Un compañero del trabajo, al que
llamamos cariñosamente Torpedo, me
confió hace tiempo que los taxistas de mi ciudad forman un grupo peligroso, que
debemos estar atentos porque tiene fundadas sospechas de que maquinan, clandestinamente,
una conspiración.
Días atrás, mientras paseaba, vi
por casualidad cómo en una parada había varios de ellos charlando en apretado corrillo,
diciéndose cosas en voz muy baja. Lo que más me intrigó es que cuando me
acerqué detuvieron su conversación instantáneamente y una vez pasé de largo todos
me dirigieron inquietantes miradas.
Otra tarde me quedé observando a un
taxista hablando desde un teléfono público, uno de esos artefactos callejeros
que ya nadie usa, si no es para impedir que el receptor localice la llamada o
no dejar rastro en los registros de la compañía de su celular. El tipo se fijó
en mi y, apuntándome con el dedo, hizo una extraña señal a un colega que pasaba
por delante en su vehículo. Vi como de inmediato el hombre del automóvil tomaba
su radio y comenzaba a hablar con alguien. Aunque carecía de pruebas visuales,
me sentí perseguido hasta que llegué a mi apartamento.
Esta mañana un taxi estacionó a mi
lado, el malcarado conductor bajó la ventanilla y me preguntó una dirección. Parece
insólito que un profesional como él
consulte ese tipo de información a un peatón, pero lo extraordinario, lo
excepcional, es que el tipo preguntó precisamente por la calle y el número
donde yo vivo. Tengo claro que me estaba dejando un mensaje: saben que Torpedo y yo los estamos vigilando. Y no
van a ser compasivos con nosotros.
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