El
viejo músico se queda mirando, pasmado, la portada de ese antiguo disco de
vinilo en la que aparecen sonriendo un hombre blanco y otro de color. El
primero de ellos sujeta una trompeta, el segundo un saxo. El fan, que adora esa
grabación y se moría por un autógrafo, desconocía que su ídolo, con el brazo
derecho paralizado y la mente en otro universo, baila el último vals sobre la
silla de ruedas que conducen las enfermeras de un geriátrico en un apartado
pueblo del medio oeste. El artista sigue observando en silencio la cubierta de
esa joya imperecedera y comienza a acariciar con su mano izquierda el que hace
décadas fue su propio rostro. En la otra, en la mano muerta, los dedos
resucitan un instante: sus yemas tamborilean sobre el pantalón del pijama, como
si quisieran pulsar unos pistones invisibles. De repente gira la cabeza y,
dirigiéndose a su admirador, le pregunta: “¿Dónde
está mi trompeta, Harry?”. El visitante, que ni se llama Harry ni tiene la
más remota idea del paradero del instrumento aunque daría todo lo que posee por
averiguarlo, no consigue reprimir una lágrima. Con la voz entrecortada le
responde: “Mañana te la traigo, Buck”.
Entonces el anciano sonríe, tal y como hacía el joven de la foto cincuenta y
cinco años atrás. El buen samaritano le abraza y se aleja apesadumbrado. Sabe
cabalmente que dentro de diez minutos Buck ya no recordará nada.
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