Cuando quise darme cuenta era un
hombre casado, tenía dos hijas, una úlcera de estómago y cincuenta años. Luego
pestañeé y ya estaba muerto.
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jueves, 27 de marzo de 2014
miércoles, 19 de marzo de 2014
Condena
Cuanto más me busco, más me oculto.
Si me encuentro, no me reconozco y cuando me interrogo, siempre me miento.
Quiero reconciliarme conmigo mismo, pero solo consigo abrirme nuevas heridas.
Como las viejas nunca cicatrizaron, en lugar de alma tengo una gran llaga
sangrante que me envenena cuando la lamo. Por eso me temo, me lloro, me odio y
me ignoro. Hasta que me insinúo de nuevo y me despierto la curiosidad e inicio la
enésima auto-búsqueda, que acaba inevitablemente agravando la lacerante úlcera.
Es la condena que la vida me ha impuesto. Una condena perpetua.
domingo, 16 de marzo de 2014
Equivocados
Aunque lo perdió todo,
absolutamente todo, prefirió seguir viviendo. Pero nadie le impuso ninguna
medalla, nadie reconoció su mérito; opinaban, equivocados, que hacía solo lo
que debía.
viernes, 7 de marzo de 2014
En el mar
El viejo
Eustaquio murió, como tantos otros miles y millones de personas, sin haber
visto nunca el mar. Sin haber sentido el aroma salitre de la costa, sin haber bañado
sus pies en la espuma que las olas traen a la orilla, sin haber podido admirar
la majestuosidad de un paisaje dominado por el horizonte inalcanzable.
El
viejo Eustaquio murió sin conocer el mar; tal vez por eso no debería
parecer contradictorio que su última voluntad fuera, precisamente, que esparciesen
en él sus cenizas.
El filósofo del spray-4
Nunca pensé
que fuera posible viajar al futuro hasta el día en el que visité una residencia
de ancianos.
miércoles, 5 de marzo de 2014
lunes, 24 de febrero de 2014
Conciencias
Hay gente a la que le asustan
los fantasmas, las tormentas,
los perros, los dentistas,
la oscuridad, las ratas,
los aviones, Hacienda,
la sangre, los extraterrestres,
las serpientes, la muerte
o simplemente su suegra.
Yo, por el momento,
solo temo a mi conciencia
porque como una sombra
permanece siempre ahí,
silenciosa, vigilante.
Se acomoda junto a mí
como un loro en el hombro del pirata
o revolotea alrededor
como una cansina mosca cojonera.
No me quita el ojo de encima.
Examina, juzga, dictamina
sin posibilidad de que me defienda
ni alegue atenuantes.
Puedo sentirla, incluso olerla.
Por mucho que intente despistarla
solo desaparece unos segundos;
vuelve enseguida, sigue al acecho,
no me la quito de encima
ni con agua hirviendo.
Por eso no puedo entender
a todos esos politicastros,
ladrones de dinero,
de vidas y de esperanzas.
No comprendo cómo pueden
dormir plácidamente
mientras se dedican a destruir
los sueños del pueblo.
¿Acaso vendieron sus conciencias?
¿Acaso las asesinaron?
Apuesto que, para dar ejemplo,
dado que más que útiles
eran un jodido incordio
pues replicaban y no eran rentables,
decidieron despedirlas
sin indemnización, ni subsidio,
ni referencias, ni puñetas.
Despedidas y a la calle,
que se busquen la vida
o que se mueran.
Pero esos inconscientes
son tan atrevidos,
y a la vez tan ignorantes,
que no cuentan
con que las conciencias
ni se crean ni se destruyen,
solo se transforman.
Y llegará el día,
más pronto que tarde,
en el que abran el armario
y sus propios Dorian Grays
acabarán con ellos,
y mostrarán al mundo
los depravados rostros
de unos canallas inhumanos.
viernes, 21 de febrero de 2014
La fórmula
Las extrañas y repentinas muertes
de Louis Morand y Pierre Duvivier me abrieron los ojos. Pronto saqué dos
conclusiones. Una, en el INIM teníamos un topo y dos, si no movía ficha
rápidamente el mío sería el próximo cadáver.
-¿Fórmula? ¿Y para qué habríamos de
querer nosotros una maldita fórmula?
