La
última alma humana que vagó por aquella sombría estancia fue precisamente la
mía. Paul y Fanny habían abandonado dos años antes bajo la excusa de que la
humedad disminuye la luminosidad de los espectros. Resistí bien la
inconveniencia de la soledad en aquella mansión vacía hasta que cierta noche
sobrevino Rose, una enérgica anciana atropellada por un camión que a menudo me
confundía con su nieto, al que suplanté por piedad algunas veces. Tres días
después de que decidiera marcharse en busca de su esposo comprendí que los
muertos estamos mejor en el cementerio y regresé a mi tumba.
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