Solo. A miles de kilómetros de mis seres
queridos, en una ciudad de millones de habitantes en la que apenas conocía a
nadie. Pero soy de los que, si puede elegir, prefiere estar mal acompañado. Así
es que, precisamente esa noche, decidí combatir el aburrimiento y la nostalgia.
Miré por la ventana del diminuto apartamento y a través de la nieve llamaron mi
atención las luces del hospital de enfrente. Me coloqué el abrigo, bajé y en el
servicio de urgencias aseguré que sentía una aguda opresión en el pecho.
-Espere en la sala -me dijeron con gentileza
tras tomar mis datos-, le llamarán.
La sala en cuestión estaba abarrotada. Tras
observarlas con detenimiento, llegué a la conclusión de que la mayoría eran
personas como yo, personas solitarias por una u otra razón y buena parte de
ellas, también como yo, con aspecto de inmigrantes. Nadie aparentaba padecer
alguna enfermedad o dolencia. Ni una tos. El silencio era compacto, se habría
podido cortar con el vuelo del más insignificante de los mosquitos. Nos
mirábamos mutuamente, tal vez evaluando la oportunidad de entablar una
conversación aunque fuera corta e intrascendente, de intercambiar unas palabras
de ánimo y amables deseos.
Eso es lo que pensaba en ese momento cuando,
de repente, un hombre maduro con gorra y bigote situado tres lugares a mi
derecha, se levantó de su asiento emplazándose en el centro geométrico de la
sala.
-Buenas noches. Me llamo Bernard, tengo
cincuenta años y estoy completamente sano. De hecho, mi doctor me felicitó por
los resultados del chequeo al que me sometí hace dos meses. He venido porque no
tengo a nadie. Y esta noche no quería pasarla recordando a mi mujer muerta y a
los hijos que abandonaron el hogar para vivir sus propias vidas. Si alguien
quiere ser mi amigo, aquí me tiene.
A continuación se alzó una mujer de treinta y
tantos, morena y de rasgos norteafricanos, alta y linda, que hasta entonces
había ocupado un lugar a la izquierda del hombre del bigote.
-Hola a todos, buenas noches. Gracias por
romper el hielo, Bernard. Soy Amira, nací en Argelia. La semana pasada me dejó
mi pareja. Después de seis años de relación tuve que tragarme el manoseado “No
eres tú, soy yo”. Habría deseado poder fulminarle en el acto. Porque le quería.
Pero al día siguiente amanecí contenta, liberada, feliz. Sin embargo, no tengo
amigos ni familia en la ciudad. Pensé que podría conocer gente aquí y por eso
he venido.
El orden de intervención inopinadamente
establecido forzó de alguna manera que la joven rubia que tenía al lado se
levantase. Eso significaba que yo debería ser el
siguiente.
-Buenas noches. Daniela, veinticinco años.
Tampoco soy de aquí. Huí de mi casa y mi país hace ocho meses. No soportaba a
mi madre, borracha cada día a consecuencia del trauma que le ocasionaron los
maltratos de mi padre, que está en la cárcel. No quería pasar sola esta noche y
un inexplicable impulso me atrajo hasta el hospital.
Comprendí entonces que a todos nos había
asaltado ese misterioso impulso que señalaba Daniela y que consiguió reunirnos
allí de forma aleatoria.
Era mi turno y tenía un nudo en la garganta.
Me erguí y caminé hacia los compañeros que ya se habían presentado, situándome
ante ellos. En aquel instante solo acerté a decirles, de la forma más afectuosa
posible, “Gracias”. Me fundí con los tres en un emocionado abrazo, cuando unas
violentas descargas eléctricas sacudieron mi corazón.
Abrí en ese instante los ojos y advertí cómo
un hombre maduro y con bigote apartaba de mi pecho los electrodos de un desfibrilador.
A su lado había dos mujeres. Todos ellos con la usual vestimenta sanitaria, en
una estancia muy iluminada.
-Bienvenido de nuevo al mundo, chico -espetó
Bernard o el hombre que era un calco del Bernard que yo conocía.
-Has estado clínicamente muerto durante tres
minutos, cariño -me susurró con dulzura el clon de Amira.
Finalmente la chica más joven, a la que
identifiqué como Daniela, comentó sonriendo:
-Ha sido una suerte que decidieras acercarte
al hospital al primer síntoma. Y más, siendo Nochebuena. ¡Feliz
Navidad!
Muy bueno, Rafa, como siempre. Feliz Navidad para ti y los tuyos. Un abrazo.
ResponderEliminarGracias, Lu. Siempre tan amable. Un gran abrazo y mis mejores deseos para estas fiestas. Que el año 2014 te regale todo aquello que no se puede comprar ni con dinero ni con la Mastercard.
Eliminar¡Precioso! Muchas gracias por tan maravilloso regalo. Te deseo lo mejor para el próximo año. ¡Un abrazo!
ResponderEliminarMe alegra que te gustase, Malén. Yo también hago votos para que no te falte la felicidad ningún día de tu vida. Un gran abrazo.
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