Desde
que a Herbert se le ocurrió comenzar a narrar en una sencilla gaceta titulada “La
Cuarta Dimensión” las experiencias de sus continuos viajes a través del tiempo,
los habitantes de la pequeña ciudad de Blackville esperaban fervientemente
aquella publicación. Con el artilugio que había inventado, el científico
iniciaba casi a diario nuevas travesías que le llevaban, a su antojo, tanto al
pasado como al futuro. De la más rancia antigüedad rescató memorias
trascendentales, reconstruyó los perfiles de los más grandes personajes y demolió
consolidadas teorías sobre el auge y ocaso de algunas civilizaciones, revelaciones
todas ellas que insignes historiadores con acceso al boletín tacharon de patrañas
absurdas e inverosímiles. Del porvenir trasladó, indistintamente, las noticias
más ilusionantes pero también las más funestas predicciones que eran, asimismo,
descalificadas y reprobadas por los gobernantes. En la última edición, Herbert
escribió algo que sonaba a despedida. Al día siguiente viajaba al año 2014. Nunca
nadie después supo más de él.
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miércoles, 4 de diciembre de 2013
lunes, 2 de diciembre de 2013
Roles
Y
nunca le recordaba lo que no se debía contar. No era necesario. Blas estaba
convencido de que María tenía asumido su papel de víctima porque había nacido
para serlo, porque estaba genéticamente programada para soportar insultos y
palizas. Pero el verdugo se equivocaba. La noche en la que hubo un imprevisto
intercambio de roles, la mujer se despachó seccionándole el cuello.
miércoles, 27 de noviembre de 2013
Confusión u olvido
Fuera por confusión u olvido, Amanda
programó a la misma hora y en el mismo lugar sus citas a ciegas con Robin y
Derek. En el paseo marítimo de Norwalk los tres se conocieron, fumaron unos
pitillos, charlaron y rieron durante un buen rato. Después cenaron juntos y mientras,
entre los hombres surgió el amor.
Amanda sigue recurriendo al mismo tipo
de encuentros, solo que ahora lleva mucho cuidado en evitar inoportunas
coincidencias.
jueves, 21 de noviembre de 2013
Stand-by
Paco
está bien, pero que bien jodido. Apuesto a que este año no se come los
turrones. Mucho coñac y demasiado tabaco ha tragado ese esmirriado cuerpo, con
el que no comprendo cómo llegó a ser bombero. Y Olvido, la futura viuda, menuda
broma le gastaron sus padres eligiendo semejante nombre. El maldito alemán ha devorado
sus neuronas en una contrarreloj; hace solo dos meses era la reina de los chismes
y mírala ahora. Todo son calamidades en este submundo del stand-by. Los que
salen con los pies por delante proporcionan hueco a nuevos okupas en la estación
por la que solo pasa un tren canalla, al que nadie quiere subir. Bueno, nadie
menos Gregorio, que nos taladra sin piedad con su empeño en mudarse al otro
barrio. Aunque ya lo dicen: mala hierba, nunca muere. Ojalá aguante, el muy
pelma, porque aquí en la residencia cada vez hay menos personal que juegue decentemente
al dominó.
viernes, 15 de noviembre de 2013
Malditos haikus ñoños
Malditos haikus.
Diecisiete sílabas
desperdiciadas.
Olvida el océano,
los juncos, el invierno.
Déjalos en paz.
Intrascendente
evocar la belleza
de cosas simples.
Tanto por decir
y cantas a los cisnes.
Corta el rollo.
Rememoremos
miserias cotidianas
que nos asfixian.
Testimoniemos
tiranías y abusos.
No más silencio.
Abre los ojos.
Aparca tu ternura,
narra la vida.
viernes, 1 de noviembre de 2013
Uno de Noviembre
Cada año, siempre un poco más
viejos, vuelven con flores frescas. Parece mentira que no me conozcan. ¡Nunca
he soportado las flores! Se plantan delante de mi lápida, sacan de una bolsa
los trastos de la limpieza y dan el lustre que pueden al mármol que cubre mis
despojos. Luego arreglan las dichosas flores y recitan un padrenuestro, un
avemaría o cualquier cosa que se les ocurre, cuando a mí lo que me gustaría es
que me obsequiaran con un tema de Sinatra y un poema de Benedetti. No es que deteste
que vengan, no me malinterpreten, pero además de lo dicho me incomoda que se
sientan obligados, siempre en la misma fecha, con el camposanto convertido en
un festival de colores y fragancias, en una avenida colapsada por constantes desfiles
de viudas y huérfanos. Porque después, hasta el año que viene y si te he visto
no me acuerdo. ¿Por qué no se acercan en los peores días del más gélido
invierno, cuando aquí estamos más solos que la una? ¿Por qué no nos visitan un sofocante
día de verano, en lugar de irse a la playa?
Yo pienso
que todos los muertos deberíamos unirnos y enviar un mensaje a las familias: Olvidaos
de nosotros de una vez por todas, vivid vuestras gratificantes o desgraciadas vidas,
vividlas, por el amor de Dios. Ni os necesitamos ni nos necesitáis. Y cuando
preciséis de recuerdos, cuando no podáis driblar a la memoria, contemplad
nuestras fotos, volved a escuchar nuestros discos, releed nuestros libros
preferidos, reuniros con aquellos amigos que nos sobrevivieron y organizad una fiesta.
Rememorad el tiempo que no volverá, pero sobre cualquier otra cosa, sobre todas
las cosas, celebrad que aún os queda un futuro y que, por corto o largo que éste
sea, tenéis que existirlo y existirlo en paz, sin fantasmas en vuestras
espaldas.
sábado, 14 de septiembre de 2013
Persiguiendo un sueño
Querida Julia:
Perdona que me despida de esta
forma tan extemporánea e impersonal, pero prefiero evitar cualquier tipo de
discusión y, sobre todo, asistir a esa dramática escena de afectación y llantos
que tienes ensayada y ejecutas, en detrimento de mis nervios, con soberana
maestría.
