Dos
señales proporcionaron a Antonio el convencimiento de que nada sería igual a
partir de entonces. Antes, la sonrisa. Luego, aquel beso.
Primero fue su sonrisa. Tal vez apenas
un retazo de la misma, pero en cualquier caso un retazo inequívoco, concluyente.
Antonio reconoció en ese gesto mucho más que una mueca amable. Descubrió que se
trataba de la materialización plástica de un sentimiento de victoria o, peor
aún, de superioridad, de seguridad de sentirse clara dominante no solo de esa
situación, sino de otras semejantes que pudieran acontecer en el futuro y
conllevasen cualquier tipo de forcejeo moral, de apuesta psicológica con su
pareja.
Inmediatamente sobrevino el beso. Un
cálido contacto, breve pero sensual, que Antonio no acertó a interpretar. ¿Acaso
era el sencillo trofeo que ella había decidido adjudicarse por un triunfo fácil
y programado? ¿O quizás representaba el único premio de consolación que merecía
un perdedor de su calibre?
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