Aquellos tipos, además de
peligrosos eran duros de mollera. Un viejo colega del colegio, Jean-Luc
Leclerc, me puso en contacto con ellos. Asistir a una escuela pública tiene sus
ventajas y sus inconvenientes. En este caso, la ventaja de haber conocido a
Leclerc, un ser marginal que vivía hacía años practicando funambulismo sobre el
delgado filo de la ley.
Cuando el ascensor de Louis Morand,
director del Instituto Nacional de Investigaciones Médicas, se precipitó al
vacío desde la decimoséptima planta del edificio donde vivía, todos lamentamos
ese desgraciado accidente. Pero cuando a las pocas semanas el subdirector
Duvivier empotró el vehículo que conducía con un camión-tráiler que de forma
inexplicable invadió su carril, los compañeros del Instituto comenzaron a
sospechar de la caprichosa naturaleza del azar. Yo fui el único que no dudé, que
lo tuvo claro.
Como adjunto a la dirección y única
persona viva con acceso a todos los archivos y expedientes del centro, era
lógico que temiese por mi supervivencia y la de mis familiares. Contacté
entonces con Jean-Luc a través de un amigo y ex-compañero común, un músico
llamado René. Lo bueno de los individuos como Leclerc es que les invitas a dos
buenos tragos, les financias un revolcón de calidad y olvidan preguntarte para
qué narices necesitas unos sicarios. Así es que no puso reparos en facilitarme
el teléfono de un tal Gaetano Perinetti, un napolitano instalado en Marsella que,
según sus informaciones, contaba con un equipo de élite que resolvía trabajos complicados
con una rapidez y pulcritud exquisitas.
-Quiero ver muertos al ministro de
Sanidad y a los Presidentes de las dos compañías farmacéuticas más importantes
de Europa y mi deseo es que todo ello ocurra antes de una semana, el mismo día
y si es posible a la misma hora –dije a Gaetano en la reunión que mantuvimos en
Génova y a la que acudieron también dos miembros de su staff.
-Eso le va a salir muy caro, ¿lo
entiende, verdad?
-Lo entiendo, por supuesto que lo
entiendo. Y también espero que ustedes entiendan que aunque no tengo un euro, dispongo
de una fórmula valiosa, muy valiosa.
-¿Fórmula? ¿Y para qué habríamos de
querer nosotros una maldita fórmula?
–replicó Perinetti con su peculiar acento del suroeste italiano.
-Se lo explicaré. Dos de los tres hombres
con acceso a esa fórmula ya han sido asesinados por cuestiones pecuniarias. Yo
soy el tercero. Digamos que a las grandes farmacéuticas no les interesa que se
desarrolle ningún medicamento que ponga en riesgo sus sucios negocios. Y el
ministro no deja de ser sino un títere de esas corporaciones, un cómplice indecente
pero necesario. Solo eliminando a los tres enviaremos un mensaje claro al resto
de posibles implicados y tendremos la oportunidad de lanzar un producto que
salvará millones de vidas.
-Pero… ¿Cómo se come eso, si nos
entrega la fórmula a nosotros?
-Morand, Duvivier y yo mismo
sabíamos que nuestro descubrimiento contrariaría los intereses económicos de
cierta gentuza. Por eso buscamos discretamente a alguien atraído por la idea de
pasar a la historia como un héroe. Es un multimillonario árabe propietario, entre
otras muchas, de una empresa química ubicada en una apartada región. Íbamos a donarle
la fórmula, pero llegados a este punto prefiero que ustedes hagan su trabajo y
se cobren vendiéndosela por una pasta gansa. Él no desea participar en estas
negociaciones, quiere quedar al margen de las mismas.
-¿Así de sencillo?
-Afirmativo. He hablado con él y
hemos convenido que la compensación será muy sustanciosa. El mismo día que
cumplan su parte del trato recibirán por mensajería urgente un abultado dossier
en la dirección que ustedes me indiquen. Al cabo de un par de días el propio comprador
o uno de sus representantes le telefonearán para ultimar los detalles del
intercambio.
-¿Y quién le dice que no fuimos
nosotros los que despachamos a Morand y Duvivier? ¿Quién puede asegurarle que
no son usted y el árabe nuestros próximos objetivos?
