Ignoro en qué estación subió, pero
apenas se sentó enfrente no pude dejar de observar a aquel sujeto. Tendría
treinta y pocos años, vestía informal: cazadora de algodón gris parcheada por
innumerables bolsillos, cerrada mediante una cremallera hasta el mismo cuello,
vaqueros y zapatos marrones descuidadamente sucios. Quizás fueron los cascos de
color morado a través de los cuales debía estar escuchando música los que captaron
inicialmente mi atención; el tipo llevaba además un paraguas a cuadros de
tamaño familiar, a pesar de que ni iba acompañado ni la noche amenazaba lluvia.
De uno de los compartimentos de su mochila extrajo un pequeño bloc de notas con
la tapa verde, en el que empezó a escribir compulsivamente. Parecía estar apurando
las últimas hojas, lo cual invitaba a entender que trabajaba sobre un anterior manuscrito.
En determinados instantes se quedaba pensativo, ajeno a todo, buscando en el
techo del vagón alguna expresión tras cuyo hallazgo reanudaba la tarea. Me azoré
al percibir que no podía separar mis ojos de aquel individuo, de su frenética
actividad intelectual. Primero sentí profundos celos del pasajero que al lado
del escribano miraba más o menos disimuladamente la libreta y el contenido a su
alcance, pues yo también hubiera deseado poder echar una ojeada a aquello. Luego
comprendí que quien verdaderamente me producía envidia era el hombre del bloc y
el bolígrafo, el hábil artesano de las palabras que navegaba en el metro delante
de mí pariendo frases con la mayor naturalidad, construyendo un secreto mundo
de sensaciones.
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