La nuestra no ha sido una relación
perfecta, siempre tuvo sus altibajos, momentos dulces y amargos; pero no se
puede decir que fuese distinta a la ejemplar relación que mantiene cualquier
otra pareja. Y aunque te quiero y siempre te llevaré en el alma, la ciencia me
exige ahora el doloroso sacrificio de esta separación.
Tú sabes perfectamente que la
investigación lo es todo para mí. Es mi pasión y es mi vida. El profesor Wert
me ha invitado a viajar al futuro en la máquina del tiempo que ha inventado. Somos
un distinguido grupo de personas las seleccionadas para transitar hasta la
España del próximo siglo. Según el profesor, que ha evaluado variables,
establecido conjeturas y resuelto multitud de ecuaciones de extraordinaria
dificultad, llegaremos a un próspero país donde todo el mundo tendrá trabajo y
será feliz, donde no existirá la pobreza ni la discriminación, donde un
Gobierno justo y honrado se preocupará de los necesitados. Un lugar donde apenas
se pagará impuestos y los servicios serán magníficos, donde la sanidad y la
educación tendrán carácter público y gratuito. En ese sitio y en ese momento se
utilizarán energías baratas, no contaminantes, y por añadidura los científicos
tendremos un papel predominante y decisivo.
Ojalá pudiera escribirte cuando
aterrice en el año 2013, o volver y narrarte las excelencias que el futuro
deparará a nuestros descendientes. Sin embargo, por ahora la máquina de Wert
solo está disponible para desplazarse hacia adelante. No obstante todos
confiamos en que cuando la perfeccionemos en nuestro destino, valiéndonos de la
tecnología del futuro, serán posibles los viajes en ambos sentidos.
No llores, Julia, estoy convencido
de que volveremos a vernos, no sé cuándo ni dónde, pero sé que nos reuniremos y
nos amaremos de nuevo.
Despídeme de los niños, cuéntales
que su padre ha desaparecido persiguiendo un sueño, que les quiere y regresará el
día menos pensado para compartir con ellos un colosal patrimonio de sabiduría y
el cariño acumulado durante años.
Sabes que no te olvidaré, mi
adoración por ti permanecerá inalterable en cualquier circunstancia. Cuídate.
Un gran beso, querida Julia.
Alberto
sábado, 24 de agosto de 2013
Tentar a la suerte
A veces no conviene tentar a la suerte. Por eso, cuando suena el despertador a las 6:30 todas las mañanas, no lo agarras y lo estampas contra la pared. Por eso, decides afeitarte cada tres o cuatro días, cuando en realidad te dejarías crecer la barba hasta el suelo. Seguro que es también por eso que sueles tomar los metros de las 7:20 y las 15:15 y te obligas a convivir durante una hora con todos esos zombis, insensibles al sonido gracias a sus auriculares y ensimismados ante un artilugio que aunque se llama teléfono solo sirve para cualquier cosa menos para conversar. Como no te gustan los riesgos, te pasas siete largas horas delante de la pantalla de una computadora en la que, desde decenas de direcciones, te llueven las órdenes que antes impartía una persona de carne y hueso denominada jefe, un tipo que era o autoritario o incompetente o las dos cosas al mismo tiempo. Por prudencia, no envías a la mierda a un compañero (por llamarlo algo) que intenta endosarte, con mejor o peor resultado, parte de su faena. Y como, en definitiva, eres un gallina, no mandas todo y a todos al carajo, pegas un portazo y te largas para dedicarte a lo que en verdad te gusta, que es ni más ni menos que escribir. Todo ello porque a veces, pero casi siempre, no conviene tentar a la suerte.
viernes, 5 de julio de 2013
Se vende
El paseante que lucía un cartel de SE
VENDE colgando de su cuello fue detenido por la policía en la Plaza del
Pueblo. Tras comprobar que carecía de los permisos reglamentarios para ejercer el
comercio ambulante le multaron y dejaron libre, pero con cargos.
miércoles, 3 de julio de 2013
El dudoso arte del tormento
El
dolor retuerce mis entrañas en este lecho de arena mientras vomito oscuros
borbotones de sangre y la muerte, cercana, me acecha. Son unos perturbados. Arrancado
de mi familia, me condujeron al macabro escenario donde ahora me mortifican con
sus brillantes armas. Ni los agrios quejidos ni la mirada suplicante han infundido
un ápice de compasión en tan hábiles y despiadados verdugos. Incapaz de
resistir un nuevo martirio, he caído finalmente de rodillas expresando una
rendición inequívoca. Aún así, entre los
bárbaros hay quien con aspecto todavía más desequilibrado y detrás de un humeante
habano, clama desde el tendido: “¡Descabello!”
lunes, 1 de julio de 2013
¡Con dos colchones!
Colchones Cabezón. Ése era el nombre de la importante fábrica de don Félix
Cabezón, un hombre muy rico que tenía una gran y bonita casa, un lujoso coche,
una mujer despampanante y un perrito con noble pedigrí. Además, el empresario se
relacionaba con muchos clientes y proveedores, otros fabricantes y algunos
políticos, con los que a menudo se reunía para comer o cenar en restaurantes de
alto standing donde servían mucho
marisco y vinos de leyenda. Allí contaban muchos chistes de bajo standing y se criticaba a otros clientes
y proveedores, a otros fabricantes y a otros políticos, aunque a veces también se
sellaba algún negocio, bueno para todas las partes. Pero el señor Cabezón,
pobrecito, aunque conocía a mucha gente con la que comía, bebía, bromeaba, refería
chascarrillos e incluso hacía negocietes, no tenía ni un solo amigo.
