Herbert Ellis fue siempre un buen, fiel
y disciplinado soldado. Su única deficiencia, carecer de origen italiano. Pero
ya dicen que nadie es perfecto, y os garantizo que en nuestro negocio esa
ley se cumple inapelablemente. Jamás me faltó al respeto, cumplía con rapidez y
pulcritud todos los trabajos que le encomendaba y se cuidaba de poner en solfa
cualquiera de mis decisiones, por equivocadas que pareciesen. No discutía por
los emolumentos y mantenía una vida privada muy conveniente para los intereses
de la familia, con la que estaba comprometido hasta la médula. A Ellis lo
descubrí muy joven, hace ahora más de treinta años, en un lupanar del West End;
vigilaba que los clientes conservaran la debida compostura con las chicas y
retribuyesen sus servicios de forma exacta y puntual. A pesar de su severa
apariencia, no era un matón al uso: se declaraba un apasionado del diálogo
aunque a veces, cuando las discusiones desembocaban en un callejón sin salida,
sus obstinados interlocutores terminaban con algún hueso roto, un agujero en la
tripa o sencillamente fiambres. Porque Herbert Ellis, además de fuerza física e
inteligencia, disponía de una cualidad de la que muchos adolecen, tenía
criterio, amigos, y sabía cuándo alguien merece o no seguir respirando.
Nuestro querido Herbie era también un
hombre de principios. No sólo detestaba la religión, tampoco creía en Dios.
Recuerdo que en cierta ocasión me aseguró que, si se lo encontraba en el otro
barrio, le invitaría a unos tragos en compensación a todas aquellas veces en
las que le maldijo. Apuesto a que necesitará más de una destilería para poder saldar
esa deuda con el Creador.
Pocos de vosotros sabéis que estuvo
a punto de cumplir la ilusión de intervenir en una película de Hollywood.
Intercedí por él ante un empresario de la industria del cinematógrafo, pues
daba el perfil de malvado que la mayoría de los films requieren. Sin embargo,
poco antes de debutar junto a Broderick Crawford, Veronica Lake y otros peces
gordos, fue condenado a tres años por robo con allanamiento. Cuando salió de la
trena, ya no volvió a mencionar aquel sueño.
Hoy Herbie nos dice adiós, la
tierra de la que vino cubrirá su féretro, pero este gran colega permanecerá
siempre en nuestros corazones. Y no sólo en los nuestros, también en los de
quienes lo asesinaron, porque ya he ordenado que las balas que los atraviesen
lleven grabado el apellido Ellis. De esa forma, el diablo no necesitará más referencias
y sabrá administrar a esos traidores el castigo que merecen.
Finalicemos
este acto como él hubiera deseado que lo hiciésemos. Alcemos nuestras copas y
brindemos por los magníficos momentos compartidos con ese fenómeno llamado Herbert
F. Ellis. ¡SALUTE!
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