Esas preguntas casi consiguieron helar
mi sangre. La posibilidad existía, pero una inevitable deformación profesional
me indujo a pensar que la probabilidad era despreciable.
-En ese caso, les imploro solo una
pizca de humanidad para romper sus compromisos y colaborar con nosotros. Les
repito que la vida de una buena parte de la población mundial está en juego.
Con este nuevo fármaco, muchos de sus familiares y amigos no habrían muerto: es
ni más ni menos que el remedio contra el cáncer.
Gaetano
Perinetti esbozó una lacónica sonrisa, bajó la vista y asintió en silencio.
miércoles, 19 de febrero de 2014
El filósofo del spray
Mi sencillo homenaje a José Luis y María Fernanda, artífices de un sueño llamado BiblioCafé en Valencia. Un bello sueño que ha durado solo cuatro años, pero que ha dejado un importante legado: el colectivo de autores "Generación Bibliocafé", que esperamos seguir produciendo historias y perpetuando su origen.
La noche había sido horrible. Mónica, mi esposa, instalada en el baño por obra y gracia del virus de moda, no consiguió relajar las tripas hasta que expulsó su primer biberón y Laura, la pequeña, requería mi permanente compañía debido a unas inoportunas pesadillas. Para acabarlo de arreglar, el gato, sensible a tales eventualidades, no cesaba de maullar y merodeaba arriba y abajo, impidiéndome también conciliar el sueño.
A primera hora de la mañana bajé medio zombi a la calle. Después de desayunarme el coche grafiteado, negro sobre blanco, con la leyenda “LA VIDA ES INJUSTA” y acordarme de la santa madre del ocurrente filósofo del espray, salí al trabajo disparado. Tan disparado, que no conseguí frenar a tiempo en un semáforo e hice añicos los cuartos traseros de un utilitario.
Tras cumplimentar con la víctima los inevitables papeles para el seguro y mientras seguía conduciendo, en la radio anunciaban la enésima subida de la factura eléctrica, el establecimiento de nuevos impuestos y más recortes en sanidad y educación. Para compensar, el gobierno aseguraba que, gracias a Dios, la economía se estaba recuperando.
Tras cumplimentar con la víctima los inevitables papeles para el seguro y mientras seguía conduciendo, en la radio anunciaban la enésima subida de la factura eléctrica, el establecimiento de nuevos impuestos y más recortes en sanidad y educación. Para compensar, el gobierno aseguraba que, gracias a Dios, la economía se estaba recuperando.
Llegué casi con una hora de retraso a la oficina. Pérez, el jefe de personal más canalla que uno pueda imaginar, me recibió en su despacho para comunicarme con su detestable retórica que el ERE presentado por la compañía había sido resuelto favorablemente, por lo que a finales de mes causaría baja en la empresa. Me pareció muy chocante recibir el pasaporte justo cuando los sursuncordas patrios predicaban la aparición de la luz al final del túnel. Imagino que ellos y el resto de la sociedad transitamos por diferentes subterráneos.
Me correspondían varios días de vacaciones y, como después de dejarme los cuernos allí durante más de dieciocho años no entraba en mis planes regalar a esos desagradecidos ni una centésima de segundo del resto de mi existencia, reuní mis trastos en una caja de cartón y me despedí con rapidez de los pocos compañeros que de verdad merecían dicho apelativo.
Estaba nervioso cuando me puse de nuevo al volante. Decidí que la mejor forma de relajarme sería almorzar en un chiringuito frente al Mediterráneo. Para ser invierno, el día pintaba soleado y una suave brisa soplaba de poniente. Perfecto para instalarse con una birra y un bocata de calamares ante la arena de la Malvarrosa viendo pasar los yates y veleros de toda esa gente, libre de crisis y preocupaciones, a la que no le importa un comino los problemas de los demás.
Estacioné en un aparcamiento de la zona azul completamente desierto, evitando darle propina al gorrilla cuya ayuda ni solicité ni necesité, y me encaminé al kiosko más próximo. Tras el carajillo, después de declinar el establecimiento de relaciones comerciales con tres amables vendedores africanos, me quedé traspuesto y solo al cabo de una hora, la sirena de una ambulancia que circulaba por allí consiguió reanimarme.
