsiders in Nebraska, un relato malo de solemnidad, en el que el protagonista se llama como mi alias, solo que en la ficción soy un tipo algo mayor, cruel, analfabeto pero inteligente, sin amigos y alcohólico. Huérfano desde la niñez, abandonado después por mis familiares más cercanos (o menos lejanos, según se mire) paso las de Caín buscando el sustento en los confines de la sociedad de Lincoln, Nebraska. Primero son pequeños hurtos de mercancías que luego vendo, lo que me proporciona un modus vivendi sencillo aunque miserable. Más tarde aprendo un par de útiles timos que practico con petimetres locales, es una actividad más rentable pero con un mercado tan reducido que al final me veo forzado a abandonar el negocio y decido pasar al atraco a mano armada. Precisamente entonces apareces tú en medio del primer capítulo y, como no te puedes resistir a la fascinante personalidad del Leo inventado, permites que te reclute como camarada de fatigas, involucrándote de lleno en mis hazañas criminales. No comprendo cómo llegaste a este texto siendo solo un borrador, pero estoy seguro de que te traicionó el subconsciente, querías vivir a toda costa una gran aventura y solo has logrado situarte fuera de la ley, poner tu existencia en serio peligro.

Necesito un trago, colega. Me va a faltar saliva para acabar la narración. Júrame que en cuanto termine saldrás y me traerás esa botella de algo consistente. Lo has jurado, recuerda.

Ya que continúas mostrando esa alelada cara de despiste supino, te informo que empezamos con los bazares asiáticos. Esos rollitos primavera eran pan comido, muchos de ellos inmigrantes ilegales que se defecaban encima cuando les apuntabas con un revólver, que no se atrevían a interponer denuncias, a algunos les robamos en varias ocasiones. Eran trabajos tan fáciles que me avergüenza rememorarlos, tú al volante del destartalado Chevrolet, motor en marcha, esperando que yo saliera con un fajo de billetes y montones de relojes y teléfonos móviles metidos en una saca, para salir pitando por las solitarias carreteras de Nebraska, donde ni tú ni yo hemos estado jamás en la vida real. Solo nos dieron un susto, fue una noche en el Beijing Express, ya les habíamos atracado tres veces y nos estaban esperando; cuando me vieron entrar, dos tipos con pinta de ninja, armados hasta las cejas, surgieron inesperadamente de algún lugar situado detrás de las estanterías. Ése día no se me olvidará, una bala pasó rozando el lóbulo de mi oreja derecha, nos salvamos por los pelos, colega.

Ya éramos conocidos por todos los comerciantes orientales, debíamos cambiar de sector. Los restaurantes abiertos las 24 horas representaban un negocio poco lucrativo pero bastante seguro. En Lincoln y sus alrededores, a las tres de la mañana no hay mucha gente que frecuente esos lugares. Y los borrachos no nos inquietaban. Fue otra época bastante buena, cenas gratis y dinero fácil a cambio de un riesgo pequeño y controlado. Recuerdo que vivíamos bien allí, en el Motel Elvis. A veces montábamos unas juergas legendarias, en las que corrían sin límite el bourbon y los estupefacientes. La putada llegó cuando descubrimos que las malditas cámaras de seguridad habían dejado la imborrable huella de mi cara en sus grabaciones. Ese mismo día nos mudamos a Omaha.

Fue una tórrida mañana de julio cuando la patria chica de Fred Astaire, Marlon Brando, Monty Clift y Nick Nolte nos recibió con los brazos abiertos. Aunque no íbamos cortos de guita, no queríamos dormirnos en los laureles, era preciso seguir recaudando, aspirar al Oscar de los mangantes. Pero para eso teníamos que reinventarnos, dar un salto cualitativo y cuantitativo en nuestra carrera: nada de tiendas chinas, restaurantes de 24 horas ni chorradas por el estilo. Me diste la idea al preguntar dónde guarda la gente la pasta, colega. En los bancos, te respondí. La idea era visitar varias oficinas y observar los movimientos de los empleados y de los clientes, los elementos de seguridad y las vías de escape. Decidimos debutar en el Basura Bank. Si bien el botín fue irrisorio, la experiencia resultó enriquecedora. Después visitamos el Poquito Bank, con rendimientos más aceptables aunque todavía insuficientes. A éste le siguió el Ricachones Bank, en el que asumimos grandes riesgos pero obtuvimos unas considerables utilidades y, de paso, un precio por nuestras cabezas.