Tal vez por ello, quién sabe, el
colchonero se dedicó a espiar a sus empleados cuando éstos coincidían en las
pausas del almuerzo y la comida. Todo comenzó cuando, un buen día, se le ocurrió
observarles a través del ventanal de su despacho situado en el primer piso. Nunca
ocultaban su jovialidad en el comedor de la empresa mientras parecían relatar
anécdotas familiares y proyectar humildes planes para su tiempo libre, tiempo
que Félix solía emplear en acompañar a su esposa Piluca de boutiques o al
cirujano plástico, pasear a Chochín, limpiar
la piscina o pasar el cortacésped por el jardín. Tanta atracción afloró en el
patrón por las vidas de sus asalariados, que instaló micrófonos ocultos en el refectorio
para tener completo acceso a sus comentarios y poder conocerles mejor. Tras
algunas semanas vigilando al personal, Félix comprendió que aquellos seres, que
no tenían ni grandes ni bonitas casas, ni lujosos coches, ni mujeres, maridos o
perritos de diseño, que por su culpa ni siquiera disponían de unos sueldos medianamente
decentes, eran sin embargo medianamente felices. Y que su mediana felicidad no dependía
de la mediana o pequeña cantidad de dinero que pudiesen atesorar o gastar, sino
de la sencilla actitud de acomodarse a sus particulares y miserables
insuficiencias, valorando lo necesario y eludiendo lo superfluo, todo ello sobre
una sólida base viscoelástica de amor y amistad.
Cabezón empezó a admirar con envidia
a sus trabajadores porque, poseyendo muchísimo menos que él, demostraban más
alegría y deseos de vivir. Para asombro de la plantilla, determinó pasear con
frecuencia por la fábrica, preguntando a Paco si su hijo ya se había recuperado
de la neumonía, consultando a Asunción cómo le iba a su madre en la residencia,
aconsejando a Federico que cambiase de mecánico, etcétera, etcétera. Una tarde
les reunió para anunciarles que, como las cosas marchaban bien, iba a abonarles
una paga extra a final de mes. Poco tiempo después, Félix bajaba a comer diariamente
con sus subordinados. La tensión y suspicacia mostradas al principio por todos
ellos fue remitiendo a medida que se acostumbraron a su amable compañía y a los
chistes malos, de bajo standing, que
contaba. Aunque era el dueño de la fábrica y a pesar de las distancias
económicas y sociales existentes, Félix se acabó integrando muy bien en aquel grupo.
No era raro que las sobremesas se
extendieran a petición del propio jefe. En ellas se discutían formas de
modificar tal o cual proceso, en aras a dulcificar algunas fatigosas tareas sin
pérdidas de efectividad. Nadie sabe si ese acercamiento del colchonero al
personal y los cambios introducidos en la actividad manufacturera fueron el
detonante, pero el hecho es que la productividad aumentó significativamente los
meses siguientes. En agradecimiento, el jefe les premió con una semana
adicional de vacaciones.
Durante el verano Cabezón meditó,
meditó y meditó. Al final, tomó la decisión de ser feliz, como sus operarios.
Pero para igualarse a ellos debía desprenderse de muchas cosas y la primera de
ellas era la fábrica. A Félix ya en varias ocasiones le habían intentado
comprar la industria. Contactó con el último ofertante y convino un precio
justo para la transacción, incorporando una condición por la cual el nuevo
propietario no podría despedir a ninguno de los trabajadores a menos que abonase
una altísima indemnización. Y antes de que se formalizara el traspaso de la
sociedad, se dio de alta como empleado. Los flecos del dinero, la casa, el
coche y Chochín, elementos que en su
nuevo estatus también sobraban, se resolvieron fácilmente mediante un divorcio
exprés, un trato en el que Piluca quedó más que bien parada, al apropiarse de
todo.
Don Félix Cabezón es ahora arrendatario de un pequeño apartamento en el
extrarradio, tiene un coche de segunda mano que se cala cada dos por tres,
ronda a Paquita la telefonista y disfruta con los trinos de su canario Gorki. En los ratos de ocio le gusta
leer, pasear en bicicleta, está aprendiendo a tocar la guitarra y alterna con
sus compañeros y amigos de la fábrica, con los que a veces sale de excursión y que
le llaman cariñosamente “Cabezota”.
domingo, 23 de junio de 2013
Zapatones
Un descomunal armario humano de
treinta y cinco años encierra el cerebro de un niño de ocho. Se llama Antonio,
Toni para la familia, Zapatones para
el resto de su reducido universo, esto es, para los demás vecinos del pueblo.
Muchos de quienes le conocen dicen
que Zapatones es víctima de las
lesiones cerebrales que sufrió durante su nacimiento. Algunos aseguran que ese
día Don Ricardo llevaba una copa de más y no anduvo fino con los fórceps. Sin
embargo, Tomás y Maruja, los padres, ni acusan ni guardan rencor a nadie. Aman
demasiado a Toni como para reprochar nada y sostienen que es una bendición
tener un niño grande, todos anhelan hijos que no crezcan y ellos, aunque a
medias y sin buscarlo, lo han conseguido.
A Zapatones lo que más le gusta es que su madre le peine y repeine entre
caricias cada mañana después de desayunar. Luego marcha al campo con su padre,
al que echa una mano bien arando, sembrando, desbrozando...
En el pueblo no tiene amigos. Prácticamente
todos aquellos compañeros de juegos de la infancia se casaron, y los que no
emigraron andan demasiado ocupados como para prestarle cinco minutos de
atención cuando se lo cruzan.
Toni se entretiene dibujando y
pintando, enseñando silbidos a su periquito Pancho
y escuchando música en la radio que les regaló un hermano de su madre que vive lejos,
en la capital. Los fines de semana juega al parchís con su tío Andrés, el viejo
carpintero célibe que siempre se deja perder y que no canjea por nada el alegre
semblante de su sobrino tras cada victoria.
Una mañana de julio, cuando Zapatones ya se emociona pensando en las
fiestas que empiezan la semana siguiente, llega un camión al pueblo con unos
tipos armados que dicen que son militares, que ha estallado la guerra y que
necesitan soldados para defender a la patria de los traidores. Entran en las
casas y sacan a culatazos a todos los varones entre veinte y cuarenta años,
obligándolos a subir al camión. Maruja llora, suplica. “No es un hombre, es un niño”, grita. “No se preocupe, señora, que nosotros enseñaremos al grandullón de su
hijo a ser un hombre, a matar ratas y a servir a España”.