Volví al coche y esta vez los chascos fueron dos. Uno, la multa del “agente de la ORA”, una denominación que podría utilizarse en un serial de espías, siempre y cuando al protagonista no lo disfrazaran como a nuestros paisanos. Otro, un neumático rajado, delito cuya autoría enseguida atribuí al gorrilla insatisfecho –y por cierto desaparecido- aunque, a fuer de ser sincero, no disponía de pruebas fehacientes para incriminarle.
Sustituí la rueda y luego fui a un taller a comprar otra. Superada ya la hora de la comida, pensé que sería una excelente idea sorprender a las niñas a la salida del colegio y merendar con ellas algo de la basura americana que les chifla. Ya relataría a Mónica las malas noticias en casa, más tarde. Iba hacia la escuela cuando tuve que parar para atender una llamada en el móvil. Era mi hermano Carlos; acababan de ingresar a nuestro padre de urgencia en el hospital, había sufrido una apoplejía.
Doblé en la primera esquina y puse rumbo al Clínico. Cuando llegué, mi madre se lanzó sobre mí, abrazándome. “Está muy grave”, dijo entre sollozos. “Tranquila mamá, saldrá de ésta, como siempre. Es fuerte”, fue lo primero que se me ocurrió contestar. Al cabo de más de dos horas acudió un médico para informarnos que lo tenían en la Unidad de Cuidados Intensivos. “Ahora está estable, vamos a vigilar su evolución. Váyanse a casa, aquí no pueden hacer nada. Si ocurriese algo les avisaríamos de inmediato. Pueden volver mañana a mediodía, les permitiremos verlo durante quince minutos.”
Entré en mi domicilio a la hora de cenar y antes de que pudiera destapar la boca para empezar a contar las terribles experiencias que ese día me había deparado, Mónica lo soltó de sopetón, sin anestesia: “Hola, cariño. ¿Sabes que me han dicho que cierran la librería del barrio?”
Fue la gota que colmó el vaso de mi paciencia, de mi estabilidad emocional, de esa flema personal que bajo ninguna circunstancia debe confundirse con el nauseabundo “meninfotisme”(1) que suele adornarnos. Me acerqué apresurado al armario de las herramientas y en uno de sus estantes encontré dos espráis de pintura negra que alguna vez, por olvidados motivos, había comprado en la tienda de los chinos. Reposaban, pacientes, aguardando su momento de gloria. Esa noche me hinché a rotular vehículos en la Avenida de Aragón con la incontestable sentencia de mi querido colega: “LA VIDA ES INJUSTA”.
(1) Meninfotisme: en lenguaje valenciano, actitud consistente en mostrar indiferencia y desinterés por todo, incluso por cosas que habrían de preocupar o interesar . Es una característica atribuida a buena parte del pueblo valenciano.
jueves, 6 de febrero de 2014
La indescriptible ilusión
Te
levantas cada noche a la hora aproximada en la que tus jóvenes vecinos acaban
de pegar el segundo polvo. A veces ni siquiera has podido dormir, porque la algarabía
de los adolescentes que participan en las mangas preliminares del botellón no lo
ha permitido. Mojas tu cara con agua fría, te clavas el uniforme y enfrentas la
helada madrugada con la indescriptible ilusión que proporciona ese trabajo de mierda,
gracias al cual obtienes un sueldo miserable que consigue hacer mucho más ricos
a tu patrón y a los dueños de Mercadona (siempre fuiste un patriota). Ese
empleo, por llamarlo algo, consistente en pasar la máquina barredora y joder
los sueños de quienes aún se los pueden permitir. Porque, reconócelo, en el
fondo disfrutas cuando armas barullo con ese maldito vehículo eléctrico,
aspirando la basura y los excrementos de las mascotas de los pijos mientras
éstos se revuelven en sus lechos, acordándose de todos tus muertos a las seis de
la mañana. A falta de otros incentivos, te recreas en los barrios residenciales;
pasas sin prisa dando caña a los motores, succionando a todo meter para dejar esas
vías como una esplendorosa patena. En tu pecho llevas prestado el escudo del Ayuntamiento,
un emblema que suele otorgar algún privilegio insignificante. Además, no eres
tú el que dispone los horarios, necesitarías estar loco o ser un redomado masoquista
para imponerte semejante sacrificio. Hasta que un buen día, al doblar una
esquina, un desconocido te agarra del cuello, te extrae de la cabina y empieza
a patear violentamente tu hígado en tanto la máquina sigue avanzando con lentitud
por la desierta acera. Intentas reincorporarte, pero el agresor vuelve a
lanzarte al suelo y esta vez te pisa la cara y te rompe el radio. El robot
limpiador prosigue su marcha y acaba colisionando contra un coche por allí estacionado.
