Mi hermano mayor se llama Stanislav
y es un cocodrilo; un cocodrilo americano, para más señas. Sí, parece absurdo,
alucinante, un chiste, pero es la verdad. Os contaré la historia: mis papás son
biólogos y aunque suene mal que yo lo diga, están un poco majaretas. Hace unos
diez años se fueron a trabajar a Florida, concretamente a una zona que llaman
Everglades y allí, entre zonas pantanosas, encontraron el huevo de uno de esos
saurios. Como no localizaron a la madre, ni cortos ni perezosos se encargaron
de incubarlo ellos mismos. Cuando nació Stanislav se acogieron a una de esas
demenciales disposiciones yanquis que aún perduran en los condados de algunos
estados, por la cual la gente puede ahijarse legalmente a cualquier ser vivo. Cuatro
años después nací yo, cosa que les entusiasmó porque así ya tenían “la
parejita”. Yo a Stanislav le quiero mucho pero le llamo Bro’ (de “brother”,
hermano en inglés; vamos, como si aquí dijeras “tete”), pues no me gusta ese nombre
tan raro que le pusieron mis papás. Nos llevamos muy bien aunque, la verdad, resulta
un poco limitado para la mayoría de juegos y siempre lo tengo encima pidiéndome
comida. En resumen, es buen chaval, lo único que me fastidia es que cada vez
que salimos a pasear tenemos que utilizar las escaleras porque, como aún no ha
aprendido a caminar a dos patas, no cabe en el ascensor y la puerta le pilla la
cola. ¡A ver si le enseñan de una vez en el Colegio!
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