Aparcó el Cadillac junto a la
acera. Atravesó la verja del jardín y se cuadró frente a la bandera que ondeaba
en la fachada de su preciosa casa, a la que entró silbando la melodía del himno
nacional. Abrazó a su mujer, besó a sus hijos y acarició al perro. El experto y
reputado lanzador de bombas de racimo regresaba de una exitosa misión; había
cosechado unos centenares de míseras vidas en un rincón perdido de Oriente
Medio y el Gobierno le había recompensado con un ascenso y la brillante medalla
que lucía orgullosamente en su pecho, junto a diversos galones y
condecoraciones. Se desabrochó la guerrera y tras untarse una rebanada de pan
con manteca de cacahuete, abrió el refrigerador y destapó una cerveza. Se sentó
en el sofá frente al televisor y cambió el canal. Estaban jugando los Lakers e
iban perdiendo, pero en ese momento Gasol entró en la cancha y las cosas
empezaron a cambiar. Repentinamente se suspendió la emisión y un locutor anunció
que el vice-secretario de la Embajada americana en Kuwait acababa de morir en
un atentado suicida. El militar se levantó vociferando: “¡Malditos cabrones!”
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