La gente no cesa de mirarme. Es
sábado por la tarde. Camino rápido por la Gran Vía con la gabardina en
la mano. Llevo el ojo izquierdo reventado, manando sangre. Ésta surca las
mejillas, resbala hacia la barbilla y desde ahí gotea sobre mi pálida camisa.
Una prenda que se ha convertido en un mapa de tonos amarantos y granates. La
sangre traspasa además el fino algodón, calando mi piel. Siento escalofríos
cuando el aire gélido de diciembre sopla sobre mi húmedo tórax. La gente es
impertinente, no deja de observarme. Exhiben caras de sorpresa, de miedo, de asco.
Agrando mis zancadas y la expectación aumenta entre los transeúntes que se
cruzan en mi camino. Un hombre mayor me pregunta si necesito ayuda. Le mando a
la mierda. Al instante, me arrepiento. Vuelvo sobre mis pasos y me disculpo
apresuradamente. Reanudo la marcha. Extraigo un pañuelo del bolsillo de la
americana, también salpicada de hematíes. Me lo cruzo alrededor de la cabeza,
protegiendo la superficie del ojo lisiado. Ahora la curiosidad se multiplica
por mil: un tipo trota atléticamente por las abarrotadas aceras del centro de
la ciudad, con un ojo cubierto por un pañuelo impregnado en sangre. Me abro sitio
a codazos entre un ejército de compradores navideños sin rumbo conocido.
Parezco un zombi más, qué digo, parezco el jefe de los zombis. Al fin, alcanzo
un bar. Entro y pido una copa. Mientras me sirven voy al servicio. Me lavo la
cara y me adecento un poco. La sangría se está deteniendo, benditas plaquetas.
Compruebo que no tengo visión en el ojo dañado. Recuerdo el famoso dicho del
tuerto en el país de los ciegos y me cago en todo lo que se menea. Me coloco
unas oscuras gafas de sol. Acomodado en la barra, pego unos tragos al escocés
con hielo, saboreándolo tal y como no es mi costumbre. Deposito unas monedas en
el mostrador y me despido. Salgo a la calle y sigo caminando hacia el
hospital más cercano.
Debí haberle creído cuando me juró
que si me veía con otra me sacaría los ojos. Si no hay suerte, al menos habré
salvado uno de ellos.
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