domingo, 10 de marzo de 2013

Mahoney y Co. (Segundo capítulo)


2. NO HAY MAL QUE POR BIEN NO VENGA


Harry Meroni es un tipo duro. Muy duro. Evelyn, la madre, ya lo descubrió durante su gestación: “Este cabroncete me va a reventar las entrañas”. Patadas, puñetazos, codazos, cabezazos, el vientre de Evelyn hubo de soportar durante meses los furibundos ataques de aquel cruel feto. Después del parto obligó a su marido Luis, argentino y profesor de tango en Reno, a hacerse la vasectomía. No estaba dispuesta a volver a sufrir semejante tortura.

Prácticamente todos los compañeros de Meroni en los jardines de infancia y escuelas a los que asistió guardan imperecederos recuerdos del “chico malo”, como se hizo habitual que le llamaran. La mayoría de esos recuerdos son físicos y ninguno de ellos grato, pues el contacto con Harry casi siempre se saldaba con cicatrices más o menos profundas en los cuerpos de sus amigos. Expedientes, traslados, ayudas psicológicas, nada ni nadie consiguió relajar la actitud brutal de ese crío.

En el instituto continuó ocurriendo más de lo mismo. Incesantes peleas que siempre finalizaban con colegas sangrando o con algún hueso roto concluyeron con una expulsión inevitable, con el final de su etapa académica.

Harry Meroni tuvo que buscarse la vida. Se trasladó a Las Vegas donde hizo trabajos miserables a cambio de ridículos estipendios, hasta que un día se topó con Larry Volivar, un latino fuerte y maduro dedicado, según sus propias palabras, “a verificar la superficialidad de las convicciones de pinches gringos webones”. Para ser precisos, este Volivar era un solitario matón de poca monta, virtuoso en el arte del apaleamiento por encargo, que enseguida intuyó las grandes posibilidades que ofrecía su asociación con Meroni. Crearon un equipo denominado Larry & Harry que, para provecho de traumatólogos y ortopedas, en cuestión de meses sembró de lisiados Nevada y los estados colindantes.

Cuando a Volivar le dieron pasaporte en Fresno el día que irrumpieron en la casa de un magnate de las apuestas ilícitas,  Harry se salvó por los pelos y a bordo de un viejo Ford Mustang no paró de conducir hasta llegar a Denver. Allí se cambió el apellido por el de Rosolino, como su trombonista de jazz preferido, y decidió convertirse en un asesino a sueldo.

Su carrera está plagada de éxitos silenciosos que le han reportado una extraordinaria fama secreta. Sus emolumentos, acordes con la fiabilidad de los resultados, alcanzan ya las cinco cifras más gastos por trabajo.

Pero en Chicago no estuvo fino. Unos zoquetes de Detroit le soplaron que tal día a tal hora un irredimible moroso llamado Parker estaría esperando su visita en el Holiday Inn de la Avenida Cumberland. Ni una referencia, ni una puñetera foto, nada. Solo un nombre, una fecha, una hora y una dirección. Cuando acabó el trabajo, mientras salía del hotel, alguien le envió al móvil un retrato del objetivo. Mierda, demasiado tarde, pensó Harry. Por norma no repetía visitas y aquel pringado le había confirmado que era Raymond Parker antes de mudarse al otro barrio. Tampoco debía fiarse de la foto. Joder, estos son tontos del culo, incluso me han pagado por adelantado. Querían un cadáver y ya lo tienen, que les den. Y se encaminó a la estación de autobuses de Chicago para abordar el primer Greyhound con destino Denver.

Harry Rosolino (antes Meroni) ignorará toda su vida que si el encargo se hubiera desarrollado acertadamente, despachando al tipo correcto, habría tardado cinco minutos y cuarenta y dos segundos más en llegar a la central de autobuses y ese inapreciable margen de tiempo le hubiera obligado a esperar al siguiente convoy, impidiendo que pudiera sentarse al lado de una bella mujer llamada Mariana, que se apoderó de su corazón con la misma facilidad con la que un gato atrapa a un ratón.


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