lunes, 20 de enero de 2014

La confesión



Mi verdadero nombre es Ruddy Taylor y soy de Chicago. Todo comenzó hace más de cuarenta años, cuando yo tenía veinte. Aquel día de finales de septiembre de 1963 mi viejo se tropezó con un amigo, un tipo apellidado Wayne o Cooper o Scott, no recuerdo, era un tipo con el apellido de una estrella de cine. Pues bueno, resulta que ese individuo tenía contactos en el FBI, os aseguro que es verdadero todo lo que cuento. El amigo de mi padre, que se llamaba como un actor de Hollywood que hacía pelis de cowboys y apuesto que tendría apariencia de profesor de filosofía, le comentó que el FBI buscaba savia nueva para una misión especial y bueno, ya os podéis imaginar que en esa clase de sitios no publican unas pruebas de acceso o una oposición como si se tratase del típico puesto de funcionario, de uno de esos que trabajan detrás de una ventanilla sellando papeles, explicando a la gente los impresos que tiene que cumplimentar y todo ese rollo. El viejo llegó a casa y me ordenó que al día siguiente me presentase en una dirección con la tarjeta de ese conocido suyo y hablase con un sujeto llamado Davis o Brown o Baker o Morgan, solo me acuerdo que se apellidaba como un famoso trompetista de jazz muerto, pero no me preguntéis como cuál de ellos. Me dijo que estaba harto de verme sentado frente al televisor, bebiendo cerveza y rascándome las pelotas. Que era hora de espabilar y ganarme las alubias, o las lentejas, o no sé qué mierda de legumbres, soltó mi viejo. El caso es que al día siguiente dejé de rascarme las pelotas y acudí allí, a un despacho en el centro de la ciudad, un local un poco misterioso, no estaba rotulado y la recepcionista te observaba como te observa una máquina de hacer radiografías, con cara de preguntarse de dónde habrá salido este desgraciado con ese cutis donde es imposible encontrar un centímetro cuadrado libre para plantar más acné. Luego, el fulano con nombre de trompetista, que no tenía ninguna pinta de músico, sino que más bien parecía un carnicero vestido para ir a un entierro, me dijo que necesitaban a un joven sin escrúpulos, con pocos amigos pero con ganas de hacerse millonario, que no amase demasiado a su familia y que valorase su maldito culo lo suficiente como para mantener la boca herméticamente cerrada el resto de su vida, no recuerdo su apellido, pero recuerdo a la perfección las palabras “la boca herméticamente cerrada”. Le dije que había encontrado a su hombre, que yo no tenía amigos y que mi única familia era mi padre, al que odiaba desde que era un crío. Que estaba a su disposición y que fuera sacando el contrato para firmarlo al galope. Qué contrato ni qué niño muerto, me contestó el carnicero, aquí con mi palabra es suficiente; si te vale de acuerdo y si no, lárgate cagando leches. OK, le dije (siempre me cayeron bien los carniceros), cuente conmigo, me fío de usted, ¿cuándo empezamos? El hombre que nunca firmaba contratos me hizo unas fotos, me dio cien dólares, como os lo cuento, era la mayor cantidad de pasta que había visto nunca cualquiera de mis tristes bolsillos en toda su miserable existencia, y me envió en autobús a un pueblucho de Oklahoma, donde me esperaba un colega suyo que se llamaba Clay, o Louis o Frazier o Robinson, bueno, como uno de los mejores boxeadores de la historia, qué carajo. El colega, cuyo aspecto era imposible asociar con el boxeo, físicamente era un blanco saco de huesos y hablaba poco más que una tumba. Cuando nos presentamos, solo me dijo que ya no me llamaba Rudolph Taylor, que esa persona había muerto, que mi nombre a partir de ese momento iba a ser Thomas Wilson, nacido en Kentucky, y que si no me gustaba, que me fastidiase, porque la documentación estaba de camino. El esqueleto con nombre de boxeador y yo nos alojamos en una pequeña cabaña de madera escondida en la profundidad de un apartado bosque, en el que todos los días practicaba durante horas para aprender a disparar un fusil. Llené todos aquellos árboles de proyectiles, a mediados de noviembre fui capaz de atravesar un cedro al incrustar cuatro veces seguidas una bala sobre otra, a la distancia de doscientos metros. Ese día el esqueleto murmuró “Estás preparado”. “¿Preparado para qué?”, le pregunté. “Preparado y punto”, respondió frunciendo su huesudo ceño, “Recoge tus cosas, nos vamos a Texas”. Más tarde me explicaron el plan, era cargarse al presidente, ni más ni menos que a JFK. Visitaría Dallas el día 22 y tres francotiradores, que no nos conocíamos entre sí, abriríamos fuego desde distintas posiciones y ángulos justo cuando su descapotable doblase Elm Street para irrumpir en Dealey Plaza. Recibiríamos mucha, mucha, mucha pasta, había peces muy gordos, gordísimos, detrás de ese golpe. El chófer del presidente era otro compinche, tenía instrucciones de mantener la velocidad del coche a quince kilómetros por hora, pasase lo que pasase. Pero os juro que no tuve nada que ver en el magnicidio, aunque al presi podría haberle perforado el cráneo fácilmente, estaba más que adiestrado para ello. En el último momento, cuando a través de la mira telescópica distinguí a su lado a Jacqueline, me vino el flash de una foto que había visto hacía meses en una revista, una enternecedora imagen de Kennedy en familia, jugando con sus hijos. Sé que no vais a creerlo, me importa un bledo, pero en aquel instante, en cuestión de segundos, pensé que un joven padre que juega con sus pequeños tiene todo el derecho a conservar su vida, a que nadie se la quite, para poder seguir haciéndolo. Así es que levanté el rifle y lo dirigí contra el francotirador que estaba en una azotea al otro lado de la calle, abatiéndolo de un certero disparo. Sin embargo no me dio tiempo de encargarme del segundo especialista, que efectuó puntualmente sus dos tiros. Esos condenados agentes del FBI, después de despachar a Oswald, me buscaron por tierra, mar y aire durante años, no podían imaginar que había emigrado a Alaska con otra identidad. Cada noche sueño con que podía haber acabado como cualquiera de los otros tiradores, esa gente solo quería seres anónimos para crearles una biografía ficticia, cargarles el muerto y liquidarlos. He tenido mucha suerte, aquí en el culo del norte, ejerciendo de solitario cazador, me he ganado bien los garbanzos y ahora, que tengo los días más que contados por culpa de la puñetera cirrosis, destapo la boca que he tenido herméticamente cerrada durante largos años, quiero desvelar, porque me muero y me da la gana, la realidad de aquellos hechos. Mi verdadero nombre es Ruddy Taylor y soy de Chicago.

2 comentarios:

  1. ¡Ya sabía que, con tu talento, tarde o temprano nos revelarías la verdad de JFK! Un abrazo

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    1. David: esta declaración se la recogí a Ruddy Taylor pocos días antes de su fallecimiento en el Hospital North Star Behavioral Health de Anchorage, acontecido el día 5 de agosto de 2006. La cinta de casette en la que estaba grabada me fue requisada por los servicios de inteligencia norteamericanos antes de salir de su país. Lo que ignoraban es que guardaba la transcripción completa de su confesión, traducida al castellano, escondida en el forro de mi anorak. Y ahora he decidido a hacerla pública. Alea jacta est.

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