
Sí, colega, nos vienen pisando los
talones. A ti y a mí. Solo faltan los típicos perros de presa olfateando
nuestras huellas, arrastrando a sus amos con las correas de cuero, ladrando
como posesos y exhibiendo sus temibles y afilados colmillos. No hagas esas
muecas de extrañeza, debes saber de qué te hablo. Vaya, por tu cara comprendo
que no recuerdas lo que pasó en el anterior capítulo. También sería posible que
no lo hayas leído todavía o, aún peor, que en mi extraordinaria confusión ni
siquiera lo haya escrito, que esté atrapado en una telaraña dentro de esta atolondrada
cabeza. Pero estás aquí, eres mi cómplice. Siento el aliento de nuestros
perseguidores en la nuca. ¿Tú no? Los tenemos muy cerca. Permaneces en silencio
con esa cara de besugo recién capturado, ojos y boca bien abiertos, no te estás
enterando de nada, ¿verdad? Con esa actitud me obligas a que relate todo lo
sucedido. Lee cuidadosamente, no me gusta escribir las cosas dos veces, en
ocasiones ni tan solo una, por eso quizás obvié el primer episodio de nuestras correrías…
Me llamo Leocadio Smith y nací en
un pueblucho de Nuevo México. Soy hijo de un gringo pelirrojo y una chicana, quienes
al no ponerse de acuerdo para darme nombre, recurrieron al azar usando el libro
de santos del abuelo (página sexagésimo nona, décima línea: San Leocadio, bingo).
En el Instituto comenzaron a apodarme Leo Pecas, innecesaria cualquier
explicación. Me expulsaron cuando le reventé las narices a Kevin Grant, el hijo
del Sheriff Grant, el pijo de mierda que intentó levantarme a mi chica,
Catalina Fuentes. Entonces comencé a ayudar a mis padres en la granja familiar,
pero fue precisamente en esa época cuando las autoridades sanitarias nos hostigaron
con continuas inspecciones. Bajo la excusa de no cumplir rigurosos controles y carecer de los permisos
establecidos en la normativa, nos prohibieron seguir dedicándonos, como siempre
hicimos e hicieron nuestros antepasados, a vender la leche y el queso obtenido
de nuestras vacas, a criar gorrinos y gallinas, a comerciar con su carne y huevos.
Mi padre vendió finalmente todos esos animales y con lo que obtuvo compró un
gran rebaño de ovejas; alguien nos informó que los ovinos están menos sometidos
a la reglamentación o, en otras palabras, no amenazan tanto los intereses de
las grandes compañías alimentarias. Los ingresos decayeron y empecé a buscar trabajo,
ardua tarea en un pueblo insignificante ubicado en el sexto pino. Después de casi
dos años trampeando aquí y allá, de encargado de un video-club a camarero, de
asistente de un veterinario rural a mozo en una pensión de mala muerte, decidí
emigrar.
Escucha, ¿no oyes voces a lo lejos?
Ten cuidado, habla bajo, no hagas ruido. Sé que nos han localizado. Ignoro si
serán agentes o caza-recompensas. Anoche vi el aviso pegado en la fachada de la
cantina:
SE BUSCAN
VIVOS O MUERTOS
Leo Pecas y su Lector/a
Recompensa: 30.000 $
(25.000 $ por
Leo, 5.000 $ por su secuaz)
¿Qué diantres pensabas? Es normal
que por el jefe de la banda ofrezcan más dinero ¿no? Además, tu intervención en
mis fechorías se ha limitado a llevarme arriba y abajo en el coche, no tienes
ficha policial. Mientras mi retrato es muy nítido, el tuyo solo muestra una
difusa mancha gris, no se advierte si eres hombre o mujer. A ti solo te prenderán si estás a mi
lado cuando me detengan o me maten. Tengo una idea: como no pueden reconocerte,
sal del establo, ve a dar una vuelta por ese villorrio, infórmate de cómo andan
las cosas ahí fuera y tráeme una botella de whisky. ¿Que quieres saber el resto
de la historia? ¿Que cómo has llegado hasta aquí? Bueno, pero prométeme que inmediatamente
después de referírtelo todo harás lo que te he dicho.
