La temperatura en el exterior es de
diecinueve grados y, si los ligamentos de mi rodilla no me engañan, hay una
probabilidad de lluvia en las próximas veinticuatro horas del ochenta y cinco
por ciento. Permanezco atrapado en un embotellamiento de tres pares de narices,
mientras mi mujer está siendo sometida a maniobras de dilatación en el
paritorio de un hospital. No llegar a tiempo de ver nacer a mi primer hijo va a
ser un lunar más a añadir en la larga lista de infortunios que jalonan mi
existencia. Cierto es que la criatura se ha adelantado dos semanas en destrozar
la bolsa del líquido amniótico aunque me imagino que, emulando a su progenitor,
pretenderá inaugurar así su propio registro de descalabros.
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