Lo cierto es que Zapatones ya nunca volverá. A lo único
que le enseñará esa podrida guerra es a morir en una trinchera, sin saber nunca
por qué.
sábado, 22 de junio de 2013
La oración del soñador
Sueño con una mañana en que todas
esas injusticias que traspasan mi piel y me desangran de odio emprendan un
vuelo hacia el sol y se derritan en el camino. Sueño con unos gobernantes sensibles,
dotados de unos miligramos de honradez, cordura y humanidad, que aprueben
presupuestos con un exagerado superávit de sonrisas y un irrecuperable déficit
de llantos. Sueño con un ejército de paz que bombardee el hambre y la miseria,
que dispare cañonazos de bienestar, que invada los territorios de la tristeza y
conquiste para todos la felicidad. Sueño con una economía pintada por Van Gogh.
Sueño con un mundo libre, sin fronteras ni patrias, sin príncipes azules, sin
ídolos espirituales ni estadistas indispensables, sin rencores ni redentores. Sueño
con un pueblo lúcido, generoso y tolerante, adicto al pensamiento, que valore
la cultura en los museos, en las bibliotecas, en los teatros o en los grafitis
callejeros. Sueño con una sociedad en colores: sin mayorías ni minorías, sin
vencedores ni vencidos. Sueño con un día que contenga ochenta y seis mil
cuatrocientos segundos de puro amor. Sueño con personas que también sueñan. Sueño.
miércoles, 19 de junio de 2013
Buenas noches y buena suerte
FECHA 1
Hoy tuve un gran día. Esta mañana el
jefe me felicitó calurosamente por mi eficacia en la elaboración de un
relevante informe. Es buen tío, es guay, mi jefe. Luego coincidí con Sonia y otras
compañeras en el restaurante. Sonia, la preciosidad que trabaja en el
Departamento Fiscal y a la que, en la primera oportunidad que se presente, le
voy a pedir que acepte cenar conmigo. Tiene unos ojos y una sonrisa que
enamoran. Y esta noche mi equipo pasó otra ronda en la Champions después de
ofrecer un espectáculo irrepetible. Ha sido un día estupendo.
A las once y media, cuando me disponía a leer
algo en la tablet antes de irme a la cama, ha sonado el teléfono y desde un
número desconocido la voz de una mujer madura ha preguntado por Samuel, el
vidente. No sabría justificar el motivo, pero el caso es que no he podido
resistir la tentación de responder que sí, que era Samuel el que estaba al
aparato. Entonces ella me explica que se llama Felicidad aunque todo el mundo
la conoce como Feli, que ha sido su amiga Rosa quien le ha facilitado mi
teléfono porque asegura que soy infalible en el tarot y que necesita que le haga
una predicción urgente. Ah, claro, Rosa, le contesto siguiéndole el rollo, una
buena y querida amiga, por supuesto. Pues usted dirá, Feli, descríbame su
casuística, por favor, y veremos qué le depara el futuro. Y la tal Felicidad,
que comentó tener 63 años, me empezó a contar su vida, demostrando en pocos
minutos la incompetencia de sus padres para elegir nombres de pila; seguro que
si en lugar de Felicidad le hubiesen llamado Inocencia, habría salido un pendón
verbenero. Entre otras cosas, la mujer era viuda de un bombero que murió en un
incendio forestal, estaba enferma y tenía un hijo enganchado a la droga que
había acabado con sus escasos ahorros y también se estaba apropiando ahora de
buena parte de su pensión. La verdad es que la señora me dio mucha lástima, al
punto de arrepentirme horrores por haber suplantado a un experto en la materia,
pero por otro lado pensaba que desenmascararme ahora, incluso el simple hecho
de colgar fríamente el teléfono, solo podría empeorar el estado de ansiedad de la
pobre Feli. Por eso tuve que improvisar y lo primero que se me ocurrió fue decirle
que estaba barajando las cartas, mientras movía las hojas de unos periódicos
que tenía a mano para producir un ruido similar. Bueno, Feli, para ser sincero,
amiga, la verdad es que solo intuyo cosas positivas, el destino parece tenerle preparado
un esperanzador porvenir, mentí. Sus preocupaciones van a acabar muy pronto,
cariño. Intenté decir esto último con la entonación más tierna posible,
recordando cuando de estudiante interpretaba pequeños papeles en la compañía de
teatro de la Facultad. Sí, sí, Samuel, pero ¿qué carta ha salido? ¿Es un arcano
mayor o un arcano menor? ¿Ha salido boca arriba o boca abajo? ¡Me cago en la
leche! En ese momento hubiese preferido emplear mi compasión abrazando
fuertemente a un puercoespín deprimido. ¡Estaba hablando con una consumada profesional
de las consultas proféticas! Y era como si Stephen Hawking preguntase a un
alumno de Primaria su opinión sobre la termodinámica de los agujeros negros.
Mientras en el navegador de la tablet le preguntaba a mi estimado Google por el
significado de los naipes de tarot, empecé a darle largas. Le comenté con
largas y rimbombantes frases que prefería no declarar qué carta había extraído
porque un gran maestro inglés de las artes cósmicas adivinatorias me reveló que
hacerlo podría revertir el resultado de la predicción. Me contestó que eso eran
pamplinas, que los ingleses no entienden de tarot, que los verdaderos
especialistas están en Francia y en Italia y ellos siempre muestran las cartas.
Estuve a punto de mandarla a freír puñetas cuando mi amado buscador me sacó de
apuros. Bien, Feli, pues he de confesarte que ha salido la Estrella y boca
arriba, ¿contenta? ¿Eso significa que me voy a curar? Pues claro, mujer, ¿qué
otra cosa podría significar? ¿Y qué me dice de mi hijo? Saque otra carta, a ver.
Espere. Volví a menear los diarios mientras consultaba en la tablet. Aunque
entonces tuve otra idea, se me ocurrió soltarle que había aparecido la Muerte.
