Una paloma descansa apaciblemente sobre
el retrovisor de una reluciente Vespa. Mientras, a veinte metros, en la terraza
del bar regentado por unos chinos, dos adictos a la nicotina enfundados en
trenkas siberianas toman café y charlan del catastrófico partido de ayer. En la
acera opuesta, el farmacéutico de guardia observa a través de los cristales a varias
adolescentes que, ajenas a este frío de diciembre, lucen unos mini-shorts
explosivos; vuelven sin duda de una fiesta recién acabada, en la que no se ha
escatimado el alcohol y quizás otro tipo de sustancias. Más allá, el párroco
del barrio abre las puertas de la iglesia, en cuya esquina alguien relajó sus
tripas. Otro hombre entrado en años adecenta con esmero un utilitario enfangado
por las últimas lluvias. El kiosquero atiende al inquieto coleccionista de
bobadas, que por nada del mundo se perdería la sacrosanta entrega semanal. Un
vecino pasea resignado a su insulsa mascota, con la que sostiene un monólogo completamente absurdo. La madrugadora espía de
la finca de enfrente ya hace rato que descorrió los visillos y por misteriosas
razones escudriña a conciencia, sin descanso, el paisaje y sus figuras. Atestado
de reyes latinos pasa un veloz coche negro con las ventanillas bajadas,
expeliendo quién sabe si una música infernal a un volumen insoportable o una
música insoportable a un volumen infernal.
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