No me quedó otro remedio. De todas
formas él ya estaba muerto, nadie volverá a llorarle.
Cuando llegó, lo hizo de madrugada,
con una grave hipotermia y vencido por el cansancio. Usando la intuición y los
pocos medios a mi alcance, lo cuidé durante días. Con cariño y entusiasmo, como
una madre habría cuidado a su recién nacido. Solo gracias a mis esfuerzos fue
posible su recuperación.
Después de aquello se mostró amable
y colaborador, me ayudó a ordenar nuestra vida en el recóndito rincón del
universo en el que yo ya estaba subsistiendo dos largos años. Dividimos las
tareas, nos entendíamos bien. Pero a medida que fueron transcurriendo las
semanas se fue volviendo hostil, convencido de que su superioridad física e
intelectual le otorgaba derechos definitivos
sobre mi persona. Y aunque nunca lo admitió, sentí que pensaba que podía
tratarme como a un esclavo, ordenándome lo que debía o no hacer, estableciendo
turnos, horarios y raciones siempre en su beneficio.
Harto de sufrir vejaciones, le
machaqué el cráneo mientras dormía. No me arrepiento de ello, pues me debía su
vida y además, como he dicho, ya estaba muerto.
Hay islas, como ésta, demasiado
pequeñas para albergar a dos náufragos.
La solución final.
ResponderEliminar¡Que buen relato! lo llevas con parsimonia pero a un final contundente.
Excelente amigo.
Te dejo un gran abrazo y un deseo de felicidad.
Luis.
Gracias Luis. Yo también te deseo lo mejor: sobredosis de salud suerte y amor para tu 2014. Un abrazo, buen amigo.
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