Boca arriba. Creí que así se acojonaría y me dejaría en paz. Caray, ¿eso es
maravilloso, no? Claro, claro, manifesté, poco convencido de ello. Quiere decir
que todo lo malo se va a acabar, ¿verdad? Pues claro, Feli, su hijo dejará las
drogas y su pesadilla habrá terminado… Eres un sol, Samuel. Cuando Rosa me dé
tus señas, paso y te abono los servicios. No se moleste, señora, que me doy por
bien pagado sabiendo que viene de parte de Rosa y que sus problemas se van a
solucionar muy pronto. Colgué, grabé el número en la agenda del móvil para no
contestar nunca más sus llamadas y después lo desconecté, por si las moscas.
FECHA 1+N
Hoy ha sido un desastre. Mi jefe me
ha pegado una bronca de tres pares por retrasarme una semana en la presentación
de otro jodido informe. El inútil, que no entiende que estoy de faena hasta la
cabeza, encima me endilga la que a él le encarga el Director General. Es
idiota. Luego me he enterado que Sonia ha empezado a salir con Borja, el
secretario personal del Gerente. Jamás hubiera imaginado que le van los
aduladores lameculos. Me ha defraudado Sonia, con su carita de no haber roto un
plato, claro que con su pusilánime carácter pienso que nunca hubiésemos
congeniado… Además, me he dado cuenta de que bizquea un poco y tiene los
dientes amarillos del tabaco. Y para rematar esta fatídica jornada, mi equipo
ha palmado por cuatro a cero contra unos italianos de medio pelo. ¿Cómo pueden
aguantar a un entrenador tan impresentable y a esas carísimas figuras de
pitiminí que solo sirven para ilustrar anuncios de perfumes? Vaya fiasco. Lo
peor será mañana en la Oficina, los seguidores del máximo rival me van a
amargar de lo lindo con sus chanzas de mierda.
Esta
noche va a resultar difícil conciliar el sueño con tanto disgusto acumulado.
Espero que un poco de lectura me haga olvidar todos esos sinsabores y me relaje
lo suficiente. Inesperadamente suena el teléfono en cuya pantalla aparecen las
palabras “número oculto”. Joder, no me gustan esas llamadas, pero por la hora
que es podría ser algo urgente, no me atrevo a ignorarla. Sí, diga. A partir de
ese momento y sin que sea capaz de meter la cuchara, una señora mayor comienza
un monólogo supersónico: Hola Samuel, soy Angelines, amiga de la Feli, que es
amiga de la Rosa. La Feli me ha encargado que le comunique que como usted
predijo, ya se arreglaron sus problemas. El Estado revisó el expediente y le ha
otorgado una indemnización y una pensión extraordinaria por la muerte de su
marido en acto de servicio, ella al final no tenía la enfermedad que le habían
diagnosticado, fue un error médico, tenía otra cosa, le están medicando y se
encuentra bien, y su hijo se lió con una búlgara y se ha ido a vivir con ella a
su país, dejando en paz a la Feli. Ya sé que es un poco tarde, pero estoy
desesperada, por eso le llamo, para que me eche las cartas en un momentito si
es usted tan amable. Hola y encantado, Angelines, pero debe existir algún error
con el número que ha marcado. Ni yo me llamo Samuel ni conozco a ninguna Feli
ni a ninguna Rosa y no sé a qué cartas se refiere usted. Lo siento mucho, perdone
señora. Buenas noches y buena suerte. Adiós, Angelines.
martes, 4 de junio de 2013
El Barman
Nadie como yo como para comprender
los motivos que inducen a los solitarios a venir, acodarse en la barra o en la
mesa del rincón como si estuvieran rezando en un reclinatorio y comenzar a beber
sin recato ni medida. Los bares son lo más parecido a santuarios, no en vano a
los clientes se les denomina parroquianos. Y el Alcohol es su dios, su religión.
En esta particular iglesia hay devotos del vino, del coñac, del whisky, del
tequila, otros adoran el orujo y la cazalla y muchos invocan el ron, la ginebra
o el vodka, que suelen atenuar con el añadido de algún refresco dulzón. Si
prestas atención a lo que cuentan, más bien a lo que confiesan, tienes ganada
su confianza. En su bendita ingenuidad ejerces el papel de sacerdote sencillamente
porque eres de los pocos que acceden a conocer sus problemas, el único que se
atreve a prestarles consejo. Consejo que luego, cuando vuelven con expresión
más afligida, y como consecuencia más sedientos, te arrepientes de haberles
dado. Entonces juras no escucharles nunca más, no entrometerte en sus
desgracias, ignorar su naufragio. Pero eres consciente de que en realidad estás
perjurando, porque tu auténtica vocación no es preparar cócteles o poner copas,
sino alimentar esperanzas, reflotar vidas y salvar personas.
domingo, 2 de junio de 2013
Epístola
Mi apreciado y respetado amigo Don
Arístides Peribáñez:
Confío que al recibo de la presente
tanto usted como su honorable familia se encuentren pletóricos de salud.
Espero no originar ningún incomodo al
entretenerle unos instantes con este sucinto escrito. Conocedor que soy de las
refinadas inclinaciones de su señora Doña Celedonia, Ilustrísima Baronesa de la
Vida Regalada, y a sabiendas del interés que siempre mostró por disponer en su
suntuoso palacio de un espectro de plena confianza, aprovecho para ofrecerles
los servicios de mi espíritu, Salustiano Bracamonte, que durante siglos ha cumplido
correcta y fielmente sus deberes con varias generaciones de mi linaje. Como
usted bien sabe, las inclemencias financieras que envuelven a esta endiablada
sociedad han hecho también considerable mella en mi patrimonio, compeliéndome a
enajenar la mansión de la Calle Concejo de Carcamales. El señor Marqués de la
Inutilidad Pasmosa nos ha presentado una proposición que ha resultado inadecuado
rechazar, aunque declina el traspaso de nuestro fantasma junto con el inmueble,
por detentar ya plenos derechos sobre otras ánimas que satisfacen con creces
todas sus necesidades.
