El pequeño Abdul subió corriendo a la
segunda planta, donde antes había estado el apartamento familiar, incumpliendo
las desesperadas órdenes de su madre. Entre cascotes y escombros penetró en la
maltrecha vivienda con la intención de recuperar aquel muñeco viejo que tanto adoraba.
Pero cuando abrió la puerta de su dormitorio descubrió que ni había armario ni quedaba
pared: en su lugar aparecía un sorprendente mirador, desde el que en primer término
solo se vislumbraba muerte, devastación y miseria; al fondo, cual broma pesada
o presagio inimaginable, un espléndido arco iris. El niño se dejó caer de
bruces y rompió a llorar amargamente.
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