Si yo quisiera una patria
(es un suponer)
para amarla, servirla y honrarla,
esa
patria debería llamarse Libertad.
En mi patria se sentirían muchas fragancias:
olería a fresca inteligencia por las mañanas,
a cálida amistad por las tardes,
a ardiente
amor por las noches.
Mi patria sería una patria sin ricos ni pobres,
sin amos ni esclavos, sin tontos ni listos.
Su relieve sería suave como la tolerancia,
sus ríos
dulces y amables como la solidaridad.
Mi patria no precisaría vigilantes del bienestar,
su ejército de paz no detonaría bombas, sino razones.
En mi patria los impuestos se pagarían con flores,
y todos los
días que luciese el sol serían fiesta.
Los libros se regalarían y las televisiones se relegarían,
se estimularían la música y las artes.
Solo habría dos normas:
Pensar es necesario, no adoctrinarse obligatorio.
Mi patria no tendría fronteras ni aduanas,
ni permisos ni pasaportes,
tendría siempre los brazos abiertos
y un
inmenso corazón por bandera.
Esa sería mi patria ideal,
suponiendo
que yo quisiera una.
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