viernes, 31 de mayo de 2013
lunes, 27 de mayo de 2013
El tiburón y la bicicleta
Hèctor Sendra
tiene cincuenta y un años y es un triunfador. Ninguno de los profesores de su
Instituto hubiese dado un céntimo por su futuro, pues como estudiante fue entre
malo y pésimo. Pero, aunque le disgustaban los libros, era un joven bastante despierto.
A su padre, Damià, Secretario de un pequeño Ayuntamiento cercano a la ciudad de
Valencia, le hubiera gustado que, siguiendo su ejemplo, su único hijo cursara
Derecho y se dedicara a las Leyes. El hombre, que por su cuenta y riesgo ya
fracasó en sucesivas oposiciones, siempre había soñado con poder presumir de un
Sendra fiscal o juez de la Audiencia. Sin embargo, el expediente académico de Hèctor
en Bachillerato le quitó la venda de los ojos, le estrelló contra la cruda realidad.
A través de
los contactos de su progenitor, a principio de los años ochenta se colocó como
oficinista en una empresa constructora. El señor Rocamora, su dueño, lo trató
desde el primer día como al descendiente que nunca tuvo. Rocamora había enviudado
a los treinta y tantos, volviéndose a casar luego con la hermana soltera de su
mujer. Si con la primera esposa no tuvo hijos, tampoco lo consiguió con la
segunda. “Es obvio que arrastran una tara
hereditaria”, le comentó un día un médico, amigo íntimo, que no se atrevía
a confesarle que el único estéril era él.
Tanto cariño
y confianza se granjeó con su jefe, que a mediados de los noventa Hèctor era su
mano derecha, su principal asesor. Nombrado Director General de la compañía,
fue su mandamás hasta el fallecimiento de Rocamora, recién estrenado el siglo.
La viuda del constructor no compartía los sentimientos del finado por su
protegido y, aconsejada por sus sobrinos y para júbilo de éstos, decidió liquidar
el negocio.
Con la gran
experiencia atesorada, algunos ahorros y un capital que Rocamora le dejó en
herencia, Hèctor Sendra parió una nueva empresa a la que bautizó con el
rimbombante nombre de SENDRA INTERHOLDING. Dedicada en principio a la actividad
puramente constructora, su creador pronto vislumbró en la creciente
especulación de terrenos una oportunidad demasiado rentable como para ignorarla
o despreciarla. En muy poco tiempo, muchos de sus contactos habían multiplicado
por diez inversiones millonarias. Volcó pues su ocupación en comprar y vender
solares, sin abandonar la edificación y urbanización de nuevos barrios,
aprovechando los disparatados precios que las viviendas habían alcanzado. En un
tiempo récord, Sendra hizo muchísimo dinero negro en transacciones
especulativas, dinero que puso a su propio nombre y a buen recaudo en el banco
de un paraíso fiscal cercano en el mapa, mas inalcanzable para las zarpas de la
arruinada Hacienda española.
Cuando
sobrevino la crisis, SENDRA INTERHOLDING se vio también muy afectada y despidió
a casi todos sus trabajadores. Al final se declaró en quiebra, pero como el
hábil accionista mayoritario no garantizaba ninguna de las operaciones
societarias, pudo salirse de rositas con toda la facilidad del mundo. Hèctor
siguió y sigue fumando Montecristos, conduciendo Mercedes, cuidando su cuerpo en
un gimnasio de cinco estrellas, pagando mariscadas en efectivo, viviendo a
tutiplén en su mansión situada en plena Sierra Calderona y haciendo esporádicos
viajes a Montecarlo, en donde también dispone de un apartamento de lujo y un
yate.
Este
viernes, en una reunión con muchas langostas y unos cuantos alemanes, Hèctor ha
apalabrado la venta de la vieja masía familiar, al norte de la ciudad. La finca,
compuesta de una enorme casa rodeada de algunas hanegadas de naranjales
actualmente abandonados por su mísero rendimiento económico, la recibió en
herencia de su padre, que a su vez la heredó del suyo y éste de anteriores
generaciones. Los teutones, que quieren instalar allí un centro geriátrico de
alto standing, le han prometido un buen pellizco de millones, más de la mitad
de los cuales irán a parar a la cuenta opaca del banco monegasco con el que
opera.
Al regresar
a casa, Celia, su mujer, ha salido a su encuentro con una amplia sonrisa y le ha
dicho que tiene una sorpresa para él. En el salón hay una gran caja que entregó
una conocida empresa de mensajería. Hèctor inspecciona la etiqueta. Así como
todos sus datos son correctos, no se muestra el nombre del remitente. Toma unas
tijeras y comienza a desgarrar el cartón. Aparece entonces una flamante
bicicleta, una espectacular máquina de devorar kilómetros con un cuerpo de
carbono que quita el sentido. Aunque a Hèctor siempre le encantó, han pasado
más de quince años desde la última vez que rodara por ahí. Conserva una buena
forma gracias al spinning; este regalo de quién sabe qué agradecido amigo le
dará la oportunidad mañana mismo de ponerse a prueba en la carretera.