El hecho es que en próximas fechas
nos trasladaremos a vivir a nuestro cortijo de La Dulce Alcaparra. Usted ya imaginará
que es del todo imposible transportar fuera de la capital a Salustiano sin grave
riesgo de que el pobre se desvanezca por siempre jamás. Ante tales
circunstancias y en aras a nuestra antigua y duradera confraternidad, me tomo la
libertad de sugerirle su adopción por cantidad ecuánime que contente a ambas
partes. Como no es cortés mencionar sumas por escrito, le encarezco responda
este mensaje a su más breve comodidad notificando si estaría interesado en
llegar a un acuerdo, en cuyo caso podríamos entrevistarnos en el Club de los
Rancios y Casposos Abolengos cuando a usted mejor le plazca.
Suyo afectísimo, le reitero mi más
distinguida consideración y beso la mano de la señora Baronesa.
Tancredo Constantino Dionisio de
las Tres Cruces en el Monte del Olvido y Camino Verde que va a la Ermita, Vizconde de la Pena Negra.
lunes, 27 de mayo de 2013
El tiburón y la bicicleta
Hèctor Sendra
tiene cincuenta y un años y es un triunfador. Ninguno de los profesores de su
Instituto hubiese dado un céntimo por su futuro, pues como estudiante fue entre
malo y pésimo. Pero, aunque le disgustaban los libros, era un joven bastante despierto.
A su padre, Damià, Secretario de un pequeño Ayuntamiento cercano a la ciudad de
Valencia, le hubiera gustado que, siguiendo su ejemplo, su único hijo cursara
Derecho y se dedicara a las Leyes. El hombre, que por su cuenta y riesgo ya
fracasó en sucesivas oposiciones, siempre había soñado con poder presumir de un
Sendra fiscal o juez de la Audiencia. Sin embargo, el expediente académico de Hèctor
en Bachillerato le quitó la venda de los ojos, le estrelló contra la cruda realidad.
A través de
los contactos de su progenitor, a principio de los años ochenta se colocó como
oficinista en una empresa constructora. El señor Rocamora, su dueño, lo trató
desde el primer día como al descendiente que nunca tuvo. Rocamora había enviudado
a los treinta y tantos, volviéndose a casar luego con la hermana soltera de su
mujer. Si con la primera esposa no tuvo hijos, tampoco lo consiguió con la
segunda. “Es obvio que arrastran una tara
hereditaria”, le comentó un día un médico, amigo íntimo, que no se atrevía
a confesarle que el único estéril era él.
Tanto cariño
y confianza se granjeó con su jefe, que a mediados de los noventa Hèctor era su
mano derecha, su principal asesor. Nombrado Director General de la compañía,
fue su mandamás hasta el fallecimiento de Rocamora, recién estrenado el siglo.
La viuda del constructor no compartía los sentimientos del finado por su
protegido y, aconsejada por sus sobrinos y para júbilo de éstos, decidió liquidar
el negocio.
Con la gran
experiencia atesorada, algunos ahorros y un capital que Rocamora le dejó en
herencia, Hèctor Sendra parió una nueva empresa a la que bautizó con el
rimbombante nombre de SENDRA INTERHOLDING. Dedicada en principio a la actividad
puramente constructora, su creador pronto vislumbró en la creciente
especulación de terrenos una oportunidad demasiado rentable como para ignorarla
o despreciarla. En muy poco tiempo, muchos de sus contactos habían multiplicado
por diez inversiones millonarias. Volcó pues su ocupación en comprar y vender
solares, sin abandonar la edificación y urbanización de nuevos barrios,
aprovechando los disparatados precios que las viviendas habían alcanzado. En un
tiempo récord, Sendra hizo muchísimo dinero negro en transacciones
especulativas, dinero que puso a su propio nombre y a buen recaudo en el banco
de un paraíso fiscal cercano en el mapa, mas inalcanzable para las zarpas de la
arruinada Hacienda española.
Cuando
sobrevino la crisis, SENDRA INTERHOLDING se vio también muy afectada y despidió
a casi todos sus trabajadores. Al final se declaró en quiebra, pero como el
hábil accionista mayoritario no garantizaba ninguna de las operaciones
societarias, pudo salirse de rositas con toda la facilidad del mundo. Hèctor
siguió y sigue fumando Montecristos, conduciendo Mercedes, cuidando su cuerpo en
un gimnasio de cinco estrellas, pagando mariscadas en efectivo, viviendo a
tutiplén en su mansión situada en plena Sierra Calderona y haciendo esporádicos
viajes a Montecarlo, en donde también dispone de un apartamento de lujo y un
yate.
Este
viernes, en una reunión con muchas langostas y unos cuantos alemanes, Hèctor ha
apalabrado la venta de la vieja masía familiar, al norte de la ciudad. La finca,
compuesta de una enorme casa rodeada de algunas hanegadas de naranjales
actualmente abandonados por su mísero rendimiento económico, la recibió en
herencia de su padre, que a su vez la heredó del suyo y éste de anteriores
generaciones. Los teutones, que quieren instalar allí un centro geriátrico de
alto standing, le han prometido un buen pellizco de millones, más de la mitad
de los cuales irán a parar a la cuenta opaca del banco monegasco con el que
opera.
Al regresar
a casa, Celia, su mujer, ha salido a su encuentro con una amplia sonrisa y le ha
dicho que tiene una sorpresa para él. En el salón hay una gran caja que entregó
una conocida empresa de mensajería. Hèctor inspecciona la etiqueta. Así como
todos sus datos son correctos, no se muestra el nombre del remitente. Toma unas
tijeras y comienza a desgarrar el cartón. Aparece entonces una flamante
bicicleta, una espectacular máquina de devorar kilómetros con un cuerpo de
carbono que quita el sentido. Aunque a Hèctor siempre le encantó, han pasado
más de quince años desde la última vez que rodara por ahí. Conserva una buena
forma gracias al spinning; este regalo de quién sabe qué agradecido amigo le
dará la oportunidad mañana mismo de ponerse a prueba en la carretera.