Pero en el último trabajo, en el Millonetis Bank, la cagamos con todo el equipo. Debí atender tus advertencias cuando, como ya hiciste la noche del Beijing Express, te arrancaste un número aleatorio de pelos del cogote, los contaste y me dijiste: “Impar, dejémoslo”. Era tu absurda y supersticiosa forma de predecir si nuestra misión tendría éxito o no. Sabes que yo nunca creí en semejante idiotez pero, joder, aquella vez volviste a acertar de pleno. Me empeñé en probar el sinsentido de tu técnica profética y lo único que conseguí fue demostrar que la avaricia rompe el saco, que a todo cerdo le llega su San Martín. Me vi obligado a disparar a un vigilante nerviosito y nos marchamos sin un centavo, con el rabo entre las piernas. El capullo del guardia solo está grave, cualquiera puede seguir viviendo sin el puñetero bazo, pero al ser sobrino de un Consejero del banco, que por más señas se postula para candidato al Senado en las próximas elecciones, la bofia se ha lanzado tras nosotros sin contemplaciones, como si hubiésemos asesinado al mismísimo Presidente de los Estados Unidos y a toda su parentela, celebrando después un rito satánico con sus cadáveres. Con tanto terrorista suelto y despliegan un operativo que cuesta un huevo a los ciudadanos, moviendo cielo y tierra, solo para trincar a dos pelagatos. Perdona el calificativo, colega, pero reconoce que eso es lo que somos: unos pelagatos, ni más ni menos.

Ahora estamos en este sucio establo abandonado a varias millas de Omaha, donde hemos llegado en un Ford alquilado con documentación falsa, intentando que se calmen las cosas y poder traspasar sin problemas la frontera de Iowa para dirigirnos a Des Moines, la ciudad donde murió el gran campeón de los pesos pesados Rocky Marciano. The End, Fine, Fin, Das Ende, Koniec.

Bueno, colega, ahora que ya te he puesto al día y conoces la situación pormenorizadamente, sal, coge el coche, acércate al pueblo, husmea un poco, entra en un supermercado y compra varios periódicos, una radio de bolsillo, algo de comida y, esto que no se te olvide, una botella del brebaje con la graduación más alta que encuentres. Cuando regreses haremos planes importantes. Pero déjame antes tu revólver, has mostrado ser incapaz de aprender a disparar durante todo este tiempo. Si te cachean y lo descubren solo conseguirás que te detengan y tú, a fin de cuentas, eres otra de mis víctimas. Vete ya. Hasta luego.

Menos mal que al final me he desecho de su compañía, le estimo tanto. Estoy convencido de que llegarán en menos que canta un gallo. No sé cómo ni por qué, pero saben que andamos por aquí. Confío en que mi colega salve el pellejo, apostaría a que no tienen informaciones o pruebas que puedan incriminarle de forma directa en ninguno de los delitos que hemos cometido. Ya oigo los helicópteros sobrevolando el establo. Y a través de unas rendijas entre las tablas que forman las paredes veo cómo, levantando nubes de polvo, se acercan manadas de coches de polizontes desde los cuatro puntos cardinales. Los desgraciados llevan las sirenas y luces a todo meter, creen que así me van a atemorizar, son bobos de nacimiento.

Ignoran que, aunque he contado siete pelos de mi cogote, no me pienso entregar, que nadie enchirona a Leo Pecas, que aquí se va a armar la de Dios es Cristo. Tengo la boca seca, dos pistolas y he visto cuatro veces Dos hombres y un destino. Ni esto es Bolivia ni yo soy Paul Newman o Robert Redford, mucho menos Butch Cassidy o Sundance Kid. No obstante voy a salir disparando a mansalva, indiscriminadamente, hasta que me acribillen o un madero con buena puntería me mande en el acto al otro barrio. Ignoran también que, desde que abra esa puerta, voy a concentrar todos los pensamientos en mi diosa, en la bella Catalina Fuentes; el recuerdo de su imagen endulzará mis últimos momentos. Los muy estúpidos no sospechan que este cuento se ha acabado, colega.


martes, 11 de junio de 2013

El merodeador




Primero visitó varios colegios de aquel barrio extraño, tan distante del suyo. Luego escogió a la niña. Procedió después a seguirla sigilosamente durante varios días a la salida de clase, tomando buena nota de sus movimientos, costumbres, itinerarios. Por fin, calculó con minucia el momento más oportuno para abordarla y satisfacer sus ocultas intenciones. Y la tarde de un miércoles, mientras la menor merendaba a solas en un banco del parque, el desconocido se sentó de repente a su lado, le leyó el cuento de hadas que había escrito para ella y desapareció para siempre.


lunes, 22 de abril de 2013

Una tumba vacía




La tenemos justo delante. Es pálida como un fantasma, paciente como una semilla esperando germinar. Silenciosa como una tumba vacía. Amable y expectante, como una mano tendida hacia nosotros. Nos vigila sin ojos y tiembla cuando respiramos. La amamos, pero también la odiamos. Su única posibilidad de sobrevivir es que, después de ser mancillada por nuestros despiadados lápices, nos cautive el fruto engendrado. Solo así evitará acabar marchita y arrumbada, cuando no dividida en mil tristes pedazos.


sábado, 6 de abril de 2013

Muertes justificadas




Son las dos de la mañana en Albuquerque. Un hombre de mediana edad…

-Perdona, me revientan los literatos como tú, que evitan nombrar a sus personajes, que los tratan de “un joven”, “un hombre de mediana edad”, “un anciano”, “el individuo”, “ese tipo”, etc. Tengo nombre y apellido, me llamo Gregory Stewart y mis conocidos me llaman Greg…

Gregory Stewart, un hombre de mediana edad, sale de un tugurio…

-Oye, amigo, ¿te gustaría que te llamasen escritorzuelo? Soy Spencer, el barman del Diamonds Club y esto no es un tugurio, es un reconocido bar de copas. Hacemos los mejores combinados a esta parte del Mississippi, ¿de acuerdo? A propósito, para los que lo lean, estamos en la Avenida Lincoln, recuérdenlo.

