jueves, 6 de febrero de 2014

La indescriptible ilusión



Te levantas cada noche a la hora aproximada en la que tus jóvenes vecinos acaban de pegar el segundo polvo. A veces ni siquiera has podido dormir, porque la algarabía de los adolescentes que participan en las mangas preliminares del botellón no lo ha permitido. Mojas tu cara con agua fría, te clavas el uniforme y enfrentas la helada madrugada con la indescriptible ilusión que proporciona ese trabajo de mierda, gracias al cual obtienes un sueldo miserable que consigue hacer mucho más ricos a tu patrón y a los dueños de Mercadona (siempre fuiste un patriota). Ese empleo, por llamarlo algo, consistente en pasar la máquina barredora y joder los sueños de quienes aún se los pueden permitir. Porque, reconócelo, en el fondo disfrutas cuando armas barullo con ese maldito vehículo eléctrico, aspirando la basura y los excrementos de las mascotas de los pijos mientras éstos se revuelven en sus lechos, acordándose de todos tus muertos a las seis de la mañana. A falta de otros incentivos, te recreas en los barrios residenciales; pasas sin prisa dando caña a los motores, succionando a todo meter para dejar esas vías como una esplendorosa patena. En tu pecho llevas prestado el escudo del Ayuntamiento, un emblema que suele otorgar algún privilegio insignificante. Además, no eres tú el que dispone los horarios, necesitarías estar loco o ser un redomado masoquista para imponerte semejante sacrificio. Hasta que un buen día, al doblar una esquina, un desconocido te agarra del cuello, te extrae de la cabina y empieza a patear violentamente tu hígado en tanto la máquina sigue avanzando con lentitud por la desierta acera. Intentas reincorporarte, pero el agresor vuelve a lanzarte al suelo y esta vez te pisa la cara y te rompe el radio. El robot limpiador prosigue su marcha y acaba colisionando contra un coche por allí estacionado. Al día siguiente, con un ojo amoratado y el brazo en cabestrillo, los jefes te obsequian con un lindo finiquito, al tiempo que exigen que les des las gracias por no descontarte los costosos destrozos causados. Tomas el dinero, te despides con resignación y entras en el primer Mercadona a comprar unas cervezas: Turia, por supuesto. Porque siempre fuiste un patriota.


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