lunes, 1 de julio de 2013

¡Con dos colchones!




Colchones Cabezón. Ése era el nombre de la importante fábrica de don Félix Cabezón, un hombre muy rico que tenía una gran y bonita casa, un lujoso coche, una mujer despampanante y un perrito con noble pedigrí. Además, el empresario se relacionaba con muchos clientes y proveedores, otros fabricantes y algunos políticos, con los que a menudo se reunía para comer o cenar en restaurantes de alto standing donde servían mucho marisco y vinos de leyenda. Allí contaban muchos chistes de bajo standing y se criticaba a otros clientes y proveedores, a otros fabricantes y a otros políticos, aunque a veces también se sellaba algún negocio, bueno para todas las partes. Pero el señor Cabezón, pobrecito, aunque conocía a mucha gente con la que comía, bebía, bromeaba, refería chascarrillos e incluso hacía negocietes, no tenía ni un solo amigo.

Tal vez por ello, quién sabe, el colchonero se dedicó a espiar a sus empleados cuando éstos coincidían en las pausas del almuerzo y la comida. Todo comenzó cuando, un buen día, se le ocurrió observarles a través del ventanal de su despacho situado en el primer piso. Nunca ocultaban su jovialidad en el comedor de la empresa mientras parecían relatar anécdotas familiares y proyectar humildes planes para su tiempo libre, tiempo que Félix solía emplear en acompañar a su esposa Piluca de boutiques o al cirujano plástico, pasear a Chochín, limpiar la piscina o pasar el cortacésped por el jardín. Tanta atracción afloró en el patrón por las vidas de sus asalariados, que instaló micrófonos ocultos en el refectorio para tener completo acceso a sus comentarios y poder conocerles mejor. Tras algunas semanas vigilando al personal, Félix comprendió que aquellos seres, que no tenían ni grandes ni bonitas casas, ni lujosos coches, ni mujeres, maridos o perritos de diseño, que por su culpa ni siquiera disponían de unos sueldos medianamente decentes, eran sin embargo medianamente felices. Y que su mediana felicidad no dependía de la mediana o pequeña cantidad de dinero que pudiesen atesorar o gastar, sino de la sencilla actitud de acomodarse a sus particulares y miserables insuficiencias, valorando lo necesario y eludiendo lo superfluo, todo ello sobre una sólida base viscoelástica de amor y amistad.

Cabezón empezó a admirar con envidia a sus trabajadores porque, poseyendo muchísimo menos que él, demostraban más alegría y deseos de vivir. Para asombro de la plantilla, determinó pasear con frecuencia por la fábrica, preguntando a Paco si su hijo ya se había recuperado de la neumonía, consultando a Asunción cómo le iba a su madre en la residencia, aconsejando a Federico que cambiase de mecánico, etcétera, etcétera. Una tarde les reunió para anunciarles que, como las cosas marchaban bien, iba a abonarles una paga extra a final de mes. Poco tiempo después, Félix bajaba a comer diariamente con sus subordinados. La tensión y suspicacia mostradas al principio por todos ellos fue remitiendo a medida que se acostumbraron a su amable compañía y a los chistes malos, de bajo standing, que contaba. Aunque era el dueño de la fábrica y a pesar de las distancias económicas y sociales existentes, Félix se acabó integrando muy bien en aquel grupo.

No era raro que las sobremesas se extendieran a petición del propio jefe. En ellas se discutían formas de modificar tal o cual proceso, en aras a dulcificar algunas fatigosas tareas sin pérdidas de efectividad. Nadie sabe si ese acercamiento del colchonero al personal y los cambios introducidos en la actividad manufacturera fueron el detonante, pero el hecho es que la productividad aumentó significativamente los meses siguientes. En agradecimiento, el jefe les premió con una semana adicional de vacaciones.


Durante el verano Cabezón meditó, meditó y meditó. Al final, tomó la decisión de ser feliz, como sus operarios. Pero para igualarse a ellos debía desprenderse de muchas cosas y la primera de ellas era la fábrica. A Félix ya en varias ocasiones le habían intentado comprar la industria. Contactó con el último ofertante y convino un precio justo para la transacción, incorporando una condición por la cual el nuevo propietario no podría despedir a ninguno de los trabajadores a menos que abonase una altísima indemnización. Y antes de que se formalizara el traspaso de la sociedad, se dio de alta como empleado. Los flecos del dinero, la casa, el coche y Chochín, elementos que en su nuevo estatus también sobraban, se resolvieron fácilmente mediante un divorcio exprés, un trato en el que Piluca quedó más que bien parada, al apropiarse de todo. 

Don Félix Cabezón es ahora arrendatario de un pequeño apartamento en el extrarradio, tiene un coche de segunda mano que se cala cada dos por tres, ronda a Paquita la telefonista y disfruta con los trinos de su canario Gorki. En los ratos de ocio le gusta leer, pasear en bicicleta, está aprendiendo a tocar la guitarra y alterna con sus compañeros y amigos de la fábrica, con los que a veces sale de excursión y que le llaman cariñosamente “Cabezota”.


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