Gregory Stewart, un hombre de mediana edad, sale del prestigioso Diamonds Club, en la Avenida Lincoln. No puede disimular que está medio pedo…

-Te estás pasando, colega. Apenas he tomado un whisky con hielo.

-Soy Spencer de nuevo. Lo siento Greg, recuerdo haberte servido, por este orden, un gin tonic, un whisky y un tequila. A propósito, está todo anotado en tu cuenta, recuerda traer pasta el próximo día.

-Bueno, admitamos que bebí un poco, pero no me gusta la expresión medio pedo, cámbiala por otra menos malsonante, por favor.

No puede disimular los efectos del alcohol. Camina apesadumbrado porque esta mañana el cartero…

-Oiga, caballero, ¿en lugar de “cartero” podría indicar “repartidor postal”? Es solo que suena mejor. Gracias.

Camina apesadumbrado porque esta mañana el repartidor postal depositó en su buzón una amenazadora carta de su primera ex-esposa, Sally…

-Soy Sally, ¿me recibe? Yo no he dirigido ninguna carta de amenazas al gilipollas de  Greg, ¿vale?

-Eh, Sally, ¿por qué me llamas gilipollas?

-Yo no te he llamado gilipollas, eso lo ha escrito el tarado este que me acusa de no sé qué amenazas…

…el repartidor postal depositó en su buzón una amenazadora carta de su segunda ex-esposa, Margaret…

-Soy Maggie y ni he escrito ni pienso escribir una puñetera letra a ese gilipollas, repito, gilipollas, lo suscribo.

-Maggie, vete a la mierda…

…el repartidor postal depositó en su buzón una amenazadora carta.

-Oye, céntrate, yo no he recibido ninguna carta de amenazas.

-Vale Greg, stop, para ya, desde la primera línea me estás fastidiando este relato. Voy a leerte la carta y verás cómo luego sí estás apesadumbrado:

“Greg, soy tu creador, el que está intentando hace rato construir una historia contigo de protagonista. Me tenéis hasta las pelotas tú, el barman, el cartero y tus ex-esposas. Vas a palmar en las próximas líneas y comenzaré otro cuento con unos personajes normales, unos personajes que no incordien tanto. Te voy a matar, repito. Y ojalá acabes en el puñetero infierno.”

-Joder, macho, te has pasado cuatro pueblos, por unas sencillas objeciones que hemos hecho…

Greg no puede disimular los efectos de alcohol y tropieza con una boca de agua contra incendios, pierde el equilibrio y cae al asfalto, donde muere en el acto atropellado por un Cadillac del 64.

-Soy Bernard, el conductor de la berlina, quiero que sepan que frené, pero ese borracho se me había tirado encima, no pude hacer nada por evitarlo…

A consecuencia del accidente, el tipo que atropelló a Greg sufrió un súbito ataque al corazón y también pereció.

Descansen en paz y que les den.


martes, 12 de marzo de 2013

El hombre del bloc verde




Ignoro en qué estación subió, pero apenas se sentó enfrente no pude dejar de observar a aquel sujeto. Tendría treinta y pocos años, vestía informal: cazadora de algodón gris parcheada por innumerables bolsillos, cerrada mediante una cremallera hasta el mismo cuello, vaqueros y zapatos marrones descuidadamente sucios. Quizás fueron los cascos de color morado a través de los cuales debía estar escuchando música los que captaron inicialmente mi atención; el tipo llevaba además un paraguas a cuadros de tamaño familiar, a pesar de que ni iba acompañado ni la noche amenazaba lluvia. De uno de los compartimentos de su mochila extrajo un pequeño bloc de notas con la tapa verde, en el que empezó a escribir compulsivamente. Parecía estar apurando las últimas hojas, lo cual invitaba a entender que trabajaba sobre un anterior manuscrito. En determinados instantes se quedaba pensativo, ajeno a todo, buscando en el techo del vagón alguna expresión tras cuyo hallazgo reanudaba la tarea. Me azoré al percibir que no podía separar mis ojos de aquel individuo, de su frenética actividad intelectual. Primero sentí profundos celos del pasajero que al lado del escribano miraba más o menos disimuladamente la libreta y el contenido a su alcance, pues yo también hubiera deseado poder echar una ojeada a aquello. Luego comprendí que quien verdaderamente me producía envidia era el hombre del bloc y el bolígrafo, el hábil artesano de las palabras que navegaba en el metro delante de mí pariendo frases con la mayor naturalidad, construyendo un secreto mundo de sensaciones.