Si yo no fuera yo, pongamos por
caso que fuese un yanqui, ondearía una enorme bandera en la fachada de mi casa;
cantaría God Bless America con la
mano derecha sobre el corazón, mientras odiaba a muerte a todos aquellos que no
comparten mi patriotismo.
Los fines de semana, después de
desayunar cereales o tortitas acompañados de beicon y huevos fritos, pasaría el
cortacésped y jugaría al béisbol con mis hijos. Tendría una o varias armas de
fuego por si las moscas, por si los ilegales, por si los terroristas y por si
los extraterrestres, sencillamente porque me daba la gana y lo permite nuestra sagrada
Constitución.
En Halloween compraría libras y
libras de chucherías para los niños y me disfrazaría de zombi aunque luego mucha
gente no notase la diferencia.
Si yo fuera otro y siguiera siendo
yanqui, no me perdería nunca la entrega de los Oscar, ni las finales mundiales.
Me casaría con la chica del baile del instituto (que era animadora del equipo
de basket) delante de un fantoche ataviado como Elvis. En San Valentín compraría
una camisa repleta de palmeras y me iría a Hawái, donde unas muchachas bellas y
exóticas nos recibirían con un Aloha,
unos collares de flores blancas y unos daiquiris.
Por precaución, por pura seguridad,
nunca me fiaría ni un pelo de mis conciudadanos, sobre todos de aquellos que para
su desgracia tienen la piel oscura. Tendría colgada en el salón una fotografía de JFK, pero continuaría
votando indefectiblemente a los republicanos.
Si viviese como un verdadero yanqui
me hincharía de cerveza y me atiborraría de hamburguesas y patatas fritas, comería
pavo relleno en Acción de Gracias y en verano montaría barbacoas y karaokes en
el jardín para los amigos. Tendría un sobrepeso demoledor, a pesar de mascar
sin descanso chicles sugarless.
Aborrecería a los rusos, a los
chinos pero sobre todo a los cubanos, los iraníes y los coreanos. Conduciría un
coche fabricado en Detroit debajo de un sombrero tejano o una gorra bordada con
las iniciales NYC. Viajaría con la familia a Disneyworld para hacerme una foto
con Mickey Mouse y el Pato Donald.
Como buen yanqui, acudiría todos
los domingos a la iglesia, cantaría unos salmos desafinados, me desgañitaría a
Aleluyas, entregaría una generosa limosna y al salir me despediría efusivamente
del pastor en el porche parroquial. Luego aplaudiría a rabiar las intervenciones
militares de los marines en países que desconocía que existían y estaban en este
planeta, porque si mi Presidente envía allí las tropas es por el bien del universo
en general pero de los United States of America en particular.
Aunque fueran unos deficientes
rematados, enviaría a mis hijos a estudiar a Yale o a Harvard. En invierno
patinaría sobre hielo, iluminaría el exterior de mi casa con diez mil bombillas
para envidia del vecino y al lado de la chimenea plantaría un abeto espectacular,
a cuyo pie Santa Claus depositaría sus valiosos regalos.
Si yo fuera un yanqui orgulloso de
ser yanqui, no abriría un libro en mi puñetera vida, pero devoraría la
televisión en pijama, me tragaría toda esa basura y luego culparía a los
franceses, a los musulmanes y a los comunistas de cuanto malo y negativo ocurre
en este mundo.
En el supuesto caso de que yo fuese
yanqui, cualquier sujeto con mala baba que no fuera yanqui y quisiera garabatear
cuatro bobadas, podría argumentar que soy un paleto y un ignorante, incluso que
mi gobierno y la CIA manipulan nuestras mentes. Pero resulta que, como no soy
yanqui, me resbala todo lo que quizás alguien pueda -alguna vez- escribir torpe
y malintencionadamente sobre nuestros queridos aliados, los benditos yanquis.
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