Prosigo. En Alamogordo, el lugar
donde se detonó la primera bomba atómica, residí seis meses. Trabajé ese tiempo
en una gasolinera y ahorré el puñado de dólares que me costó un Chevrolet del
año de la Polka, el vetusto pick-up
que tan bien nos ha venido. Cuando llegué a Santa Fe tuve suerte de emplearme
como recepcionista en el Club de Seniors. Poco trabajo y largas horas de tedio,
que mitigué gracias a la lectura de muchos volúmenes de la biblioteca del club,
más tarde con la escritura, con mis patéticos cuentos, como éste en el que estamos
envueltos ahora. Esta historia sin pies ni cabeza titulada Outsiders in Nebraska, un
relato malo de solemnidad, en el que el protagonista se llama como mi alias,
solo que en la ficción soy un tipo algo mayor, cruel, analfabeto pero
inteligente, sin amigos y alcohólico. Huérfano desde la niñez, abandonado después
por mis familiares más cercanos (o menos lejanos, según se mire) paso las de
Caín buscando el sustento en los confines de la sociedad de Lincoln, Nebraska.
Primero son pequeños hurtos de mercancías que luego vendo, lo que me proporciona
un modus vivendi sencillo aunque
miserable. Más tarde aprendo un par de útiles timos que practico con petimetres
locales, es una actividad más rentable pero con un mercado tan reducido que al
final me veo forzado a abandonar el negocio y decido pasar al atraco a mano
armada. Precisamente entonces apareces tú en medio del primer capítulo y, como
no te puedes resistir a la fascinante personalidad del Leo inventado, permites que
te reclute como camarada de fatigas, involucrándote de lleno en mis hazañas
criminales. No comprendo cómo llegaste a este texto siendo solo un borrador, pero
estoy seguro de que te traicionó el subconsciente, querías vivir a toda costa una
gran aventura y solo has logrado situarte fuera de la ley, poner tu existencia
en serio peligro.
Necesito un trago, colega. Me va a faltar
saliva para acabar la narración. Júrame que en cuanto termine saldrás y me
traerás esa botella de algo consistente. Lo has jurado, recuerda.
Ya que continúas mostrando esa alelada
cara de despiste supino, te informo que empezamos con los bazares asiáticos.
Esos rollitos primavera eran pan comido, muchos de ellos inmigrantes ilegales
que se defecaban encima cuando les apuntabas con un revólver, que no se
atrevían a interponer denuncias, a algunos les robamos en varias ocasiones.
Eran trabajos tan fáciles que me avergüenza rememorarlos, tú al volante del destartalado
Chevrolet, motor en marcha, esperando que yo saliera con un fajo de billetes y
montones de relojes y teléfonos móviles metidos en una saca, para salir pitando
por las solitarias carreteras de Nebraska, donde ni tú ni yo hemos estado jamás
en la vida real. Solo nos dieron un susto, fue una noche en el Beijing Express, ya les habíamos atracado
tres veces y nos estaban esperando; cuando me vieron entrar, dos tipos con
pinta de ninja, armados hasta las cejas, surgieron inesperadamente de algún
lugar situado detrás de las estanterías. Ése día no se me olvidará, una bala
pasó rozando el lóbulo de mi oreja derecha, nos salvamos por los pelos, colega.
Ya éramos conocidos por todos los
comerciantes orientales, debíamos cambiar de sector. Los restaurantes abiertos
las 24 horas representaban un negocio poco lucrativo pero bastante seguro. En Lincoln
y sus alrededores, a las tres de la mañana no hay mucha gente que frecuente
esos lugares. Y los borrachos no nos inquietaban. Fue otra época bastante
buena, cenas gratis y dinero fácil a cambio de un riesgo pequeño y controlado.
Recuerdo que vivíamos bien allí, en el Motel Elvis. A veces montábamos unas juergas
legendarias, en las que corrían sin límite el bourbon y los estupefacientes. La
putada llegó cuando descubrimos que las malditas cámaras de seguridad habían
dejado la imborrable huella de mi cara en sus grabaciones. Ese mismo día nos mudamos
a Omaha.
Fue una tórrida mañana de julio
cuando la patria chica de Fred Astaire, Marlon Brando, Monty Clift y Nick Nolte
nos recibió con los brazos abiertos. Aunque no íbamos cortos de guita, no queríamos
dormirnos en los laureles, era preciso seguir recaudando, aspirar al Oscar de
los mangantes. Pero para eso teníamos que reinventarnos, dar un salto
cualitativo y cuantitativo en nuestra carrera: nada de tiendas chinas,
restaurantes de 24 horas ni chorradas por el estilo. Me diste la idea al
preguntar dónde guarda la gente la pasta, colega. En los bancos, te respondí.
