Imagen de Doug Weller
Suena
patético, pero estaba desesperado. Habían transcurrido un par de semanas sin
escribir media docena de renglones mínimamente coherentes. Dos semanas, una
eternidad. O bien la inspiración había muerto o se había trasladado a otro
cerebro. Tenía claro que si se suicidó o huyó, fue en cualquier caso por el
hastío que le provocó mi falta de talento. A través de la red, me dediqué a
ojear esas pequeñas noticias que suelen pasar desapercibidas en los medios, incluso
en los de menos alcance y edición extranjera, decidido a tropezarme con una
idea original que sirviera para forjar un nuevo relato. Llegué incluso a
conectar el televisor, creyendo que en algún instante una imagen o comentario
podría sugerirme algún tema no demasiado trillado. Pero todo fue en vano y mi
angustia crecía exponencialmente con el transcurrir de cada día yermo.
Hasta que una
noche desperté golpeado por una ocurrencia, ingeniosa aunque absurda, que a
partir de ese momento no se apartaría de mi mente. Desconozco la razón (o
sinrazón) que alumbró el despropósito de pedir ayuda a desconocidos. ¿Que cómo
se come eso? Sencillo de explicar, complicado de entender. Pensé en escribir
una misiva de auxilio que repartiría aleatoriamente entre un número determinado
de personas, un escrito en el que les rogaría que me enviasen por correo
electrónico, a un buzón creado al efecto, una oración con la que intentaría
comenzar un relato. Me comprometería a no utilizar su dirección de e-mail para
ningún otro fin y ofrecería, en compensación, remitirles el texto construido a
partir de sus palabras. La idea no tenía ni pies ni cabeza, podría haber extraído
la frase de cualquier libro o periódico, incluso haber escogido unas palabras pescadas al vuelo en la calle, mientras dos personas dialogan o alguien habla por
teléfono. Pero a medida que lo revisaba, el proyecto calaba más y más en mí,
mutando el desatino en un desafío irrenunciable.
Después de
madurar el plan, abrí una cuenta de Outlook, redacté la solicitud, imprimí 25 cartas
que introduje en sus respectivos sobres -sin remite ni destinatario- y me
dispuse a distribuirlas por la barriada. Como no deseaba conocer lo más mínimo
a los receptores, ni que ellos contasen con información mía, las fui
introduciendo al azar en los buzones de otras tantas viviendas, cada una de ellas
en una calle y edificio diferente.
De vuelta a
casa meditaba sobre la oportunidad de haber emprendido esa excéntrica aventura.
Ignoraba qué haría si no obtenía ninguna respuesta y me preguntaba también cómo
reaccionarían quienes llegasen a leer mi súplica. Como de costumbre, cuando
entré en el patio quise comprobar si tenía correspondencia. Encontré un sobre
blanco que enseguida relacioné con la propaganda electoral con la que los
partidos nos bombardean sin piedad en vísperas plebiscitarias como las que vivíamos.
Pero mi sorpresa fue mayúscula cuando comencé a leer en el ascensor su
contenido. Impresa en un folio también blanco, aparecía la siguiente leyenda:
POR FAVOR, OS ENCAREZCO QUE NO DESTRUYÁIS
ESTA CARTA
SIN HABERLA LEÍDO ANTES
Mi nombre es R. Soy un aspirante a escritor, vecino
del barrio. Suelo redactar cuentos cortos, pero desde hace tiempo tengo un
problema: la imaginación parece haberse esfumado de mi vida. Y os aseguro que
la imaginación lo es todo en la literatura. Sin ideas no importa lo bien o mal
que escribas, eres un auténtico fracaso. Me siento deprimido y necesito
estímulo y ayuda. He pensado que algunos de vosotros podríais echarme una mano
tan solo prestándome unas palabras. Una frase de entre dos y diez vocablos, a
partir de la cual trataré de componer un relato. Si enviáis esa frase a mi
e-mail (relato.vecino@outlook.com), os contestaré tan pronto pueda con el
cuento que he escrito. En ningún caso almacenaré ni utilizaré para fines
distintos vuestra dirección electrónica; es más, cuando termine de contestar a
todos eliminaré esa cuenta de correo y con ella los mensajes que haya podido
cruzar con vosotros. Podéis estar seguros de ello. Gracias por leer esta nota y
por la colaboración, independientemente de la cual os deseo mucha suerte en
vuestras vidas.
Resulta que
había otro tipo en el barrio, con el que compartía inicial, afición y problema.
Un tipo con el que tal vez me había cruzado un montón de veces por la calle o
en el supermercado y que, precisamente ese día, había puesto también en
práctica el mismo disparatado plan. Era increíble, de locos.
Lo bien cierto
es que no me lo pensé dos veces para ofrecer al vecino la ayuda que yo también
precisaba. Me senté, encendí el ordenador, improvisé una brevísima frase y le
di a Enviar. Al cabo de una semana, recibí este relato, que comienza con mis
propias palabras: “Suena patético”.
Tenés la extraordinaria imaginación de un verdadero escritor, Rafa. Siempre tendrás ideas, siempre conseguirás tramas y finales insospechables. Un abrazo!!
ResponderEliminarGracias, Lidia, reitero que sigo siendo un mero aprendiz que disfruta ordenando palabras. Un abrazo, princesa.
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