La tenemos justo delante. Es pálida
como un fantasma, paciente como una semilla esperando germinar. Silenciosa como
una tumba vacía. Amable y expectante, como una mano tendida hacia nosotros. Nos
vigila sin ojos y tiembla cuando respiramos. La amamos, pero también la
odiamos. Su única posibilidad de sobrevivir es que, después de ser mancillada por
nuestros despiadados lápices, nos cautive el fruto engendrado. Solo así evitará
acabar marchita y arrumbada, cuando no dividida en mil tristes pedazos.
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