Sábado por
la mañana. Ha salido un día estupendo. Hèctor ha madrugado. Apenas ha podido pegar
ojo, diseñando la ruta que va a seguir. Completamente equipado se sube a la
bicicleta y, tras despedirse de su esposa e hija que miran a través de la
ventana, la deja rodar cuesta abajo. Después de saludar al guarda, franquea el
puesto de vigilancia de la urbanización y comienza a pedalear. Su intención es
continuar por calzadas locales poco transitadas y subir al Norte hasta Nàquera
para luego atravesar Serra y llegar a Torres-Torres, bajando por la antigua
carretera nacional hasta Puçol y regresar a casa. Una etapa dura al principio,
cómoda al final.
No obstante,
cuando lleva solo unos cientos de metros circulando, Hèctor advierte que la
bicicleta está tomando sus propias decisiones. Cuando quiere doblar a la
derecha, la máquina no se lo permite, sigue moviéndose en línea recta, los
pedales giran sin que él imprima ningún esfuerzo, las marchas cambian solas. Es
una sensación extraña. Intenta detenerse para poder revisar el manillar y
las demás piezas, pero los frenos no responden.
La bici continúa rodando a su albedrío y se dirige a toda pastilla hacia el
Sur, camino de Valencia. Si bien el ciclista está atemorizado, no deja por ello
de sentir extraordinaria curiosidad por el final de la intrigante aventura que
está viviendo.
Otros
fenómenos insólitos se suman al del velocípedo automotor; el paisaje, que
conoce perfectamente, se modifica a medida que lo recorre: desaparecen
construcciones que antes estaban allí, surgen campos y huertas sustituidas hace
años por cemento y asfalto, los pueblos empequeñecen. Además, la gente que se
cruza viste de forma cada vez más anticuada y la ropa empieza a quedarle
grande, siente cómo su pelo ha crecido, que ha recuperado visión, en suma, experimenta
un rejuvenecimiento progresivo al paso de los kilómetros. La bicicleta llega a
las puertas del pueblo de Alboraya y tras recorrer un largo trecho por caminos
rurales, se adentra en la masía familiar. Los árboles están en flor, la esencia
del azahar es revitalizante, los campos están mejor cuidados que nunca, como
antes de que muriese su iaio [1]
Batiste. La casa se ve preciosa, da gusto contemplarla recién pintada de cal.
La
bicicleta va aminorando la velocidad y se para justo al lado del porche, donde,
en una mecedora, descansa Batiste mientras pela unas habas. A sus pies está Trueno, el viejo perro de la familia,
que cuando le ve empieza a mover la cola. Hèctor desciende de la bici y con la
voz atiplada de un niño de trece años pregunta “¿Iaio?”. Batiste gira la cabeza, sonríe y le dice “Xé, xiquet, ¿cóm vas vestit? Acosta’t açí
un moment, rei [2]”.
El tiburón de los negocios, convertido en un chiquillo, se aproxima al anciano,
le acaricia la cara y besa su mejilla. El abuelo, tal vez recordando que al ser
su nuera aragonesa el chaval habla castellano en casa, cambia de lengua y le
propone: “Ven conmigo, Hèctor”. Se levanta de la mecedora y le toma de la mano.
Caminan juntos hacia el huerto de naranjos frente a la casa y cuando llegan, el
patriarca se agacha y coge un montón de tierra en la mano. “¿La ves, Hèctor?
Tócala, tócala, ésta es nuestra tierra. Cuando tu papá tenía tu edad le hice
jurar que nunca dejaría de amarla, que siempre seguirá siendo nuestra. Ahora es
tu turno, bésala y haz el mismo juramento que yo hice a mi iaio y tu padre me hizo a mí”. Hèctor Sendra, un cerebro cincuentón
en un cuerpo púber, rememora ahora claramente aquel olvidado momento, la mañana
en que besó la tierra y prometió al iaio
querer, mantener y preservar los bienes de la familia. La lava de la emoción derrite
su corazón de piedra y abrazándose a Batiste comienza a llorar a moco tendido,
como un inocente niño de trece años.
miércoles, 22 de mayo de 2013
La peste
Mi gran amigo Iván me lo confesó una noche de formidable borrachera:
-David, no te lo vas a creer, esto no se lo he comentado nunca a nadie,
pero desde pequeño huelo los sentimientos de las personas. No tengo olfato para
las cosas materiales, no noto el supuesto aroma de los perfumes, de los
alimentos, de las flores, no advierto la fetidez que atribuyen a la basura y a
las cosas desagradables, de nada que pueda verse o tocarse. Pero sé distinguir perfectamente
el olor de la cobardía, del cariño, de la inseguridad, de cualquier emoción que
el ser humano que tenga delante pueda experimentar. Y te aseguro que es una terrible
maldición, a medida que maduro se acentúa más y más. Ahora mismo percibo el
hedor de tus dudas, quieres creer lo que te estoy diciendo pero tu cerebro se
resiste.