Al día siguiente, con un ojo amoratado y el brazo en cabestrillo, los jefes te obsequian
con un lindo finiquito, al tiempo que exigen que les des las gracias por no
descontarte los costosos destrozos causados. Tomas el dinero, te despides con
resignación y entras en el primer Mercadona a comprar unas cervezas: Turia, por
supuesto. Porque siempre fuiste un patriota.
jueves, 30 de enero de 2014
El filósofo del spray-3
Es
posible que sea espantosamente torpe interpretando imágenes. A lo mejor me
traiciona mi espíritu literario. El caso es que, en lugar de asaltarme la idea
de violencia callejera o vandalismo extremo, un contenedor en llamas siempre me
ha parecido la metáfora visible de un mensaje que el pueblo ha enviado a los
gobernantes y estos han ignorado con su altanera desfachatez.
domingo, 26 de enero de 2014
El filósofo del spray-2
Una mentira, repetida mil millones
de veces, por mil millones de personas, nunca dejará de ser una mentira.
A lo sumo será una podrida mentira.
miércoles, 22 de enero de 2014
El filósofo del spray-1
Se retocó el alma con el SoulShop,
pero no consiguió engañar a nadie.
Tenía la maldad a prueba de camuflaje.
sábado, 18 de enero de 2014
Puro invento
Cuando hizo el bien, solo le
llovieron desgracias. Una tras otra, a cual más espantosa.
Cuando decidió ser malvado, violando
sus antiguos principios, alcanzó la notoriedad, la riqueza y algo muy parecido
a la felicidad.
El karma no existe. Os lo aseguro. Puro
invento, una condenada mentira.
martes, 7 de enero de 2014
Un gato blanco
Una
de mis hijas
trajo a casa estas Navidades
un gato blanco abandonado.
Aún
ignoramos si es macho o hembra,
pero
sabemos que está sordo.
La
ventaja es que no necesita nombre.
El
inconveniente, que no puedes llamarlo.
Un
gato blanco y sordo
sirve
para bien poca cosa
excepto para amarlo
como
al resto del mundo.
Bueno,
creo que exagero.
Como
al resto del mundo
menos
a toda esa gente
que
habla de defender la vida
invocando
la pena de muerte,
cerrando
hospitales,
y encareciendo
los medicamentos.
A
esa gente que habla de transparencia
detrás
de una tv de plasma
e
insulta nuestra inteligencia
soltando
una sarta de embustes
ni
simulados ni diferidos.
A
esa gente que habla de progreso
mientras
se llena los bolsillos,
saqueando
a los ciudadanos,
congelando
los sueldos más miserables.
A
esa gente que habla de libertad
amordazando
al pueblo
y
tratándolo a garrotazos.
A
esa gente adicta a las procesiones,
a los
rosarios y al incienso,
que
recita los mandamientos
para
luego no cumplir ninguno.
A esa
gente que habla de paz
lanzando
misiles,
que
habla de ecologismo
contaminando
ríos y mares,
talando
bosques y aniquilando especies.
A
esa gente que abandona mascotas.
Un
gato blanco y sordo
sirve
de bien poca cosa
excepto
para amarlo
y
discernir por quiénes no lo cambiaríamos
ni
hartos de vino, ni locos,
ni por
todo el oro de este mundo.
viernes, 3 de enero de 2014
Benditos yanquis
Si yo no fuera yo, pongamos por
caso que fuese un yanqui, ondearía una enorme bandera en la fachada de mi casa;
cantaría God Bless America con la
mano derecha sobre el corazón, mientras odiaba a muerte a todos aquellos que no
comparten mi patriotismo.
Los fines de semana, después de
desayunar cereales o tortitas acompañados de beicon y huevos fritos, pasaría el
cortacésped y jugaría al béisbol con mis hijos. Tendría una o varias armas de
fuego por si las moscas, por si los ilegales, por si los terroristas y por si
los extraterrestres, sencillamente porque me daba la gana y lo permite nuestra sagrada
Constitución.
En Halloween compraría libras y
libras de chucherías para los niños y me disfrazaría de zombi aunque luego mucha
gente no notase la diferencia.
Si yo fuera otro y siguiera siendo
yanqui, no me perdería nunca la entrega de los Oscar, ni las finales mundiales.
Me casaría con la chica del baile del instituto (que era animadora del equipo
de basket) delante de un fantoche ataviado como Elvis. En San Valentín compraría
una camisa repleta de palmeras y me iría a Hawái, donde unas muchachas bellas y
exóticas nos recibirían con un Aloha,
unos collares de flores blancas y unos daiquiris.
Por precaución, por pura seguridad,
nunca me fiaría ni un pelo de mis conciudadanos, sobre todos de aquellos que para
su desgracia tienen la piel oscura. Tendría colgada en el salón una fotografía de JFK, pero continuaría
votando indefectiblemente a los republicanos.
Si viviese como un verdadero yanqui
me hincharía de cerveza y me atiborraría de hamburguesas y patatas fritas, comería
pavo relleno en Acción de Gracias y en verano montaría barbacoas y karaokes en
el jardín para los amigos. Tendría un sobrepeso demoledor, a pesar de mascar
sin descanso chicles sugarless.
Aborrecería a los rusos, a los
chinos pero sobre todo a los cubanos, los iraníes y los coreanos. Conduciría un
coche fabricado en Detroit debajo de un sombrero tejano o una gorra bordada con
las iniciales NYC. Viajaría con la familia a Disneyworld para hacerme una foto
con Mickey Mouse y el Pato Donald.
Como buen yanqui, acudiría todos
los domingos a la iglesia, cantaría unos salmos desafinados, me desgañitaría a
Aleluyas, entregaría una generosa limosna y al salir me despediría efusivamente
del pastor en el porche parroquial. Luego aplaudiría a rabiar las intervenciones
militares de los marines en países que desconocía que existían y estaban en este
planeta, porque si mi Presidente envía allí las tropas es por el bien del universo
en general pero de los United States of America en particular.
Aunque fueran unos deficientes
rematados, enviaría a mis hijos a estudiar a Yale o a Harvard. En invierno
patinaría sobre hielo, iluminaría el exterior de mi casa con diez mil bombillas
para envidia del vecino y al lado de la chimenea plantaría un abeto espectacular,
a cuyo pie Santa Claus depositaría sus valiosos regalos.
Si yo fuera un yanqui orgulloso de
ser yanqui, no abriría un libro en mi puñetera vida, pero devoraría la
televisión en pijama, me tragaría toda esa basura y luego culparía a los
franceses, a los musulmanes y a los comunistas de cuanto malo y negativo ocurre
en este mundo.
En el supuesto caso de que yo fuese
yanqui, cualquier sujeto con mala baba que no fuera yanqui y quisiera garabatear
cuatro bobadas, podría argumentar que soy un paleto y un ignorante, incluso que
mi gobierno y la CIA manipulan nuestras mentes. Pero resulta que, como no soy
yanqui, me resbala todo lo que quizás alguien pueda -alguna vez- escribir torpe
y malintencionadamente sobre nuestros queridos aliados, los benditos yanquis.
jueves, 2 de enero de 2014
Guarden el secreto (Engracia's dreams)
En el hotel nadie lo sabe, por lo
menos eso creo. Porque si se enteran los jefes, me cae una gorda, muy gorda,
gordísima. Y después me ponen de patitas en la calle, seguro. Pero, aparte de a
la Reme, necesito contárselo a alguien más, razón por la cual con su permiso voy
a relatarles la extraordinaria aventura que estoy viviendo desde hace unas
semanas.
En primer lugar, me presentaré: tengo
cincuenta y seis años y digamos que me llamo Engracia. Para ser sincera ése no
es mi verdadero nombre, es el de una tía mía del pueblo ya que, como pronto comprenderán,
por prudencia no es sensato que ofrezca datos personales que faciliten mi
identificación. La cuestión es que desde hace seis años soy empleada de la limpieza
en el Hotel Marysol de Vigo (por favor, síganme ustedes la corriente, claro que
ni el establecimiento se llama así ni está en Galicia). Hace casi un mes el
arrendador del piso que tenía alquilado, por cierto un piso precioso, con mucha
luz, bien situado y económico, me echó de la vivienda. Por lo visto había
encontrado otro inquilino dispuesto a pagar una renta muy superior a la mía. El
hijo de Satanás –perdonen ustedes la fea expresión-, acogiéndose a una cláusula
del contrato, una de esas que hay que leer con lupa de muchos aumentos y luego
resulta que puede tener seiscientas interpretaciones distintas, me obligó a
desalojar en el plazo de tres días. Menudo disgusto, con lo bien que estaba en
ese pisito y las amigas y vecinas tan simpáticas y amables que tenía: la Colasa,
la Pura, la Robustiana... Como buenamente pude recogí las cosas y las guardé en
el almacén de un primo de mi difunto esposo, a la espera de encontrar otro
alojamiento digno y asequible acorde con mis escuetos ingresos.
Entre tanto debía buscar una
pensión para ir tirando, aunque la primera noche me dije ¿y con todas las
habitaciones libres que hay en el hotel vas a pagar por dormir en un cuchitril
asqueroso? Ni corta ni perezosa, me metí en un cuarto vacío de la tercera
planta. Pensé que no hacía mal a nadie y encima después lo iba a dejar como los
chorros del oro. Fue entonces cuando empezó toda esta historia. Yo, que nunca
he salido de mi provincia, que ni siquiera he ido a Benidorm con la ilusión que
me hace, esa noche soñé que conducía un BMW a toda velocidad por una autopista
de Austria o de Alemania, no sé, en los carteles todas las poblaciones tenían
nombres terminados en –burg, –berg, -tadt,
-brück o cosas por el estilo. En el
sueño yo era un hombre y además con bigote, con lo poco que a mí me gustan los
bigotes y las barbas. Paraba a tomar una cerveza y unas salchichas en un bar de
la carretera y entendía y hablaba el alemán a la perfección. Luego de atravesar
la Selva Negra o como se diga visitaba una fábrica de algo y me entrevistaba
con un joven muy finolis y emperifollado que se llamaba Helmut y me hacía un
pedido de mil toneladas de no sé qué producto químico, un encargo que en un
plis-plas me reportaba una ganancia de un millón de euros, lo cual me puso muy
contento. Fue un sueño entretenido, el tentempié del bar estaba bien y nunca
había conducido un BMW, bueno ni un BMW ni nada, porque no tengo carnet de
conducir. Además, el chico ese finolis después de enseñarme la fábrica me
invitó a una copa de champán y unas chocolatinas, qué detalle; para mis cortas entendederas
que era un poquito gay y pretendía flirtear conmigo, porque en su despacho
solo se escuchaba música romántica italiana y en un momento dado creo que me
hizo morritos y hasta me guiñó un ojo. Pero de ahí no pasó la cosa, ¿eh? No
vayan ustedes a formarse una opinión equivocada, que una será pobre, pero no es
ningún pendón verbenero.
Por la mañana, haciéndome la tonta,
le sonsaqué a Matías el recepcionista (que sí, que no se llama Matías) la
identidad del último huésped de la 307. Era un hombre de negocios granadino que
estaba de paso en un viaje a Alemania. Me enseñó su foto y me quedé patidifusa:
era el mismo rostro que había visto en el retrovisor del coche aquella noche. Acababa
de soñar lo que le había pasado o iba a pasar a ese fulano en los días
siguientes a su pernoctación en nuestro hotel.
Discurrí luego que al fin y al cabo
todo había sido un sueño, que mi subconsciente debió grabar su cara y algunas
frases pronunciadas hacia su teléfono al cruzármelo en algún pasillo, en el
hall o incluso en el aparcamiento. La Robustiana me confesó una vez que a menudo soñaba cosas que luego iban y le
ocurrían, no obstante siempre he pensado que la Robustiana es un poco bruja,
buena persona sí, muy buena, pero un poco bruja y además, las cosas le ocurren
a ella, no a otras personas a las que no tiene el gusto de haber sido
presentada.
