Vivo en un pequeño pueblo en el que
todos nos conocemos. Cuando de chiquillo me cruzaba con los viejos, con los
abuelos y abuelas de mis amigos, los evitaba a toda costa. Si se acercaban
hacia mí, tomaba la primera calle a derecha o izquierda o bien daba media
vuelta, aunque tuviese que desviarme mucho de mi ruta. Si los veía venir de
lejos, me ocultaba detrás de un árbol o de una esquina hasta que pasaban de
largo. Cualquier cosa antes que sentir sus voces, que tener que saludarles.
Cada uno de esos ancianos arrastraba, cosida a su cuerpo, una oscura y funesta sombra
que me horrorizaba. Después crecí y, afortunadamente, dejé de percibir esas
manchas siniestras.
Esta
mañana me he topado con Asun, una de las nietas de mi primo Tomás. La niña, a
la que tuve en brazos el día de su bautizo, me ha ignorado con poco disimulo cruzando
al otro lado de la calle. Su expresión de espanto era inequívoca: ha
vislumbrado mi sombra, esa extraña imagen que solo algunos niños pueden
advertir y que representa el preludio del fin.
Hola Rafa, es muy cierto lo que cuentas en tu relato, yo tambien evitaba encontrarme con los ancianos, eran siempre tan pesados,que huía de ellos, lo malo es que ahora vamos camino de que nos paguen con la misma moneda.
ResponderEliminarUn saludo
Puri
Muy cierto, Puri. En general a los niños no les gustan los ancianos pero no hay que culparles de ello. Es por culpa de sus sombras. Un abrazo.
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