lunes, 27 de mayo de 2013

El tiburón y la bicicleta





Hèctor Sendra tiene cincuenta y un años y es un triunfador. Ninguno de los profesores de su Instituto hubiese dado un céntimo por su futuro, pues como estudiante fue entre malo y pésimo. Pero, aunque le disgustaban los libros, era un joven bastante despierto. A su padre, Damià, Secretario de un pequeño Ayuntamiento cercano a la ciudad de Valencia, le hubiera gustado que, siguiendo su ejemplo, su único hijo cursara Derecho y se dedicara a las Leyes. El hombre, que por su cuenta y riesgo ya fracasó en sucesivas oposiciones, siempre había soñado con poder presumir de un Sendra fiscal o juez de la Audiencia. Sin embargo, el expediente académico de Hèctor en Bachillerato le quitó la venda de los ojos, le estrelló contra la cruda realidad.

A través de los contactos de su progenitor, a principio de los años ochenta se colocó como oficinista en una empresa constructora. El señor Rocamora, su dueño, lo trató desde el primer día como al descendiente que nunca tuvo. Rocamora había enviudado a los treinta y tantos, volviéndose a casar luego con la hermana soltera de su mujer. Si con la primera esposa no tuvo hijos, tampoco lo consiguió con la segunda. “Es obvio que arrastran una tara hereditaria”, le comentó un día un médico, amigo íntimo, que no se atrevía a confesarle que el único estéril era él.

Tanto cariño y confianza se granjeó con su jefe, que a mediados de los noventa Hèctor era su mano derecha, su principal asesor. Nombrado Director General de la compañía, fue su mandamás hasta el fallecimiento de Rocamora, recién estrenado el siglo. La viuda del constructor no compartía los sentimientos del finado por su protegido y, aconsejada por sus sobrinos y para júbilo de éstos, decidió liquidar el negocio.

Con la gran experiencia atesorada, algunos ahorros y un capital que Rocamora le dejó en herencia, Hèctor Sendra parió una nueva empresa a la que bautizó con el rimbombante nombre de SENDRA INTERHOLDING. Dedicada en principio a la actividad puramente constructora, su creador pronto vislumbró en la creciente especulación de terrenos una oportunidad demasiado rentable como para ignorarla o despreciarla. En muy poco tiempo, muchos de sus contactos habían multiplicado por diez inversiones millonarias. Volcó pues su ocupación en comprar y vender solares, sin abandonar la edificación y urbanización de nuevos barrios, aprovechando los disparatados precios que las viviendas habían alcanzado. En un tiempo récord, Sendra hizo muchísimo dinero negro en transacciones especulativas, dinero que puso a su propio nombre y a buen recaudo en el banco de un paraíso fiscal cercano en el mapa, mas inalcanzable para las zarpas de la arruinada Hacienda española.

Cuando sobrevino la crisis, SENDRA INTERHOLDING se vio también muy afectada y despidió a casi todos sus trabajadores. Al final se declaró en quiebra, pero como el hábil accionista mayoritario no garantizaba ninguna de las operaciones societarias, pudo salirse de rositas con toda la facilidad del mundo. Hèctor siguió y sigue fumando Montecristos, conduciendo Mercedes, cuidando su cuerpo en un gimnasio de cinco estrellas, pagando mariscadas en efectivo, viviendo a tutiplén en su mansión situada en plena Sierra Calderona y haciendo esporádicos viajes a Montecarlo, en donde también dispone de un apartamento de lujo y un yate.

Este viernes, en una reunión con muchas langostas y unos cuantos alemanes, Hèctor ha apalabrado la venta de la vieja masía familiar, al norte de la ciudad. La finca, compuesta de una enorme casa rodeada de algunas hanegadas de naranjales actualmente abandonados por su mísero rendimiento económico, la recibió en herencia de su padre, que a su vez la heredó del suyo y éste de anteriores generaciones. Los teutones, que quieren instalar allí un centro geriátrico de alto standing, le han prometido un buen pellizco de millones, más de la mitad de los cuales irán a parar a la cuenta opaca del banco monegasco con el que opera.

Al regresar a casa, Celia, su mujer, ha salido a su encuentro con una amplia sonrisa y le ha dicho que tiene una sorpresa para él. En el salón hay una gran caja que entregó una conocida empresa de mensajería. Hèctor inspecciona la etiqueta. Así como todos sus datos son correctos, no se muestra el nombre del remitente. Toma unas tijeras y comienza a desgarrar el cartón. Aparece entonces una flamante bicicleta, una espectacular máquina de devorar kilómetros con un cuerpo de carbono que quita el sentido. Aunque a Hèctor siempre le encantó, han pasado más de quince años desde la última vez que rodara por ahí. Conserva una buena forma gracias al spinning; este regalo de quién sabe qué agradecido amigo le dará la oportunidad mañana mismo de ponerse a prueba en la carretera.

