Hace ya muchos años que experimento el recurrente sueño
de estar vivo. Acostumbro a soñar que abro los ojos en mi antigua cama junto a
la que en otra vida fue mi mujer y que tras besarla me levanto, desayuno, me adecento,
me visto y voy a la oficina. Allí encuentro a los que fueron mis compadres y superiores;
entre papeles, teléfonos y ordenadores transcurre una rutinaria y tediosa
mañana de trabajo. Cuando acaba la jornada tomo una bicicleta y vuelvo a casa,
donde me esperan mi viuda y mis huérfanas para comer. Me acomodo luego en el
sofá, donde me vuelvo a morir durante un rato y después vuelvo a soñar: a menudo
me conecto a internet a consultar mis mensajes e informarme de qué pasa en el
mundo (nunca me fié de la televisión ni de la radio), otras veces paso con el
coche a recoger del colegio a mi hija pequeña o juego unas entretenidas partidas
de frontón con viejos amigos, en ocasiones voy de compras con mi ex-pareja,
visito a mis padres, veo un partido en la tele, salgo de paseo, leo un libro,
escribo un cuento… Al caer el día acabamos cenando en familia y visionando todos
juntos el capítulo de una serie bajada de alguna amable página pirata. Y siempre,
siempre, cerca de la medianoche, cuando no me demora la extraordinaria aunque
breve fortuna del amor carnal, me muero otra vez hasta el sueño siguiente.
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