Me quedé de piedra. Acababa de leer
mi mente, como había hecho antes en incontables ocasiones sin que yo hubiera
sabido cómo. Tras procesar la información, entendí al instante por qué había
estudiado Psicología y también por qué abandonó su consultorio después de solo
unos pocos meses de ejercicio profesional. Comprendí que, aunque descifrase los
sentimientos de sus pacientes y pudiera guiarles tal vez mejor que nadie en su
alivio y curación, debía ser espantoso enfrentarse continuamente a la
pestilencia de odios, celos, tristezas, envidias, frustraciones, miedos, de
cualquier tipo de trauma, fobia o manía que todas y cada una de las personas
almacenamos en nuestro interior.
David me aseguró que sus fragancias
preferidas eran las del amor, la amistad y la confianza, pero que cada vez era más
insoportable el tufo que tenía que respirar. La tensión estaba a flor de piel
en cada ciudadano, la podredumbre reinaba sobre cualquier otra cosa, no podía
aguantar más. Había decidido irse a vivir a un alejado pueblecito del interior
con apenas una treintena de ancianos habitantes. Allí, pensaba, el aire sería
más limpio.
Esta mañana me ha llamado el padre
de Iván para comunicarme que ayer, cerca
de la aldea, encontraron su cuerpo sin vida suspendido de un árbol. Con voz
sollozante me ha dicho que llevaba en su bolsillo una nota en la que había
escrito: “Decidle a David que ahí donde
haya una persona, ahí está la peste”.
lunes, 13 de mayo de 2013
La persecución
MUJER madura, noctámbula y liberal, aficionada al cine, grupo
sanguíneo O+, busca vampiro compatible (no importa edad ni condición) para invitarle
a cenar y que de paso la haga inmortal. Interesados, llamen al 83388338 y
pregunten por Gertrudis. Se ruega discreción.
**********
SEÑORA sana y lozana como una manzana, muy interesada por la
investigación y nuevas tecnologías, donaría su cuerpo a doctor o científico
ducho en reanimaciones post-mortem. Teléfono 83388338, me llamo Gertrudis. Curiosos
abstenerse.
**********
ADULTA sin prejuicios, adicta a la literatura gótica, establecería
contacto con diablo experto en pactos, para sellar contrato de vida eterna.
Condiciones negociables. Mi nombre es Gertrudis, y mi móvil 83388338. Solo
profesionales.
**********
VIUDA con posibles, hedonista y viciosilla, amante del arte en
todas sus dimensiones, contrataría los servicios de un pintor de la escuela de Basil
Hallward para retrato hiperrealista de mi alma. Pago bien, pero exijo
referencias. Gertrudis, Tf. 83388338.
**********
**********
sábado, 11 de mayo de 2013
Un negro para Ana
Hace unas noches soñé que era
invierno y paseaba por la solitaria playa de La Malvarrosa. Tropecé entonces con
una botella de cristal verde oscuro que las olas habían arrojado a la orilla.
Me fijé que estaba bien lacrada, por lo que procedí a romperla contra una
piedra, extrayendo una cápsula hermética de plástico que contenía. En el interior
de esa vaina transparente, que destapé sin mayor dificultad, se alojaba un
billete de un millón de euros. Sé que en realidad no existe ningún billete de semejante
calibre, pero el protagonista de mi sueño (es decir, yo), aunque nunca antes se
topó con esa clase de documento, no albergaba ninguna sospecha sobre su validez
legal y monetaria. Recuerdo que lo que más reclamó mi atención fue que el papel
estuviese tintado de color negro. En ese momento me asaltaron algunas reflexiones.
Lo primero que consideré es que en
cuestión de cuartos casi todo el mundo es envidiablemente tolerante, y no lo
digo solo por el color de la moneda, también por su procedencia. Hay personas
racistas y xenófobas que preferirán sin duda el dinero negro y fácil, no
importa de dónde se salga o, mejor dicho, a costa de quién se obtenga. También pensé
que casi todas las personas (creyentes, escépticas, incluso ateas) se ponen
tácitamente de acuerdo en adorar el dinero como a un dios todopoderoso. Si bien
al principio relacioné el origen de los apocalípticos mensajes que proclaman
muchas doctrinas con un ente infernal, que no podría ser otro que el maldito
parné, luego deduje que era imposible, pues la mayoría de las jerarquías
religiosas se muestran más interesadas en acumular riquezas que en repartirlas,
contrariamente a las prédicas de todos los libros sagrados, habidos y por haber.