Sábado por la mañana. Ha salido un día estupendo. Hèctor ha madrugado. Apenas ha podido pegar ojo, diseñando la ruta que va a seguir. Completamente equipado se sube a la bicicleta y, tras despedirse de su esposa e hija que miran a través de la ventana, la deja rodar cuesta abajo. Después de saludar al guarda, franquea el puesto de vigilancia de la urbanización y comienza a pedalear. Su intención es continuar por calzadas locales poco transitadas y subir al Norte hasta Nàquera para luego atravesar Serra y llegar a Torres-Torres, bajando por la antigua carretera nacional hasta Puçol y regresar a casa. Una etapa dura al principio, cómoda al final.

No obstante, cuando lleva solo unos cientos de metros circulando, Hèctor advierte que la bicicleta está tomando sus propias decisiones. Cuando quiere doblar a la derecha, la máquina no se lo permite, sigue moviéndose en línea recta, los pedales giran sin que él imprima ningún esfuerzo, las marchas cambian solas. Es una sensación extraña. Intenta detenerse para poder revisar el manillar y las  demás piezas, pero los frenos no responden. La bici continúa rodando a su albedrío y se dirige a toda pastilla hacia el Sur, camino de Valencia. Si bien el ciclista está atemorizado, no deja por ello de sentir extraordinaria curiosidad por el final de la intrigante aventura que está viviendo.

Otros fenómenos insólitos se suman al del velocípedo automotor; el paisaje, que conoce perfectamente, se modifica a medida que lo recorre: desaparecen construcciones que antes estaban allí, surgen campos y huertas sustituidas hace años por cemento y asfalto, los pueblos empequeñecen. Además, la gente que se cruza viste de forma cada vez más anticuada y la ropa empieza a quedarle grande, siente cómo su pelo ha crecido, que ha recuperado visión, en suma, experimenta un rejuvenecimiento progresivo al paso de los kilómetros. La bicicleta llega a las puertas del pueblo de Alboraya y tras recorrer un largo trecho por caminos rurales, se adentra en la masía familiar. Los árboles están en flor, la esencia del azahar es revitalizante, los campos están mejor cuidados que nunca, como antes de que muriese su iaio [1] Batiste. La casa se ve preciosa, da gusto contemplarla recién pintada de cal.

La bicicleta va aminorando la velocidad y se para justo al lado del porche, donde, en una mecedora, descansa Batiste mientras pela unas habas. A sus pies está Trueno, el viejo perro de la familia, que cuando le ve empieza a mover la cola. Hèctor desciende de la bici y con la voz atiplada de un niño de trece años pregunta “¿Iaio?”. Batiste gira la cabeza, sonríe y le dice “Xé, xiquet, ¿cóm vas vestit? Acosta’t açí un moment, rei [2]. El tiburón de los negocios, convertido en un chiquillo, se aproxima al anciano, le acaricia la cara y besa su mejilla. El abuelo, tal vez recordando que al ser su nuera aragonesa el chaval habla castellano en casa, cambia de lengua y le propone: “Ven conmigo, Hèctor”. Se levanta de la mecedora y le toma de la mano. Caminan juntos hacia el huerto de naranjos frente a la casa y cuando llegan, el patriarca se agacha y coge un montón de tierra en la mano. “¿La ves, Hèctor? Tócala, tócala, ésta es nuestra tierra. Cuando tu papá tenía tu edad le hice jurar que nunca dejaría de amarla, que siempre seguirá siendo nuestra. Ahora es tu turno, bésala y haz el mismo juramento que yo hice a mi iaio y tu padre me hizo a mí”. Hèctor Sendra, un cerebro cincuentón en un cuerpo púber, rememora ahora claramente aquel olvidado momento, la mañana en que besó la tierra y prometió al iaio querer, mantener y preservar los bienes de la familia. La lava de la emoción derrite su corazón de piedra y abrazándose a Batiste comienza a llorar a moco tendido, como un inocente niño de trece años.



[1] En castellano, abuelito.
[2] En castellano, “Ché, pequeño, ¿cómo vas vestido? Acércate aquí un momento, rey”

2 comentarios:

  1. de verdad que me ha gustado, y está estupendamente redactado, pero el final es ingenuo, no creo q sea tan fácil ablandar a según quién. saludos. (http://alejandrovargassanchez.blogspot.com)

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  2. Habría que ponerse en la piel del protagonista. La escena, aunque fantástica, no deja de ser emocionante. Además, el relato queda abierto y no sabemos si luego Hèctor deshará (o no) el trato con los alemanes.
    Gracias por leer y comentar, Alejandro.

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