La idea era visitar varias oficinas y observar los movimientos de los empleados
y de los clientes, los elementos de seguridad y las vías de escape. Decidimos
debutar en el Basura Bank. Si bien el botín fue irrisorio, la experiencia resultó
enriquecedora. Después visitamos el Poquito Bank, con rendimientos más
aceptables aunque todavía insuficientes. A éste le siguió el Ricachones Bank,
en el que asumimos grandes riesgos pero obtuvimos unas considerables utilidades
y, de paso, un precio por nuestras cabezas.
Pero en el último trabajo, en el
Millonetis Bank, la cagamos con todo el equipo. Debí atender tus advertencias
cuando, como ya hiciste la noche del Beijing
Express, te arrancaste un número aleatorio de pelos del cogote, los
contaste y me dijiste: “Impar, dejémoslo”.
Era tu absurda y supersticiosa forma de predecir si nuestra misión tendría
éxito o no. Sabes que yo nunca creí en semejante idiotez pero, joder, aquella
vez volviste a acertar de pleno. Me empeñé en probar el sinsentido de tu
técnica profética y lo único que conseguí fue demostrar que la avaricia rompe
el saco, que a todo cerdo le llega su San Martín. Me vi obligado a disparar a
un vigilante nerviosito y nos marchamos sin un centavo, con el rabo entre las
piernas. El capullo del guardia solo está grave, cualquiera puede seguir viviendo
sin el puñetero bazo, pero al ser sobrino de un Consejero del banco, que por
más señas se postula para candidato al Senado en las próximas elecciones, la
bofia se ha lanzado tras nosotros sin contemplaciones, como si hubiésemos
asesinado al mismísimo Presidente de los Estados Unidos y a toda su parentela,
celebrando después un rito satánico con sus cadáveres. Con tanto terrorista
suelto y despliegan un operativo que cuesta un huevo a los ciudadanos, moviendo
cielo y tierra, solo para trincar a dos pelagatos. Perdona el calificativo,
colega, pero reconoce que eso es lo que somos: unos pelagatos, ni más ni menos.
Ahora estamos en este sucio establo
abandonado a varias millas de Omaha, donde hemos llegado en un Ford alquilado
con documentación falsa, intentando que se calmen las cosas y poder traspasar
sin problemas la frontera de Iowa para dirigirnos a Des Moines, la ciudad donde
murió el gran campeón de los pesos pesados Rocky Marciano. The End, Fine, Fin, Das
Ende, Koniec.
Bueno, colega, ahora que ya te he
puesto al día y conoces la situación pormenorizadamente, sal, coge el coche,
acércate al pueblo, husmea un poco, entra en un supermercado y compra varios
periódicos, una radio de bolsillo, algo de comida y, esto que no se te olvide, una
botella del brebaje con la graduación más alta que encuentres. Cuando regreses
haremos planes importantes. Pero déjame antes tu revólver, has mostrado ser
incapaz de aprender a disparar durante todo este tiempo. Si te cachean y lo
descubren solo conseguirás que te detengan y tú, a fin de cuentas, eres otra de
mis víctimas. Vete ya. Hasta luego.
Menos mal que al final me he desecho
de su compañía, le estimo tanto. Estoy convencido de que llegarán en menos que
canta un gallo. No sé cómo ni por qué, pero saben que andamos por aquí. Confío
en que mi colega salve el pellejo, apostaría a que no tienen informaciones o
pruebas que puedan incriminarle de forma directa en ninguno de los delitos que
hemos cometido. Ya oigo los helicópteros sobrevolando el establo. Y a través de
unas rendijas entre las tablas que forman las paredes veo cómo, levantando
nubes de polvo, se acercan manadas de coches de polizontes desde los cuatro
puntos cardinales. Los desgraciados llevan las sirenas y luces a todo meter,
creen que así me van a atemorizar, son bobos de nacimiento.
Ignoran que, aunque he contado siete
pelos de mi cogote, no me pienso entregar, que nadie enchirona a Leo Pecas, que
aquí se va a armar la de Dios es Cristo. Tengo la boca seca, dos pistolas y he
visto cuatro veces Dos hombres y un
destino. Ni esto es Bolivia ni yo soy Paul Newman o Robert Redford, mucho
menos Butch Cassidy o Sundance Kid. No obstante voy a salir disparando a
mansalva, indiscriminadamente, hasta que me acribillen o un madero con buena
puntería me mande en el acto al otro barrio. Ignoran también que, desde que
abra esa puerta, voy a concentrar todos los pensamientos en mi diosa, en la
bella Catalina Fuentes; el recuerdo de su imagen endulzará mis últimos momentos.
Los muy estúpidos no sospechan que este cuento se ha acabado, colega.