Ayer tuve un sueño muy especial.
Estoy en Londres, en la final de la Europa Champions League. Juegan el Real
Madrid y el Fútbol Club Barcelona, pero no soy un espectador. Soy un jugador
suplente del Barça efectuando ejercicios de calentamiento en la banda, por si
el míster precisa mis servicios. Llevo diez minutos trotando, brincando y
haciendo diversos tipos de flexiones y
estoy exhausto. Debería referir en este momento que tengo 53 años, mi vida
es muy sedentaria, registro un índice de masa corporal cercano a 3o (indicador
de una obesidad leve o de tipo II), padezco de algo de colesterol, tengo la glucosa
y ácido úrico al límite de lo normal, sufro de hernia de hiato, tengo dos
pinzamientos vertebrales a consecuencia
de los cuales mi pie izquierdo lo tengo parcialmente insensible durante varios
días y además el viernes pasado me volvieron a infiltrar el hombro derecho
debido a una tendinitis. Pero no obstante, ahí estoy, sobre el césped del Estadio
de Wembley con un lleno impresionante, más de 90.000 espectadores en las gradas,
cientos de millones por la televisión.
El tiempo de juego se está agotando,
estamos en el descuento, quedan 30 segundos y el marcador es de empate a uno. Se
huele la prórroga. Pero en un rapidísimo contraataque, la Pulga aprovecha un
pase de Xavi, se interna en el área y cuando está driblando al central para plantarse
solo ante el meta y definir, aquél le derriba violentamente. Penalti y
expulsión. El defensor apenas protesta, sabe que además de cometer la
infracción le ha partido el tobillo a Lio, al que tienen que retirar los
sanitarios. El entrenador me pide que me quite el chándal y salga a lanzar el
penalti. Cuando Messi pasa a mi lado, desde la camilla y conteniendo el dolor
que le produce la lesión, me sonríe y dice cariñosamente: “Papito, cagáte en
ellos, machacálos con tu gol”. Le contesto: “Va por vos, Pulguita”. Palmeamos
las manos y entro rápidamente, decidido a ejecutar la pena máxima.
Haré ahora el inciso de que en mi
vida, mi experiencia futbolística no ha sido muy dilatada. Empecé jugando con
piedras y destrozando zapatos en el patio del Colegio con unos compañeros,
después en el pueblo una panda de amigos montamos un equipo llamado el Athletic Cementeri (más tarde cambiamos
su denominación a Dribling) y mientras
cursaba estudios superiores, aparte de pelotear a menudo en las Pistas
Universitarias jugué varios partidos con mi Facultad ejerciendo de lateral o
interior derecho. Después de eso, algunos encuentros amistosos de fútbol-sala
con amigos o compañeros de trabajo, pero de eso hace ya más de diez años.
Siempre me gustó el fútbol, relataré la anécdota de que cuando tenía 12 años mi
padre me regaló un cuero formado por exágonos negros y blancos, en éstos
últimos iban las firmas de los componentes del Valencia C.F. que ganó la Liga
española 1970-71, allí figuraban las de Alfredo Di Stéfano (entrenador) y todo
el plantel de estrellas; pues bien, un día que teníamos partido en un campo del
viejo cauce del Turia utilicé ese esférico porque nadie disponía de balón (o
eso dijeron). Cuando volví a casa comprobé que casi se habían borrado las
rúbricas y las repasé con un bolígrafo. Era así de tarado, por jugar al fútbol
destrocé un recuerdo impresionante.
Llego al área, tomo el balón y el
árbitro me advierte de que no efectúe el chut hasta que suene su pitido. Me
agacho a colocar primorosamente el balón en el punto fatídico, la camiseta me oprime,
ya les conté lo de mi masa corporal. Se acerca el Guaje y me dice al oído:
“Rafa, tú chuta a reventar”. Delante tengo a Iker Casillas, con 32 años, un atractivo
atleta de 1,85 metros de altura que cubre casi todo el arco, Campeón de Europa
en dos ocasiones y Campeón del Mundo en una con la selección española. Yo me
llamo Rafa Sastre (como un defensa que jugó en el Sporting de Gijón y creo que
se ha retirado), ya he dicho que tengo 53 años, soy alopécico desde los 20 y no
repetiré mis problemas clínicos y de sobrepeso. Estoy acojonado. Menos mal que
soy diestro, pues tengo medio pie izquierdo dormido, las pastillas que me recentaron
actúan muy lentamente. Él es Iker Casillas, ha parado muchos penalties, está
forrado, yo soy Rafa Sastre, nunca he tenido un compromiso tan grande, soy un
simple administrativo y sigo acojonado. Él tiene una novia preciosa, pero yo
tengo una mujer preciosa, aunque doble casi la edad de su novia y además, ahora
caigo, tengo algo que él aún no tiene: dos hijas también preciosas. ¡Ajá, Iker,
te he pillado! Voy a lanzar el penalti por mi mujer y por mis hijas, y de paso
lo lanzaré por Lio, por Abi, por Tito, por el equipo, por la plantilla, por la
cantera y por la afición que está justo detrás de esa portería y que está aún
más acojonada que yo, que guarda un silencio sepulcral, unos rezan, otros se
tapan los ojos o se vuelven de espaldas, otros se comen los puños… Me tienen
más miedo a mí que a Cristiano y Benzemá juntos, no pueden disimularlo, es
imposible.
Sé cómo voy a chutar, lo he
practicado con la Play Station en varias ocasiones. El portero siempre se lanza
a un costado, eso es seguro. Hay que tirar al centro, fuerte como dice Villa y
a una altura media-alta a la que no alcance un eventual manotazo del arquero.
Levanto mis manos y junto repetidamente las palmas para que la hinchada
acompañe mi galopada hacia el esférico. Miro fijamente a los ojos a Iker. Es
justo donde estoy apuntando, donde quiero que dirigir la pelota. La gente del
fondo se ha animado un poco, palmea fuerte y lentamente. El árbitro hace sonar
su silbato. Tomo carrera, pateo el cuero y
¡¡¡¡¡¡GOOOOOOOOL!!!!!!!