Viernes 19:15
horas
Otra vez parado en el maldito
semáforo de Gran Vía esquina Colón. Estas luces están sincronizadas de forma que
cada día, cuando tomo el camino a casa después de otra insoportable jornada de
trabajo, inevitablemente deba detenerme aquí. Giro la cabeza a la derecha y me
quedo helado: el vehículo lo conduce un sujeto clavado a mí, mi otro yo, pero
mejorado. Una versión superior porque está subido a la grupa de ochenta mil
euros de cuero y acero, lleva puestas unas gafas de sol de dos mil y luce un
traje de alpaca de precio incalculable. El semáforo cambia a verde y cuando el
tipo arranca, decido seguirlo. Es una actitud instintiva. Ignoro por qué
procedo así. No hay ningún pretexto razonable que justifique mi conducta, pero
lo hago con inusitada convicción.
Viernes 19:25 horas
He llamado a casa por el manos
libres y después de preguntar por las niñas he mentido a mi mujer diciéndole
que me retrasaré un poco; un compañero nos invita a unas copas para celebrar su
cumpleaños. Mi otro yo conduce muy deprisa. Intento no perderlo de vista aunque
mi coche no es tan potente. De repente, ya en las afueras, su intermitente
derecho señaliza lo que se antoja una parada. Se acerca al borde de la acera para
recoger a una chica que espera en la puerta de un hotel. La rubia de la
minifalda sube y el deportivo inicia de nuevo la marcha. Toma dirección norte
por la ronda exterior de la ciudad y sale a la autovía. Yo miro el reloj y
continúo tras él.
Viernes 19:40 horas
Mi sosia toma la salida 13 y entra
en un polígono industrial abandonado. Prudentemente, intento que no descubra mi
persecución aminorando la marcha y dejando mucho espacio entre ambos, incluso apago
las luces de posición. Su velocidad también se reduce. Se detiene entre varios
edificios fabriles desvencijados, al lado de un hombre apoyado en un
todoterreno negro. Yo he parado a bastante distancia, convencido de que no
advierten mi presencia. Saco unos potentes binoculares de visión nocturna que
siempre llevo bajo el asiento (soy aficionado a la observación de aves) y veo cómo
una especie de cuervo con piernas entrega una diminuta bolsa blanca a la mano
que sale por la ventanilla del coche que estoy siguiendo. La mano se esconde y
reaparece con un par de billetes que el pájaro atrapa de un rápido picotazo. Mi
otro yo vuelve a arrancar y se incorpora nuevamente a la autovía.
Viernes 19:55 horas
El bólido abandona la autopista por
la salida 6 y entra en el parking de un Motel de carretera. Bajan los ocupantes
y el hombre, tomando de la cintura a la sonriente joven, se dirige a Recepción.
A los cinco minutos, con una botella de champán en la mano y lo que parecen
unos snacks, se introducen en el bungalow número 17. A pesar de la penumbra, he
podido comprobar que Mi otro yo es perfectamente equivalente a mí. Misma
complexión, misma mirada, misma debilidad capilar, mismo sobrepeso e incluso idéntica
la leve cojera que padezco por desgaste de la cabeza del fémur.
Viernes 20:20 horas
Desconozco cuánto tiempo durará el
presunto revolcón amenizado con espumoso, patatas fritas y estupefacientes, pero
necesito estirar las piernas. Salgo del coche y camino por el aparcamiento de
arriba abajo. Es de noche. No se ve un alma y excepto el lejano sonido de una
televisión en el área de recepción, todo permanece tranquilo. Me acerco al auto
de Mi otro yo, un biplaza nuevo de trinqui, y miro a través de los cristales.
Tanteo el tirador de la puerta y para mi sorpresa compruebo que el vehículo
está abierto. Se dispara mi adrenalina cuando accedo y me siento en el lugar
del conductor. ¡Joder! ¡Hasta usa el
mismo perfume que yo! Esto es el colmo. ¿De dónde ha salido este tipo? Abro la
guantera y extraigo la documentación. El fulano se llama Ricardo Sucre (mierda,
las mismas iniciales) y vive en la zona residencial de un municipio cercano a
la capital. Vuelvo a hurgar en la caja del salpicadero y doy con una foto en la
que Sucre aparece con las que posiblemente son su mujer e hijas. Todas ellas de
similar edad a las mías. No hay más evidencias sobre Mi otro yo, excepto una
tarjeta de acreditación de la que imagino es la empresa donde trabaja o a la
que representa: “Morningdays”. Una
conocida multinacional dedicada a la comercialización de semillas transgénicas
y fertilizantes supuestamente venenosos. Dejo todo otra vez en su sitio, cierro
cuidadosamente la guantera y salgo del automóvil, dirigiéndome al mío.
Viernes 22:35 horas
Hace un rato he tenido que volver a engañar a mi mujer
diciéndole que, tras la celebración, el jefe se ha empeñado a invitarnos a una
última ronda en el Flynn’s, el pub de moda entre los pijos. Ella sabe que es
imposible rehusar la invitación de un jefe.
La pareja sale del bungalow y
vuelve a subir al coche. Ricardo toma rumbo a la ciudad y deposita su mercancía
a la puerta de otro hotel, esta vez en el centro. Entonces se me ocurre que la
rubia podría escribir una guía de hospedajes más completa y fiable que la de
muchos concienzudos especialistas. Mi otro yo se pone de nuevo en marcha y por
la dirección que elige creo que ha decidido irse a casa. El deportivo para
junto a la verja de una vivienda cerrada, en completa oscuridad. Paso delante
de él, deteniéndome discretamente a un centenar de metros. Mientras la verja se
está abriendo, a través de mis binoculares aprecio con claridad como el hombre
llora. Se enjuga las lágrimas con un pañuelo pero acto seguido cabecea de nuevo
entre perceptibles sollozos. Me estoy viendo llorar en la piel de otra persona
y eso me produce un hondo desasosiego. Al cabo, Ricardo consigue contener sus
penas, guarda el pañuelo y cruza la verja. Doy la vuelta y me sitúo frente a
ella. Veo encenderse una luz en la primera planta y a continuación oigo un
disparo. El sobresalto es espantoso, doy vuelta a la llave y salgo a toda velocidad,
regalando un cinco por ciento de las gomas de mis neumáticos al seco asfalto.
Lunes 19:15 horas
Otra vez parado en el mismo
semáforo de siempre, maldición. Giro la cabeza hacia la izquierda y me
encuentro con una furgoneta vieja, llena de arañazos y golpes, rotulada como
“Román Sierra, Limpieza de fosas sépticas”. Un escalofrío recorre mi columna
cuando compruebo que el conductor es idéntico a Ricardo Sucre, es decir,
idéntico a mí, y tiene las mismas iniciales. Es Otro Mi otro yo, pero
empeorado, una versión inferior, con su mono beige repleto de salpicaduras y lamparones
en distintos tonos ocre y una gorra deshilachada. Observo que han dejado de
pasar los peatones y segundos antes de que la luz verde lo permita arranco aparatosamente, dejando más caucho sobre el pavimento. No voy a permitir que
Otro Mi otro yo me persiga. He de llegar a casa cuanto antes y abrazar a mi
familia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario