Te
levantas cada noche a la hora aproximada en la que tus jóvenes vecinos acaban
de pegar el segundo polvo. A veces ni siquiera has podido dormir, porque la algarabía
de los adolescentes que participan en las mangas preliminares del botellón no lo
ha permitido. Mojas tu cara con agua fría, te clavas el uniforme y enfrentas la
helada madrugada con la indescriptible ilusión que proporciona ese trabajo de mierda,
gracias al cual obtienes un sueldo miserable que consigue hacer mucho más ricos
a tu patrón y a los dueños de Mercadona (siempre fuiste un patriota). Ese
empleo, por llamarlo algo, consistente en pasar la máquina barredora y joder
los sueños de quienes aún se los pueden permitir. Porque, reconócelo, en el
fondo disfrutas cuando armas barullo con ese maldito vehículo eléctrico,
aspirando la basura y los excrementos de las mascotas de los pijos mientras
éstos se revuelven en sus lechos, acordándose de todos tus muertos a las seis de
la mañana. A falta de otros incentivos, te recreas en los barrios residenciales;
pasas sin prisa dando caña a los motores, succionando a todo meter para dejar esas
vías como una esplendorosa patena. En tu pecho llevas prestado el escudo del Ayuntamiento,
un emblema que suele otorgar algún privilegio insignificante. Además, no eres
tú el que dispone los horarios, necesitarías estar loco o ser un redomado masoquista
para imponerte semejante sacrificio. Hasta que un buen día, al doblar una
esquina, un desconocido te agarra del cuello, te extrae de la cabina y empieza
a patear violentamente tu hígado en tanto la máquina sigue avanzando con lentitud
por la desierta acera. Intentas reincorporarte, pero el agresor vuelve a
lanzarte al suelo y esta vez te pisa la cara y te rompe el radio. El robot
limpiador prosigue su marcha y acaba colisionando contra un coche por allí estacionado.
Al día siguiente, con un ojo amoratado y el brazo en cabestrillo, los jefes te obsequian
con un lindo finiquito, al tiempo que exigen que les des las gracias por no
descontarte los costosos destrozos causados. Tomas el dinero, te despides con
resignación y entras en el primer Mercadona a comprar unas cervezas: Turia, por
supuesto. Porque siempre fuiste un patriota.
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