Ese tipo que no cesa de recorrer Central
Station de arriba abajo y viceversa es uno más de los millones de despojados
por la Gran Depresión. Nieto y bisnieto de esclavos, siempre tuvo una ocupación
segura en las ahora abandonadas plantaciones de tabaco de Virginia, desde donde
llegó con su familia buscando la oportunidad de sobrevivir. Sin embargo, New
York es una ciudad canalla: no hay trabajo y menos para negros palurdos y
analfabetos, abundan los timadores callejeros y una vida no vale un centavo.
El primer día, una pequeña banda de
desarrapados ya le persuadió a base de hematomas que no era buena idea lustrar
los botines de los blancos. Ahora, a cambio de una misérrima propina, el hombre
intenta ayudar con sus equipajes a los viajeros que cada minuto arroja el
ferrocarril a la Gran Manzana. Ya conoce de memoria los horarios y sabe qué
convoyes pueden resultar más rentables; con eso y todo el producto de su larga
jornada es ridículo y no alcanza siquiera para alimentar decentemente a su
esposa e hijos.
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