Sábado por
la mañana. Ha salido un día estupendo. Hèctor ha madrugado. Apenas ha podido pegar
ojo, diseñando la ruta que va a seguir. Completamente equipado se sube a la
bicicleta y, tras despedirse de su esposa e hija que miran a través de la
ventana, la deja rodar cuesta abajo. Después de saludar al guarda, franquea el
puesto de vigilancia de la urbanización y comienza a pedalear. Su intención es
continuar por calzadas locales poco transitadas y subir al Norte hasta Nàquera
para luego atravesar Serra y llegar a Torres-Torres, bajando por la antigua
carretera nacional hasta Puçol y regresar a casa. Una etapa dura al principio,
cómoda al final.
No obstante,
cuando lleva solo unos cientos de metros circulando, Hèctor advierte que la
bicicleta está tomando sus propias decisiones. Cuando quiere doblar a la
derecha, la máquina no se lo permite, sigue moviéndose en línea recta, los
pedales giran sin que él imprima ningún esfuerzo, las marchas cambian solas. Es
una sensación extraña. Intenta detenerse para poder revisar el manillar y
las demás piezas, pero los frenos no responden.
La bici continúa rodando a su albedrío y se dirige a toda pastilla hacia el
Sur, camino de Valencia. Si bien el ciclista está atemorizado, no deja por ello
de sentir extraordinaria curiosidad por el final de la intrigante aventura que
está viviendo.
Otros
fenómenos insólitos se suman al del velocípedo automotor; el paisaje, que
conoce perfectamente, se modifica a medida que lo recorre: desaparecen
construcciones que antes estaban allí, surgen campos y huertas sustituidas hace
años por cemento y asfalto, los pueblos empequeñecen. Además, la gente que se
cruza viste de forma cada vez más anticuada y la ropa empieza a quedarle
grande, siente cómo su pelo ha crecido, que ha recuperado visión, en suma, experimenta
un rejuvenecimiento progresivo al paso de los kilómetros. La bicicleta llega a
las puertas del pueblo de Alboraya y tras recorrer un largo trecho por caminos
rurales, se adentra en la masía familiar. Los árboles están en flor, la esencia
del azahar es revitalizante, los campos están mejor cuidados que nunca, como
antes de que muriese su iaio [1]
Batiste. La casa se ve preciosa, da gusto contemplarla recién pintada de cal.
La
bicicleta va aminorando la velocidad y se para justo al lado del porche, donde,
en una mecedora, descansa Batiste mientras pela unas habas. A sus pies está Trueno, el viejo perro de la familia,
que cuando le ve empieza a mover la cola. Hèctor desciende de la bici y con la
voz atiplada de un niño de trece años pregunta “¿Iaio?”. Batiste gira la cabeza, sonríe y le dice “Xé, xiquet, ¿cóm vas vestit? Acosta’t açí
un moment, rei [2]”.
El tiburón de los negocios, convertido en un chiquillo, se aproxima al anciano,
le acaricia la cara y besa su mejilla. El abuelo, tal vez recordando que al ser
su nuera aragonesa el chaval habla castellano en casa, cambia de lengua y le
propone: “Ven conmigo, Hèctor”. Se levanta de la mecedora y le toma de la mano.
Caminan juntos hacia el huerto de naranjos frente a la casa y cuando llegan, el
patriarca se agacha y coge un montón de tierra en la mano. “¿La ves, Hèctor?
Tócala, tócala, ésta es nuestra tierra. Cuando tu papá tenía tu edad le hice
jurar que nunca dejaría de amarla, que siempre seguirá siendo nuestra. Ahora es
tu turno, bésala y haz el mismo juramento que yo hice a mi iaio y tu padre me hizo a mí”. Hèctor Sendra, un cerebro cincuentón
en un cuerpo púber, rememora ahora claramente aquel olvidado momento, la mañana
en que besó la tierra y prometió al iaio
querer, mantener y preservar los bienes de la familia. La lava de la emoción derrite
su corazón de piedra y abrazándose a Batiste comienza a llorar a moco tendido,
como un inocente niño de trece años.
sábado, 11 de mayo de 2013
Un negro para Ana
Hace unas noches soñé que era
invierno y paseaba por la solitaria playa de La Malvarrosa. Tropecé entonces con
una botella de cristal verde oscuro que las olas habían arrojado a la orilla.
Me fijé que estaba bien lacrada, por lo que procedí a romperla contra una
piedra, extrayendo una cápsula hermética de plástico que contenía. En el interior
de esa vaina transparente, que destapé sin mayor dificultad, se alojaba un
billete de un millón de euros. Sé que en realidad no existe ningún billete de semejante
calibre, pero el protagonista de mi sueño (es decir, yo), aunque nunca antes se
topó con esa clase de documento, no albergaba ninguna sospecha sobre su validez
legal y monetaria. Recuerdo que lo que más reclamó mi atención fue que el papel
estuviese tintado de color negro. En ese momento me asaltaron algunas reflexiones.
Lo primero que consideré es que en
cuestión de cuartos casi todo el mundo es envidiablemente tolerante, y no lo
digo solo por el color de la moneda, también por su procedencia. Hay personas
racistas y xenófobas que preferirán sin duda el dinero negro y fácil, no
importa de dónde se salga o, mejor dicho, a costa de quién se obtenga. También pensé
que casi todas las personas (creyentes, escépticas, incluso ateas) se ponen
tácitamente de acuerdo en adorar el dinero como a un dios todopoderoso. Si bien
al principio relacioné el origen de los apocalípticos mensajes que proclaman
muchas doctrinas con un ente infernal, que no podría ser otro que el maldito
parné, luego deduje que era imposible, pues la mayoría de las jerarquías
religiosas se muestran más interesadas en acumular riquezas que en repartirlas,
contrariamente a las prédicas de todos los libros sagrados, habidos y por haber.
Y solo una especie de teoría del caos podría explicar, intuyo que de forma torticera,
que el bien y el mal son la misma cosa.
Por último, me di cuenta de que debe
haber un incontable número de individuos que matarían por uno de esos billetes.
