Mi verdadero nombre es Ruddy Taylor
y soy de Chicago. Todo comenzó hace más de cuarenta años, cuando yo tenía veinte.
Aquel día de finales de septiembre de 1963 mi viejo se tropezó con un amigo, un
tipo apellidado Wayne o Cooper o Scott, no recuerdo, era un tipo con el
apellido de una estrella de cine. Pues bueno, resulta que ese
individuo tenía contactos en el FBI, os aseguro que es verdadero todo lo que cuento.
El amigo de mi padre, que se llamaba como un actor de Hollywood que hacía pelis
de cowboys y apuesto que tendría apariencia de profesor de filosofía, le comentó
que el FBI buscaba savia nueva para una misión especial y bueno, ya os podéis
imaginar que en esa clase de sitios no publican unas pruebas de acceso o una
oposición como si se tratase del típico puesto de funcionario, de uno de esos
que trabajan detrás de una ventanilla sellando papeles, explicando a la gente
los impresos que tiene que cumplimentar y todo ese rollo. El viejo llegó a casa
y me ordenó que al día siguiente me presentase en una dirección con la tarjeta
de ese conocido suyo y hablase con un sujeto llamado Davis o Brown o Baker o Morgan,
solo me acuerdo que se apellidaba como un famoso trompetista de jazz muerto,
pero no me preguntéis como cuál de ellos. Me dijo que estaba harto de verme sentado
frente al televisor, bebiendo cerveza y rascándome las pelotas. Que era hora de
espabilar y ganarme las alubias, o las lentejas, o no sé qué mierda de
legumbres, soltó mi viejo. El caso es que al día siguiente dejé de rascarme las pelotas y acudí allí, a un
despacho en el centro de la ciudad, un local un poco misterioso, no estaba
rotulado y la recepcionista te observaba como te observa una máquina de hacer radiografías,
con cara de preguntarse de dónde habrá salido este desgraciado con ese cutis
donde es imposible encontrar un centímetro cuadrado libre para plantar más
acné. Luego, el fulano con nombre de trompetista, que no tenía ninguna
pinta de músico, sino que más bien parecía un carnicero vestido para ir a un
entierro, me dijo que necesitaban a un joven sin escrúpulos, con pocos amigos
pero con ganas de hacerse millonario, que no amase demasiado a su familia y que
valorase su maldito culo lo suficiente como para mantener la boca herméticamente cerrada el resto de su vida, no recuerdo su apellido, pero recuerdo a la
perfección las palabras “la boca herméticamente cerrada”. Le dije que había encontrado
a su hombre, que yo no tenía amigos y que mi única familia era mi padre, al que
odiaba desde que era un crío. Que estaba a su disposición y que fuera sacando el contrato
para firmarlo al galope. Qué contrato ni qué niño muerto, me contestó el
carnicero, aquí con mi palabra es suficiente; si te vale de acuerdo y si no,
lárgate cagando leches. OK, le dije (siempre me cayeron bien los carniceros),
cuente conmigo, me fío de usted, ¿cuándo empezamos? El hombre que nunca firmaba
contratos me hizo unas fotos, me dio cien dólares, como os lo cuento, era la mayor
cantidad de pasta que había visto nunca cualquiera de mis tristes bolsillos en
toda su miserable existencia, y me envió en autobús a un pueblucho de Oklahoma,
donde me esperaba un colega suyo que se llamaba Clay, o Louis o Frazier o
Robinson, bueno, como uno de los mejores boxeadores de la historia, qué carajo.
El colega, cuyo aspecto era imposible asociar con el boxeo, físicamente era un blanco saco de huesos y hablaba poco más que una tumba. Cuando nos presentamos, solo me
dijo que ya no me llamaba Rudolph Taylor, que esa persona había muerto, que mi
nombre a partir de ese momento iba a ser Thomas Wilson, nacido en Kentucky, y
que si no me gustaba, que me fastidiase, porque la documentación estaba de
camino. El esqueleto con nombre de boxeador y yo nos alojamos en una pequeña
cabaña de madera escondida en la profundidad de un apartado bosque, en el que
todos los días practicaba durante horas para aprender a disparar un fusil. Llené
todos aquellos árboles de proyectiles, a mediados de noviembre fui capaz de atravesar
un cedro al incrustar cuatro veces seguidas una bala sobre otra, a la distancia
de doscientos metros. Ese día el esqueleto murmuró “Estás preparado”. “¿Preparado
para qué?”, le pregunté. “Preparado y punto”, respondió frunciendo su huesudo
ceño, “Recoge tus cosas, nos vamos a Texas”. Más tarde me explicaron el plan,
era cargarse al presidente, ni más ni menos que a JFK. Visitaría Dallas el día
22 y tres francotiradores, que no nos conocíamos entre sí, abriríamos fuego
desde distintas posiciones y ángulos justo cuando su descapotable doblase Elm
Street para irrumpir en Dealey Plaza. Recibiríamos mucha, mucha, mucha pasta,
había peces muy gordos, gordísimos, detrás de ese golpe. El chófer del
presidente era otro compinche, tenía instrucciones de mantener la velocidad del
coche a quince kilómetros por hora, pasase lo que pasase. Pero os juro que no tuve
nada que ver en el magnicidio, aunque al presi podría haberle perforado el
cráneo fácilmente, estaba más que adiestrado para ello. En el último momento,
cuando a través de la mira telescópica distinguí a su lado a Jacqueline, me vino
el flash de una foto que había visto hacía meses en una revista, una enternecedora
imagen de Kennedy en familia, jugando con sus hijos. Sé que no vais a creerlo,
me importa un bledo, pero en aquel instante, en cuestión de segundos, pensé que
un joven padre que juega con sus pequeños tiene todo el derecho a conservar su
vida, a que nadie se la quite, para poder seguir haciéndolo. Así es que levanté
el rifle y lo dirigí contra el francotirador que estaba en una azotea al otro
lado de la calle, abatiéndolo de un certero disparo. Sin embargo no me dio
tiempo de encargarme del segundo especialista, que efectuó puntualmente sus dos
tiros. Esos condenados agentes del FBI, después de despachar a Oswald, me buscaron
por tierra, mar y aire durante años, no podían imaginar que había emigrado a
Alaska con otra identidad. Cada
noche sueño con que podía haber acabado como cualquiera de los otros tiradores,
esa gente solo quería seres anónimos para crearles una biografía ficticia, cargarles
el muerto y liquidarlos. He tenido mucha suerte, aquí en el culo del norte, ejerciendo de solitario cazador, me he ganado
bien los garbanzos y ahora, que tengo los días más que contados por culpa de la puñetera cirrosis, destapo la boca que he tenido herméticamente cerrada
durante largos años, quiero desvelar, porque me muero y me da la gana, la
realidad de aquellos hechos. Mi verdadero nombre es Ruddy Taylor y soy de
Chicago.
¡Ya sabía que, con tu talento, tarde o temprano nos revelarías la verdad de JFK! Un abrazo
ResponderEliminarDavid: esta declaración se la recogí a Ruddy Taylor pocos días antes de su fallecimiento en el Hospital North Star Behavioral Health de Anchorage, acontecido el día 5 de agosto de 2006. La cinta de casette en la que estaba grabada me fue requisada por los servicios de inteligencia norteamericanos antes de salir de su país. Lo que ignoraban es que guardaba la transcripción completa de su confesión, traducida al castellano, escondida en el forro de mi anorak. Y ahora he decidido a hacerla pública. Alea jacta est.
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