La noche siguiente dormí en la
habitación 504. Volví a soñar. Esta vez
tenía unos treinta años menos, era rubia y vestía de marca. Tenía un
tipito encantador, nada de los setenta y dos fofos kilos que arrastro día sí y
día también detrás del carrito de la limpieza. Además, iba acompañada de un
galán. Sí, táchenme de anticuada, pero esa es la palabra: galán. Un joven
hombretón, alto, con los ojos azules, elegante, que estaba de toma pan y moja. Era
por la tarde y asistíamos en un local muy chic a la entrega de unos importantes
premios literarios. Yo, que decían que era una prometedora escritora, lo cual en
ese mundillo creo que equivale a decir que eres ocho ceros a la izquierda, había
sido nominada al galardón de poesía. Era la primera oportunidad de salir en
prensa, de ver mi nombre en los envidiables titulares de las secciones
culturales. Tenía los nervios a flor de piel, estaba como un flan, quería
morderme las uñas y comerme los dedos pero me tuve que reprimir dada la
seriedad del certamen, lleno de críticos y fotógrafos. Finalmente no conseguí
nada, ni un miserable diploma o una de esas menciones honoríficas que en ocasiones
otorgan a los perdedores. Aquello me entristeció mucho, sentí que el mundo se
derrumbaba, que todos mis esfuerzos habían sido en vano. Cuando salíamos del
evento, mi guapo acompañante me susurró dulcemente: “Querida, tú siempre serás mi campeona. Esta noche te ofreceré un
premio muy especial, un premio que mereces y solo yo puedo darte. Olvidarás enseguida
toda esta sucia patraña. Estoy convencido de que mañana escribirás los versos
más bellos de la historia.” Hubiera deseado vivir la entrega de aquel
apasionante premio, pero justo en el momento más inoportuno sonó la alarma de
mi reloj Kasio y me desperté.
Ni que decir tiene que intenté y
pude averiguar que la anterior huésped de la 504 respondía plenamente a los
rasgos del personaje soñado. Cuando me enteré, entendí que o el hotel o yo estábamos
encantados.
Sin embargo, todo lo ocurrido lejos
de asustarme me estimuló. Así es que decidí seguir durmiendo en habitaciones libres
cada noche. Me di cuenta de que disfrutaba viviendo y sintiendo como otras
personas que no tienen que cargar a diario con la fregona y el aspirador, que
no están condenadas a limpiar retretes ni cambiar toallas o sustituir rollos de
papel higiénico, que pueden llevar existencias felices o desgraciadas, pero
siempre distintas a la aburrida rutina de una mini-mundi como yo. Cuando me
alojé en la 409 piloté un moderno aeroplano y aterricé en la Costa Azul; transportaba
a unos pasajeros muy adinerados que me dieron una excelente propina. Cuando lo
hice en la 110, descubrí que mi marido me la pegaba con otra y le lanzaba una
botella, partiéndole el cráneo y provocando mi detención por la policía, fue
muy divertido. Cuando me atreví a dormir en una suite, en la 701, si bien
reconozco que recibí unos duros golpes, pude experimentar el placer que se
siente cuando noqueas a un negro irlandés de ciento veinte kilos en el tercer
asalto, con un crochet de izquierda. Y así noche tras noche, de habitación en
habitación.
Esto que me ocurre y ahora ya
conocen, antes solo se lo había contado a la Reme, que es mi mejor amiga; ella me
aconseja que lleve mucho tiento y dice también que parece que esté drogada con
todo este maltraer, como lo llama la boba. Yo creo que en realidad tiene celos,
pues a la infeliz la abandonó el cabrito del Fulgencio hace dos años, dejándola
con lo puesto y poco más. Como se ha propuesto vivir y morir siendo una amargada,
pretende que las demás nos solidaricemos con su causa. Pero yo no estoy
dispuesta, yo voy a seguir a lo mío, a ser una secundaria de día y una estrella
de noche. Ojalá que no se enteren en el hotel porque entonces sí, entonces se
acabó la fiesta. Por favor, guarden el secreto.
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