Y solo una especie de teoría del caos podría explicar, intuyo que de forma torticera,
que el bien y el mal son la misma cosa.
Por último, me di cuenta de que debe
haber un incontable número de individuos que matarían por uno de esos billetes.
Con independencia del patrimonio, las necesidades o convicciones que tengan,
siempre habrá un colosal ejército de prójimos que inmolarían a otros seres
humanos a cambio de ese montón de pasta. Fue entonces cuando lo escondí en mi bolsillo
y emprendí el regreso a casa.
Una vez allí, extraje de nuevo el
pedazo de papel y analizándolo con más rigor, pude apreciar que al dorso, en su
borde inferior, llevaba escrita también en tinta negra una nota de caracteres
casi microscópicos. Solo mediante la ayuda de una lupa pude descifrar la
inscripción:
“Ana – Calle Arbergina 15-3”
Desconocía esa dirección, de
entrada pensé que el domicilio correspondía a otra ciudad. Pero mi efervescente
curiosidad me conminó a seguir investigando, por lo que eché mano de una guía y
pude comprobar, no sin sorpresa y aceleración de mi ritmo cardíaco, que la
calle existía. Estaba ubicada al norte, en un barrio de mala reputación
enclavado en un gran suburbio de la periferia.
Como vivía un sueño, me transporté al
instante a ese barrio. Tras preguntar a varios vecinos, la mayoría jóvenes
desempleados con semblante poco amigable, jubilados canijos e inmigrantes con y
sin papeles asimismo desocupados, localicé pronto la calle. Mientras me dirigía
al edificio número 15 pasé por delante de una peluquería, un kiosco y un bar.
Sus cristaleras lucían un póster con el retrato de una niña de unos ocho o
nueve años. “Ayuda a Ana”, rezaba, “Colabora para salvar su vida. Necesitamos
un millón de euros”. Antes de proseguir mi marcha entré en el bar, un
chiringuito sucio y cochambroso curiosamente rotulado como “El Palacio del
Colesterol”. Pedí un café y pregunté al amable barman colombiano por Ana. Me
comentó que era una vecinita que sufría una rara pero terrible enfermedad; su
familia necesitaba con urgencia el dinero para llevarla a Alemania, donde en un
célebre hospital podrían someterla a un costoso tratamiento, el único en el
mundo que se había revelado efectivo. El hombre me informó que el barrio se
había volcado con ella, que incluso los más desfavorecidos, personas que vivían
en la calle de limosnas, habían cooperado. Pero era muchísimo dinero, muy
difícil de reunir y todas las autoridades se habían desentendido del asunto. Pagué,
me despedí y reanudé mi marcha.
Cuando llegué al número 15 percibí
que en la fachada, a cada lado del portal, que permanecía abierto, estaban
pegados los mismos pósters. Me introduje en el patio y vi a la izquierda una mesa
rescatada de la basura, sobre la que reposaba una sencilla caja de cartón, con
una ranura en su parte superior, donde se leía: “Introduzca aquí su aportación. Gracias”. En eso, un hombre entró y
me dijo: “¿Quiere ver a Ana? Suba, suba, soy Mauricio, su padre”. Me
quedé perplejo por la invitación, esa gente no me conocía de nada y sin embargo
me invitaba a su casa. Se me antojaba descortés rehusar el ofrecimiento y,
además, sentía inquietud por ver a la pequeña, así que seguí los pasos de
Mauricio. La puerta número 3, en el primer piso, estaba también abierta de par
en par. Parecía que allí todo el mundo era bienvenido. Atravesando el salón, en
el que varias mujeres platicaban con la madre, el papá de Ana me condujo a su
habitación. La niña, con rostro macilento y el brazo encadenado a un gotero,
reposaba en su cama respirando el oxígeno que le proporcionaba una bombona del
mismo color que la botella escupida por el mar. A su lado, una amiguita le leía
un cuento. “Cariño ¡Mira quién ha venido
a verte!”, le anunció Mauricio. Ana me miró y, con la voz rota y mucho
esfuerzo, me dijo sonriendo: “¡Rafa, eres
tú, te he estado esperando!”. La conmoción que me causó su recibimiento fue
tremenda. Solo pude reprimir el llanto mordiéndome la lengua y los labios,
conteniendo la respiración, pellizcándome los brazos. Cuando recobré un ápice
de serenidad, me acerqué a su cabecera y tras besar su frente, le susurré: “Ana, pronto estarás bien, te lo prometo.”
Suscribirse a:
Entradas (Atom)