martes, 16 de abril de 2013

Vuelta y vuelta




Hace tres días Teresa, mi novia, me convenció (¡Já!) de que debíamos dar la vuelta al colchón. “Mi amiga Claudia, que está muy enterada (¡Já!) me ha asegurado que es muy conveniente volverlo del revés cada tres o seis meses, pues así se conserva mejor durante más tiempo”, dijo. No pensaba discutir por cuestión tan trivial y le ayudé a hacerlo sin la mínima réplica.

El día siguiente a dicha maniobra amanecí con un inusual buen humor. Había tenido un sueño fantástico que empezaba con mi resurrección; mi cuerpo se levantaba sobre mis pies mágicamente del suelo, se abrían mis ojos, mi sangre volvía a sus venas, desaparecía un tremendo dolor en mi pecho del que salía una limpia bala que se introducía por el cañón del revólver de un tipo que dejaba de apuntarme y guardaba el arma en el bolsillo de su gabardina. A continuación ambos caíamos al suelo para devolvernos unos golpes, nos incorporábamos, dejábamos de zarandearnos y forcejear, concluíamos una discusión por algo que no recuerdo y deponíamos juntos en amigable armonía unos muchos tragos en la barra de un bar, del que acababa saliendo de espaldas perfectamente sobrio, desfumando un pitillo. Aunque insólito y raro hasta decir basta, estoy por afirmar que resultó uno de los mejores sueños de mi vida.

Pero ayer fue terrible, fue horroroso. Desperté sobresaltado, sudado, taquicárdico. Las imágenes y emociones de ese sueño aún no terminan de borrarse de mi mente: comenzaba con una eyaculación y un orgasmo en sentido contrario, algo simplemente inimaginable por imposible pero que según las sensaciones que percibí sería lo más penoso y doloroso que podría existir, una especie de tortura física y psíquica al mismo tiempo. Siguió con mi cuerpo sobre el de Claudia, luego rodé yo debajo de ella, dejamos por este orden de lamernos, manosearnos, acariciarnos y besarnos, recogimos nuestras ropas del suelo al tiempo que nos vestíamos  impetuosamente el uno al otro y abandonamos el dormitorio mientras disminuía la pasión, entrando de espaldas y cogidos por la cintura a una sala donde nos esperaba el cadáver de Teresa en un ataúd.

Por la tarde, aprovechando que Teresa fue a la peluquería, deshice la cama y devolví el maldito colchón a su anterior posición, no sin antes estampar una clara señal en su lado inmundo.

Y anoche, mientras dormía de nuevo como un bendito, volví a hacer el amor –esta vez como Dios manda- con Claudia, la experta en colchones (¡Já!) a quien no conozco personalmente, pero que está como un tren.


Un silencio




Una noche lluviosa.

Una ciudad.

Una calle estrecha, oscura y solitaria.

Un bar con un rótulo de neón.

Un individuo apoyado en la barra, con un vaso de licor en su mano.

Una desconocida que franquea el umbral.

Un cruce de miradas.

Una invitación.

Una charla insustancial.

Unas risas.

Un silencio.

Un cruce de miradas.

Un guiño.

Un susurro al oído.

Un coche que arranca, iluminando el asfalto mojado.

Un semáforo en rojo.

Un cruce de miradas.

Una caricia.

Un beso.

Un silencio.

Una puñalada.

Una puerta que se abre.

Un cuerpo que cae en medio de una calle estrecha, oscura y solitaria.

Un coche que arranca, iluminando el asfalto mojado, y desaparece en una ciudad en una noche lluviosa.

Un silencio.


viernes, 12 de abril de 2013

Querida Eva




Como cada día a esas horas, la linda anciana extrae del bolsillo el amarillento papel. Después de desplegarlo se lo tiende a Rubén, que lo toma entre sus viejas y torpes manos y se queda mirando medio pasmado.

-  Lee, mi amor —propone Eva con dulzura.

Rubén se coloca temblorosamente las gafas que cuelgan de su arrugado cuello y comienza a balbucear, sin medida ni entonación alguna, el texto allí caligrafiado:

Perdona querida Eva,
Si alguna vez olvido decirte
Que eres el sol de mis días,
La luna de mis noches,
La única estrella en mi firmamento.

Perdona querida Eva,
Si alguna vez olvido decirte
Que por ti brillan mis ojos,
Que por ti vivo y respiro,
Que estás en todos mis sueños.

Perdona querida Eva
Si alguna vez olvido tu nombre,
Si no te conozco,
Si niego mi vida entera,
Si a nuestros hijos no recuerdo.

Perdona querida Eva
Estos cursis y tristes versos
Que me gustaría leer a tu lado
Cada mañana mientras pueda,
Cada tarde mientras me muero.

Y perdona finalmente querida Eva
Que no sepa agradecerte
Tus infinitos desvelos
Tu santísima paciencia,
Tus cariñosos y sinceros besos.

Rubén se quita las gafas, esboza una sonrisa hueca y deposita sobre la mesa camilla el manuscrito que él mismo escribió aquel día que le diagnosticaron la terrible enfermedad. Eva se levanta, le besa, le acaricia las mejillas con sus cálidas manos y dice como siempre, con entregada ternura:

- Hoy lo has hecho muy bien, cariño. Te quiero.


Imaginando mi patria




Si yo quisiera una patria
(es un suponer)
para amarla, servirla y honrarla,
esa patria debería llamarse Libertad.
En mi patria se sentirían muchas fragancias:
olería a fresca inteligencia por las mañanas,
a cálida amistad por las tardes,
a ardiente amor por las noches.
Mi patria sería una patria sin ricos ni pobres,
sin amos ni esclavos, sin tontos ni listos.
Su relieve sería suave como la tolerancia,
sus ríos dulces y amables como la solidaridad.
Mi patria no precisaría vigilantes del bienestar,
su ejército de paz no detonaría bombas, sino razones.
En mi patria los impuestos se pagarían con flores,
y todos los días que luciese el sol serían fiesta.
Los libros se regalarían y las televisiones se relegarían,
se estimularían la música y las artes.
Solo habría dos normas:
Pensar es necesario, no adoctrinarse obligatorio.

Mi patria no tendría fronteras ni aduanas,
ni permisos ni pasaportes,
tendría siempre los brazos abiertos
y un inmenso corazón por bandera.
Esa sería mi patria ideal,

suponiendo que yo quisiera una.


jueves, 11 de abril de 2013