viernes, 21 de febrero de 2014

La fórmula



Las extrañas y repentinas muertes de Louis Morand y Pierre Duvivier me abrieron los ojos. Pronto saqué dos conclusiones. Una, en el INIM teníamos un topo y dos, si no movía ficha rápidamente el mío sería el próximo cadáver.

-¿Fórmula? ¿Y para qué habríamos de querer nosotros una maldita fórmula?

Aquellos tipos, además de peligrosos eran duros de mollera. Un viejo colega del colegio, Jean-Luc Leclerc, me puso en contacto con ellos. Asistir a una escuela pública tiene sus ventajas y sus inconvenientes. En este caso, la ventaja de haber conocido a Leclerc, un ser marginal que vivía hacía años practicando funambulismo sobre el delgado filo de la ley.

Cuando el ascensor de Louis Morand, director del Instituto Nacional de Investigaciones Médicas, se precipitó al vacío desde la decimoséptima planta del edificio donde vivía, todos lamentamos ese desgraciado accidente. Pero cuando a las pocas semanas el subdirector Duvivier empotró el vehículo que conducía con un camión-tráiler que de forma inexplicable invadió su carril, los compañeros del Instituto comenzaron a sospechar de la caprichosa naturaleza del azar. Yo fui el único que no dudé, que lo tuvo claro.

Como adjunto a la dirección y única persona viva con acceso a todos los archivos y expedientes del centro, era lógico que temiese por mi supervivencia y la de mis familiares. Contacté entonces con Jean-Luc a través de un amigo y ex-compañero común, un músico llamado René. Lo bueno de los individuos como Leclerc es que les invitas a dos buenos tragos, les financias un revolcón de calidad y olvidan preguntarte para qué narices necesitas unos sicarios. Así es que no puso reparos en facilitarme el teléfono de un tal Gaetano Perinetti, un napolitano instalado en Marsella que, según sus informaciones, contaba con un equipo de élite que resolvía trabajos complicados con una rapidez y pulcritud exquisitas.

-Quiero ver muertos al ministro de Sanidad y a los Presidentes de las dos compañías farmacéuticas más importantes de Europa y mi deseo es que todo ello ocurra antes de una semana, el mismo día y si es posible a la misma hora –dije a Gaetano en la reunión que mantuvimos en Génova y a la que acudieron también dos miembros de su staff.

-Eso le va a salir muy caro, ¿lo entiende, verdad?

-Lo entiendo, por supuesto que lo entiendo. Y también espero que ustedes entiendan que aunque no tengo un euro, dispongo de una fórmula valiosa, muy valiosa.

-¿Fórmula? ¿Y para qué habríamos de querer nosotros una maldita fórmula?  –replicó Perinetti con su peculiar acento del suroeste italiano.

-Se lo explicaré. Dos de los tres hombres con acceso a esa fórmula ya han sido asesinados por cuestiones pecuniarias. Yo soy el tercero. Digamos que a las grandes farmacéuticas no les interesa que se desarrolle ningún medicamento que ponga en riesgo sus sucios negocios. Y el ministro no deja de ser sino un títere de esas corporaciones, un cómplice indecente pero necesario. Solo eliminando a los tres enviaremos un mensaje claro al resto de posibles implicados y tendremos la oportunidad de lanzar un producto que salvará millones de vidas.

-Pero… ¿Cómo se come eso, si nos entrega la fórmula a nosotros?

-Morand, Duvivier y yo mismo sabíamos que nuestro descubrimiento contrariaría los intereses económicos de cierta gentuza. Por eso buscamos discretamente a alguien atraído por la idea de pasar a la historia como un héroe. Es un multimillonario árabe propietario, entre otras muchas, de una empresa química ubicada en una apartada región. Íbamos a donarle la fórmula, pero llegados a este punto prefiero que ustedes hagan su trabajo y se cobren vendiéndosela por una pasta gansa. Él no desea participar en estas negociaciones, quiere quedar al margen de las mismas.

-¿Así de sencillo?

-Afirmativo. He hablado con él y hemos convenido que la compensación será muy sustanciosa. El mismo día que cumplan su parte del trato recibirán por mensajería urgente un abultado dossier en la dirección que ustedes me indiquen. Al cabo de un par de días el propio comprador o uno de sus representantes le telefonearán para ultimar los detalles del intercambio.

-¿Y quién le dice que no fuimos nosotros los que despachamos a Morand y Duvivier? ¿Quién puede asegurarle que no son usted y el árabe nuestros próximos objetivos?

Esas preguntas casi consiguieron helar mi sangre. La posibilidad existía, pero una inevitable deformación profesional me indujo a pensar que la probabilidad era despreciable.

-En ese caso, les imploro solo una pizca de humanidad para romper sus compromisos y colaborar con nosotros. Les repito que la vida de una buena parte de la población mundial está en juego. Con este nuevo fármaco, muchos de sus familiares y amigos no habrían muerto: es ni más ni menos que el remedio contra el cáncer.

Gaetano Perinetti esbozó una lacónica sonrisa, bajó la vista y asintió en silencio.


2 comentarios:

  1. Me gusto amigo, muy bueno el diálogo la historia lleva pero me pareció que le faltó esencia al final. Es sólo mi punto de vista.
    Un abrazo amigo.

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    1. Gracias, Luis. Lo escribí rápido, tal vez por eso no me concentré demasiado en pulir las últimas líneas. Lo revisaré, pretendo dejar un final abierto, que sea el propio lector quien decida qué hará Gaetano después de la entrevista.
      No dejes de comentar todo aquello que no te convenza, amigo, eso me ayuda a seguir aprendiendo.
      Un abrazo.

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