Con independencia del patrimonio, las necesidades o convicciones que tengan,
siempre habrá un colosal ejército de prójimos que inmolarían a otros seres
humanos a cambio de ese montón de pasta. Fue entonces cuando lo escondí en mi bolsillo
y emprendí el regreso a casa.
Una vez allí, extraje de nuevo el
pedazo de papel y analizándolo con más rigor, pude apreciar que al dorso, en su
borde inferior, llevaba escrita también en tinta negra una nota de caracteres
casi microscópicos. Solo mediante la ayuda de una lupa pude descifrar la
inscripción:
“Ana – Calle Arbergina 15-3”
Desconocía esa dirección, de
entrada pensé que el domicilio correspondía a otra ciudad. Pero mi efervescente
curiosidad me conminó a seguir investigando, por lo que eché mano de una guía y
pude comprobar, no sin sorpresa y aceleración de mi ritmo cardíaco, que la
calle existía. Estaba ubicada al norte, en un barrio de mala reputación
enclavado en un gran suburbio de la periferia.
Como vivía un sueño, me transporté al
instante a ese barrio. Tras preguntar a varios vecinos, la mayoría jóvenes
desempleados con semblante poco amigable, jubilados canijos e inmigrantes con y
sin papeles asimismo desocupados, localicé pronto la calle. Mientras me dirigía
al edificio número 15 pasé por delante de una peluquería, un kiosco y un bar.
Sus cristaleras lucían un póster con el retrato de una niña de unos ocho o
nueve años. “Ayuda a Ana”, rezaba, “Colabora para salvar su vida. Necesitamos
un millón de euros”. Antes de proseguir mi marcha entré en el bar, un
chiringuito sucio y cochambroso curiosamente rotulado como “El Palacio del
Colesterol”. Pedí un café y pregunté al amable barman colombiano por Ana. Me
comentó que era una vecinita que sufría una rara pero terrible enfermedad; su
familia necesitaba con urgencia el dinero para llevarla a Alemania, donde en un
célebre hospital podrían someterla a un costoso tratamiento, el único en el
mundo que se había revelado efectivo. El hombre me informó que el barrio se
había volcado con ella, que incluso los más desfavorecidos, personas que vivían
en la calle de limosnas, habían cooperado. Pero era muchísimo dinero, muy
difícil de reunir y todas las autoridades se habían desentendido del asunto. Pagué,
me despedí y reanudé mi marcha.
Cuando llegué al número 15 percibí
que en la fachada, a cada lado del portal, que permanecía abierto, estaban
pegados los mismos pósters. Me introduje en el patio y vi a la izquierda una mesa
rescatada de la basura, sobre la que reposaba una sencilla caja de cartón, con
una ranura en su parte superior, donde se leía: “Introduzca aquí su aportación. Gracias”. En eso, un hombre entró y
me dijo: “¿Quiere ver a Ana? Suba, suba, soy Mauricio, su padre”. Me
quedé perplejo por la invitación, esa gente no me conocía de nada y sin embargo
me invitaba a su casa. Se me antojaba descortés rehusar el ofrecimiento y,
además, sentía inquietud por ver a la pequeña, así que seguí los pasos de
Mauricio. La puerta número 3, en el primer piso, estaba también abierta de par
en par. Parecía que allí todo el mundo era bienvenido. Atravesando el salón, en
el que varias mujeres platicaban con la madre, el papá de Ana me condujo a su
habitación. La niña, con rostro macilento y el brazo encadenado a un gotero,
reposaba en su cama respirando el oxígeno que le proporcionaba una bombona del
mismo color que la botella escupida por el mar. A su lado, una amiguita le leía
un cuento. “Cariño ¡Mira quién ha venido
a verte!”, le anunció Mauricio. Ana me miró y, con la voz rota y mucho
esfuerzo, me dijo sonriendo: “¡Rafa, eres
tú, te he estado esperando!”. La conmoción que me causó su recibimiento fue
tremenda. Solo pude reprimir el llanto mordiéndome la lengua y los labios,
conteniendo la respiración, pellizcándome los brazos. Cuando recobré un ápice
de serenidad, me acerqué a su cabecera y tras besar su frente, le susurré: “Ana, pronto estarás bien, te lo prometo.”
viernes, 3 de mayo de 2013
El fin de la humanidad
Cuando
la Gran Guerra Terminal concluyó con la destrucción del planeta, solo quedaron
dos hombres vivos que habían sido enemigos desde niños. Uno de ellos pensó que
tal vez convendría olvidar el pasado, enterrar viejos agravios e iniciar una
relación nueva, colaborando primero en conservar la vida y después en localizar
a otros supervivientes. Mientras se consagraba a dicha reflexión, el otro individuo
le partió la cabeza con una piedra.
jueves, 2 de mayo de 2013
Ese trasto inmundo
Ese
puñetero despertador no tiene ni alma ni sentimientos ni conciencia. Estoy
convencido de que el endemoniado artefacto, inventado en Estados Unidos en 1787
por un relojero malnacido, fue patrocinado por los amos de esclavos, los detestables
negreros explotadores de cuerpos y de vidas. Ese trasto inmundo, especializado
en pulverizar nuestros mejores sueños, debería recordarnos cada mañana de
mierda que no nos pertenecemos, que si no reaccionamos estamos condenados a ser
eternos prisioneros de un sistema injusto. A permanecer cautivos en una
perversa organización que, desde que irrumpes con tu primer llanto, te programa
para que te creas (incluso para que te sientas) libre. Porque, si rascas un
poco, descubres enseguida que solo eres un número más en una estructura inhumana,
que solo representas una desdeñable insignificancia y además vegetas en el peldaño
inferior, debajo del cual ya únicamente se oculta el otro infierno, el infierno
hipotético. Lo que no comprendo es que a ese maldito artilugio, que parece que
disfrute jodiéndonos los mejores sueños cada mañana de mierda, le denominen
despertador. En torno a mi solo alcanzo a contemplar prójimos durmientes.
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