2. NO HAY MAL QUE POR BIEN NO VENGA
Harry Meroni es un tipo duro. Muy
duro. Evelyn, la madre, ya lo descubrió durante su gestación: “Este cabroncete me va a reventar las
entrañas”. Patadas, puñetazos, codazos, cabezazos, el vientre de Evelyn hubo
de soportar durante meses los furibundos ataques de aquel cruel feto. Después
del parto obligó a su marido Luis, argentino y profesor de tango en Reno, a
hacerse la vasectomía. No estaba dispuesta a volver a sufrir semejante tortura.
Prácticamente todos los compañeros
de Meroni en los jardines de infancia y escuelas a los que asistió guardan imperecederos
recuerdos del “chico malo”, como se
hizo habitual que le llamaran. La mayoría de esos recuerdos son físicos y
ninguno de ellos grato, pues el contacto con Harry casi siempre se saldaba con
cicatrices más o menos profundas en los cuerpos de sus amigos. Expedientes,
traslados, ayudas psicológicas, nada ni nadie consiguió relajar la actitud
brutal de ese crío.
En el instituto continuó ocurriendo
más de lo mismo. Incesantes peleas que siempre finalizaban con colegas
sangrando o con algún hueso roto concluyeron con una expulsión inevitable, con
el final de su etapa académica.
Harry Meroni tuvo que buscarse la
vida. Se trasladó a Las Vegas donde hizo trabajos miserables a cambio de
ridículos estipendios, hasta que un día se topó con Larry Volivar, un latino fuerte
y maduro dedicado, según sus propias palabras, “a verificar la superficialidad de las convicciones de pinches gringos
webones”. Para ser precisos, este Volivar era un solitario matón de poca
monta, virtuoso en el arte del apaleamiento por encargo, que enseguida intuyó
las grandes posibilidades que ofrecía su asociación con Meroni. Crearon un
equipo denominado Larry & Harry que, para provecho de traumatólogos y
ortopedas, en cuestión de meses sembró de lisiados Nevada y los estados
colindantes.
Cuando a Volivar le dieron
pasaporte en Fresno el día que irrumpieron en la casa de un magnate de las
apuestas ilícitas, Harry se salvó por
los pelos y a bordo de un viejo Ford Mustang no paró de conducir hasta llegar a
Denver. Allí se cambió el apellido por el de Rosolino, como su trombonista de
jazz preferido, y decidió convertirse en un asesino a sueldo.
Su carrera está plagada de éxitos
silenciosos que le han reportado una extraordinaria fama secreta. Sus
emolumentos, acordes con la fiabilidad de los resultados, alcanzan ya las cinco
cifras más gastos por trabajo.
Pero en Chicago no estuvo fino.
Unos zoquetes de Detroit le soplaron que tal día a tal hora un irredimible moroso
llamado Parker estaría esperando su visita en el Holiday Inn de la Avenida
Cumberland. Ni una referencia, ni una puñetera foto, nada. Solo un nombre, una
fecha, una hora y una dirección. Cuando acabó el trabajo, mientras salía del
hotel, alguien le envió al móvil un retrato del objetivo. Mierda, demasiado
tarde, pensó Harry. Por norma no repetía visitas y aquel pringado le había
confirmado que era Raymond Parker antes de mudarse al otro barrio. Tampoco
debía fiarse de la foto. Joder, estos son tontos del culo, incluso me han
pagado por adelantado. Querían un cadáver y ya lo tienen, que les den. Y se
encaminó a la estación de autobuses de Chicago para abordar el primer Greyhound con destino Denver.
Harry Rosolino (antes Meroni)
ignorará toda su vida que si el encargo se hubiera desarrollado acertadamente,
despachando al tipo correcto, habría tardado cinco minutos y cuarenta y dos
segundos más en llegar a la central de autobuses y ese inapreciable margen de
tiempo le hubiera obligado a esperar al siguiente convoy, impidiendo que pudiera
sentarse al lado de una bella mujer llamada Mariana, que se apoderó de su
corazón con la misma facilidad con la que un gato atrapa a un ratón.
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