Desde mi ventana observo cómo nieva
en el centro de la ciudad, cómo se cubren de copos las aceras. Provenientes de
unos grandes almacenes, fluyen hasta mis tímpanos esas pastosas y cansinas melodías
americanas.
Es de noche y tengo frío.
Distingo el continuo transitar de
personas cargadas con regalos bien ocultos en paquetes y bolsas. Las luces decorativas
se proyectan en los coches que desfilan sobre el húmedo asfalto y con su
parpadeo iluminan intermitentemente mi oscura habitación.
Es de noche y siento hambre.
Sin proponérmelo, me asalta el nítido
recuerdo de las Nochebuenas de mi niñez. Aquellas copiosas cenas junto a la
familia, que rematábamos interpretando villancicos de letras fáciles aunque
absurdas, mientras aporreábamos unas resignadas panderetas.
Es de noche y me encuentro
solo.
Desde que te fuiste, ya no existe
nada que merezca celebrar. Ni siquiera que esta mañana en el hospital me hayan asegurado
que el tumor es benigno. De buena gana hubiera golpeado al médico que me
informó, sonriendo, que se aplazará nuestro reencuentro.
Es de
noche y estoy llorando.
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